Los sueños de Norita quedan destrozados: sale Bela Bártok, entra John Travolta para siempre.
Por Enriqueta Barrio (*)
Había recaudado una linda cantidad de dinero entre los parientes; creo que la gente era más mano suelta que ahora en esos tiempos.
Tomé la comunión a los nueve o diez años, con un vestido sencillo pero bonito que me había cosido Norita. Copiado de una revista Burda, asomaba bajo el ruedo una puntilla que había hecho transpirar a mamá, que la quería rígida. Medias tejidas en hilo blanco, caladas, difíciles de poner, pero que acentuaban ese aire escandinavo que planteaba la revista. Una cadenita con una medalla de oro (que años más tarde se la llevó el casino, en los años de mi viejo jugador), un librito de misa con las tapas nacaradas, una bolsita de tela para juntar la biyuya, trencitas arriba de la cabeza ajustadas con dos florcitas de tela blanca y mi cara de luna llena, redonda y pálida.
Después de la ceremonia en la iglesia, repleta de padres relucientes y perfumes excesivos, nervios y gusto a hostia, se hizo una fiesta en casa a la que vinieron tíos, primos, abuelos, vecinos, un montón de gente. Era la época, efímera en mi vida, de las vacas gordas y se le dio a este evento religioso una gran manija dentro de casa, más que para muchos otros que vinieron después, inclusive casamientos. Andá a saber, así de inestables eran las convicciones en mi familia.
La cuestión es que los parientes se portaron, y me permitieron juntar una cantidad de dinero respetable que guardé llena de ilusión en la bolsita blanca, dando las gracias con cara de bendecida.
Mi viejo viajaría en unos días a Estados Unidos, enviado por una empresa en la que trabajaba (que después resultó ser una fantasmeada, pero eso es otra historia) y yo le entregué mis ahorros para que me comprara un grabador, un pasacasete, que me iba a permitir escuchar la música que yo quisiera sin depender del combinado y los discos familiares.
En esa época Norita bogaba porque fuese una chica culta: estudiaba violoncello (con curiosidad al principio y fastidio después, abrumada por Bela Bártok y sus ejercicios), cantaba en el Coro de Niños, me llevaban a conciertos y me inicié en una academia de danza clásica en la que sacudí el esqueleto al ritmo de un pianista entusiasta que acompañaba las clases. Claro, al ser la hija mayor, pasé por todos los experimentos de la convulsionada ideología de Norita, que oscilaba peligrosamente entre el elitismo oligárquico y la dictadura del proletariado, sin decidirse por ninguno.
Además, el cine europeo y los libros de rusos le habían llenado la cabeza de una estética que aplicó conmigo sin descanso… ¡su primer ser completamente moldeable por ella, imaginate! Entonces, así como quizá otros padres ponen su fervor en que el nene les salga jugador de fútbol, ella lo puso en que fuera culta y excéntrica, como si te dijera una niña checa. Sí, checa de Checoslovaquia, país por el que sentía una gran admiración en ese tiempo de comunismo férreo.
Digamos que yo tampoco me resistía mucho que digamos, ya que en mi cabecita también soplaba un vendaval importante, mezcla de Mujercitas y Rafaella Carrá, poemas de Quevedo que recitaba una tía y discos de Frank Sinatra que me llevaban con él volando a la luna.
Volvió entonces papá de Estados Unidos, pletórico de boludeces; en ese tiempo parece que el dólar estaba más barato que el peso y muchos argentinos viajaban, generalmente a Miami, y volvían como ekekos, cargados de electrodomésticos y cosas que acá eran imposibles de conseguir. Así entró a casa una juguera a la que nunca pudimos hacer andar por no conseguir el transformador adecuado, un radio despertador, un televisor de 14 pulgadas y línea espacial color naranja, cantidad de perfumes, una tostadora que solo servía para pan lactal (“Cuesta lo mismo acá un paquete de pan lactal que lo que me costó la tostadora allá”, decía papá) y, entre todas esas cosas, aparece mi pasacasete.
En plástico que combinaba el beige y el marrón, un aparato rectangular y pesado, con unas teclas mecánicas que describían las funciones: play, ff, rew, stop, eject y record. El sueño del pibe, de la piba en este caso. Una ruedita al costado, casi escondida, para le volumen. Apreté el eject y con parsimonia se levantó la tapa en la que se pondría el casette. “Faaaa, dijo mi primo, abre así, despacio, porque es hidráulico”. Acompañaba al aparato unos auriculares espantosos, que se metían en la oreja.
Pero no había considerado que no tenía ningún casette, solo desesperación por probarlo.
Entonces mi papá sacó de la valija la gloria: “Ah, te traje un casette para que puedas estrenarlo” y me da una cajita que aún hoy recuerdo con emoción, la banda de sonido (lo que hoy llaman soundtrack) de “Fiebre de sábado por la noche”, una película que estaba en ese momento en su apogeo. Recuerdo el papel que desplegué alucinada y los temas que traía: aparte de los consabidos de Bee Gees, venía una versión de la Quinta Sinfonía de Beethoven en versión discoteca, un tema de Tavares, y uno que se llamaba Disco Inferno, en fin, una bomba.
Tengo la imagen de abrirlo y ver las luces de colores y las bolas de espejos saliendo de la cajita del cassette, me latía el corazón de gozo. Los falsetes de los hermanos Gibb con sus armonías perfectas y ese ritmo de baile, fueron determinantes en mi naciente vocación por la joda. El violoncello y los estudios de Bela Bártok supieron que ese era para ellos el principio del fin, que la nena tenía más probabilidades de terminar saliendo del boliche medio mamada al amanecer, que de tocar en la sinfónica municipal.
Norita estaba distraída escuchando anécdotas del viaje y no se percató inicialmente de lo que estaba pasando conmigo.
Hasta que llegó la hora fatal. “¿Y qué casette le trajiste, Miguel Ángel?” Instintivamente tomé la cajita y la escondí en mi espalda. Temblaron las bolas de espejo y las luces de colores de la pista de baile se detuvieron; llegó minoridad al boliche.
¡¡¡Ay, cómo se puso!!!! Que comopuedeser, Miguel Ángel, la mandamos a los mejores conciertos, a Teoría y Solfeo, a piano desde chiquita, para que ahora se ponga a escuchar esta porquería, de estos pichicateros, y se lo traés vos, el mismísimo padre, el que tiene la obligación de educarla y bla bla bla…
Quedé con cara de circunstancia, mirando el piso con el casette apretado en mis manitos transpiradas. No se preocupen Bee Gees, no los largo por nada del mundo.
Y empezó ahí ese momento milagroso que ocurría a menudo: se empezaban a pelear entre ellos y el objeto inicial de la discusión se diluía en el aire. Ella le echó en cara que no la había llevado al viaje y que andá a saber que habrían hecho allá los de la empresa, él le contestó que laburar, ¿te suena?, laburar todo el día!!!
Mientras la cosa iba in crescendo, yo enrollé despacito los auriculares, agarré el grabador y me fui de la tormenta casi sin pisar el suelo para no ser advertida.
Me encerré en mi pieza y me puse los auriculares que llegaban hasta el tímpano, tirándome en la cama con los ojos cerrados. John Travolta me sacó a bailar sobre esa pista que se encendía al pisarla, me puso su mano en mi cintura y yo la mía en su hombro, mirándonos de costado, girando y contragirando al ritmo de la música.
En la cocina seguían los gritos y los reclamos, los reproches y las culpas ancestrales, pero para mí la fiesta había empezado para siempre, por lo menos mientras Staying Alive, ah, ah, ah, ah.
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, enriquetabarrio@gmail.com, @soylaqueta en instagram