Por Marisel Pisacco
Ese día, había decidido no salir de su cueva.
Aunque no era la primera vez.
Era grande… o pequeño, según quien lo viera, según como se dejase ver. Era grande y pequeño.
Guardaba celosamente sus tesoros: nutritivas nueces, dulces fresas, cálida miel, frutos tiernos. No podía compartirlos. Sólo a veces, y de una particular manera.
Desde el alba hasta el ocaso permaneció en su guarida y espiaba desconfiado por los huecos de luz que se forman entre las rocas. Las cicatrices de profundas y antiguas heridas surcaban su cuerpo. Heridas del tiempo.
Solo percibía casos, abismo, injusticia y muerte.
Era grande y pequeño.
Mostraba sus garras y sus dientes. No podía llorar. Se sentía cansado. Pero su fuego interior estaba intacto. Había que ser fuerte, muy fuerte para convivir con tanto calor incomprendido.
A veces emanaba su fuego a bocanadas y junto con él esparcía sus tesoros, para todos y para nadie.
Todos y nadie se nutrían de él.
Muchos le tenían miedo, otros le decían loco y algunos se acercaban con palos y armas para destruirlo.
Afuera, alguien lo amaba. Pero ese día, él, había decidido no salir de su morada.