Cultura

Historias de Barrio: Back to Nahuel Rucá

Un recuerdo que se actualiza en una tarde calurosa.

Por Enriqueta Barrio (*)

 

 

Miro mi cuarto, en esta tarde calurosa de diciembre, y sonrío complacida. Hay un aire agradable, de lugar en el que me gusta estar y presto atención a mi memoria, buscando de dónde me viene esa sensación placentera… y ahí está: Nahuel Rucá.

Otra época, otro mundo. Una misma Enriqueta.

A Nahuel Rucá lo conocí de muy chiquita, cuando yo era la menor de unos primos que se divertían conmigo, porque era “muy picuda” y desenvuelta. El tren iba de la estación de Mar del Plata y paraba en la de este paraje, cercano a la Ruta 11, en una típica construcción ferroviaria. Con aires ingleses, en el medio de la bellísima Pampa Húmeda, rodeada de eucaliptus, era también sede del Correo.

Cerca, el enorme galpón del Club Social y Deportivo en el que se llevaría a cabo el baile al que íbamos. Recuerdo poco más. Ahí nomás, la tía Chiche y su marido, Alfredo Fernández, tenían el Almacén de Ramos Generales del paraje. Dos surtidores de nafta en la vereda y más atrás el Paraíso.

Un local enorme, con dos ventanales a cada lado y la puerta que rozaba a una campanilla cuando se abría, avisando la entrada de alguien al almacén. Piso a rombos marrones y beige, techos altísimos revestidos con listones de madera y, desde la altura, pendiendo un florescente.

Las persianas de metal estaban casi siempre bajas, buscando un poco de sombra frente a ese sol que encandilaba. Dos o tres mesas de madera lustrada con ceniceros de chapa triangular de Cinzano y bancos iguales. Más atrás, un mostrador hermoso, de roble fuerte, con sus esquinas redondeadas con arte, sobre el que descansaban algunas vitrinas que defendían a quesos y salames de los ataques insistentes de las moscas. Contra la pared final, estanterías de piso a techo, repletas de todo tipo de objetos, desde alpargatas hasta paquetes de fideos.

Tras el local, la casa de la tía Chiche. Una cocina económica y una heladera Siam con bochita en la manija, daba a la parte de atrás de la casa, en la que conversaban como señoras las gallinas (gracias Horacio Quiroga), rodeando al molino que daba energía a la casa. Y allá, ordenados en fila, más eucaliptus que se agitaban somnolientos en las siestas de verano. Cerca se ponía el asador en el que se cocían animales para el horror de Norita que no soportaba el espectáculo sangriento.

A un costado se jugaba a la taba, a pesar de estar prohibidísimo, y el hueso desaparecía cuando algún milico aparecía por la zona.

En esa cocina, después de los asados, en una mesa larga y ancha, se sentaban todos los hermanos de mi abuela (eran ocho) con alguno de los cónyuges y primos y jugaban horas al “fisco”, una especie de siete y medio pero al nueve. Me encantaba ver los billetes que se acumulaban frente al que hacía de banca y los comentarios graciosos de ganadores y perdedores.

Al rato me aburría y me iba al almacén, a chusmear lo que había en los estantes y jugar un rato a la vendedora.

Mi abuelo se iba temprano, nunca participó de la timba de su familia política, a dormir la siesta en la ciudad. Mi viejo, después de comer como lima nueva y servirse varias veces de la damajuana, rumbeaba para las piezas, buscando aliviar la modorra.

Mientras afuera el sol partía la tierra y ni los pollos cruzaban el patio, escapándole al calor, las habitaciones eran de un verde oscuro en el que las sombras de las ramas de los árboles jugaban con las oscuras cortinas a las escondidas, dejando pasar una brisa fresca. Las camas, con cobertores de verano y elásticos de metal, eran lo más cómodo que conocí en la vida. Un ventilador de techo giraba cansino, hipnotizando mientras un gallo desorientado cantaba desde lejos.

Papá se echaba en una y al rato empezaba a roncar, mientras yo en la otra sucumbía al ensueño de la siesta perfumada y limpia del campo.

Era puro placer para mis sentidos y para mi cabecita fantasiosa, que se da el gusto, mil años después, de sentirse en su pieza regocijada, cobijada en los recuerdos, volviendo por el camino barroso en el que nos encajábamos muertos de risa, aquellos que aunque no estén, están, un domingo cualquiera desde Nahuel Rucá.

 

(*) En Facebook Enriqueta Barrio Escritora

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