por Walter Vargas
Admirado y denostado de forma considerable y acaso equivalente, Diego Simeone ha logrado esta semana un triunfo incluso más importante que el del Atlético de Madrid a expensas del Liverpool: acrecentar su capital de respeto.
Es cierto que algo de fortuna hubo en la gesta de Anfield, remontar un 0-2 ante el mejor equipo del planeta, el Liverpool vigente campeón de la Champions, del Mundial de Clubes y virtual ganador de la Premier League con una montaña de puntos por delante de Manchester City.
Pero no es menos cierto, en todo caso, que un guiño de la Divina Providencia, sea llamado de algún modo, trasciende largamente a los deportes e influye en cualquier orden de la vida.
Antes e incluso durante los ratos del dominio más ostensible del equipo inglés, se habían sucedido una serie de circunstancias de contrastable siembra del propio Aleti.
Por saber: en el partido de ida, el del Wanda Metropolitano, no había permitido un solo remate franco a los dominios del arquero esloveno Jan Oblak, y en el de Anfield, aun en los momentos de mayores padecimientos jamás declinó el orden, la tensión competitiva, el fervor solidario y juramentado.
Recién después vinieron las ráfagas de juego ofensivo asociado, la profundidad y la contundencia que permitieron una enorme victoria que, como derivado añadido, sacó lo peor de Jurgen Klopp.
Capacitado y brillante como es, y con valores humanos que a menudo salen a la luz y no necesariamente están ligados al fútbol mismo, el director técnico alemán es un asiduo concurrente al patio de los soberbios: no bien había salido sorteado el cruce de octavos de final sacó pecho, se burló (“no me imagino feliz a Simeone”) y consumada la derrota del miércoles tuvo el tupé de cuestionar la impronta de sus vencedores: “No sé a qué juegan, ni por qué juegan así”.
Klopp, clarito que se ve, es un conspicuo miembro del club de entrenadores que se arrogan el derecho de prescribir de cuál manera deberían jugar los equipos ajenos, aunque esta vez, por cierto, sus declaraciones fueron interpeladas por sectores de la comunidad futbolera y del periodismo especializado en general, insospechados con simpatizar con el ideario del Cholo.
En rigor, bien mirada la cuestión, se rinden ante la evidencia de que el argentino ya tiene bien ganado el rango de bestia negra de los más prestigiados estrategas del planeta, por cuanto así como hoy cayó Klopp, antes lo fueron el luso Mourinho, el catalán Pep Guardiola con el Bayern Münich y el asturiano Luis Enrique cuando estaba al mando del Barcelona de Lionel Messi, Luis Suárez y Neymar.
Eso en el contexto de un Atlético Madrid que lo contrató en diciembre de 2011 (esto es: se alude a un notable caso de continuidad en un rol) con la premisa de que lidere el cambio de una mentalidad castigada, rayana en el derrotismo estructural, con escasa perspectivas de terciar entre dos colosos de la talla del Real Madrid y del Barsa.
Y si bien es cierto, nobleza obliga, tampoco es que ha administrado planteles de presupuestos ínfimos (de hecho, el luso Joao Félix fue pagado 126 millones de euros), por lo menos por estos días el club Colchonero no consta en el hipotético quinteto de galácticos que integran Real Madrid, Manchester City, Liverpool, Barcelona y París Saint-Germain, por qué no Bayern Münich.
Las cuentas provisorias establecen que en más de ocho años que comprende su ciclo Simeone ha perdido menos de 80 partidos y cosechado el 65 por ciento de los puntos, siete títulos (dos Europa League, dos Supercopa de Europa, una Liga, una Copa del Rey y una Supercopa de España), más dos subcampeonatos de Liga y otros dos de Champions League, la esquiva “Orejona” por la que insistirá en pos de la final que, salvo imponderables de más por saber, se jugará el 30 de mayo próximo en Turquía.
¿A qué juegan los equipos del Cholo Simeone? ¿A qué juegan los equipos del hiperkinético, pasional, apasionado, héroe, villano, inefable mentor del cuchillo entre los dientes?
“Juego a ganar, con mis armas”, dice el hombre.
(*): Télam.