Por Marcelo Pasetti
Lo lograron y nos hicieron felices en este diciembre que jamás podrá olvidarse. Días en los cuales por fin los argentinos sentimos que podíamos todos juntos tirar para un mismo lado. Horas en las que se desplomó la cotización de la maldita grieta, que ahí espera, agazapada, para volver a irrumpir en escena.
Jornadas de felicidad o cuando la emoción le gana por goleada a la razón. Cuando la sonrisa se comparte en la calle, el bar, el colectivo o el laburo. ¡Y vaya si había necesidad de sonreír acompañados!. Se necesitaba.
Por eso, gracias a estos pibes que dieron todo, que volvieron a ser nenes cantando y saltando, privilegiados que lograron la gloria eterna, y cuyos apellidos permanecerán en el recuerdo y la memoria colectiva.
Y párrafo aparte para el 10, que estos días se sintió como un padre, un hermano, el mejor amigo, el hijo, el novio…Todos haciendo fuerza por él, para que por fin, tras el partido más importante de su exitosa y única carrera, pudiera dejar escapar esas lágrimas que también fueron tuyas y mías.
Porque lloró la enfermera junto a la mamá primeriza que acababa de dar a luz, y también el bombero que abrazó a su compañero de guardia, o el pibe arrepentido en esa lúgubre cárcel. Porque lloré frente a la tele en silencio, recordando a mi viejo en el 86, extrañando su abrazo. Porque lloró la abuela del geriátrico, viendo por la ventana como había volado la vida, o el padre que con 35 años sintió por primera vez lo que es ser campeón del mundo, besando a su nena con la camiseta de la selección. Porque también lloró Charo sentada en el mismo sillón del que se adueñó desde el segundo partido, mientras Lola correteaba frente al televisor, feliz sin comprender aún tanta locura, gritos y abrazos.
Las lágrimas de Messi fueron las de los locos lindos de Bangladesh que no tienen idea donde queda la Argentina pero la vivieron como nosotros, las del amigo que se fue a ganarse el mango a Barcelona y se abrazó en el bar de tapas con todo el que se cruzó añorando la cerveza y la pizza con los amigos que quedaron acá, las de Patricia y Sebastián que colgaron la bandera en su casa de New Jersey y se besaron cuando todo terminó, las del tractorista que lo escuchó por la radio mientras sembraba soja, la de la científica marplatense en la Antártida o la de los miles que volvieron a cumplir el ritual de verlo en la pantalla gigante cerca del mar, a metros de la esquina de La Scaloneta y Lio Messi en una Mar del Plata más loca que nunca.
Un mar de lágrimas, de esas que se sienten correr con ganas surcando el rostro sonriente. Lo logró el fútbol. Estos deportistas que soñaron, desde que tocaron por primera vez una pelota, con lo que acaban de vivir. No le busques explicaciones. “Cuando uno va a ver un partido de fútbol, hay que suspender la incredulidad y entonces entregarse a al fe poética que consiste en creer que un gol de Messi nos va a mejorar la vida. Y en la medida que lo creamos, un poco va a mejorar”, decía el Negro Dolina, que de esto sabe bastante.
Y es de persona de bien saber decir gracias. Vayan entonces, como en el final de una película, como en el cierre del libro, los gracias totales. A los Leonel que nacen en estos días, a los tatuadores que desde mañana trabajarán como nunca en el año, a la abuela la la la la, a los que inventaron el hit de “ahora nos volvimos a ilusionar, quiero ganar la tercera…”, al “andá p allá bobo”, al psicólogo del Dibu que no pudo hacer mucho con la hermosa locura del arquero, a la cámara fija de TyC que nos mostró cada detalle de la magia de Messi, con y sin la pelota, a los memes, a cada cábala, al Topo Gigio frente al banco holandés, al cartonero que celebró sobre su carro la tarde lluviosa, a los que se besaron arriba del semáforo en La Plata, a la estampita de Pugliese, a las volteretas de Ruggeri, Vignolo y compañía, a las puteadas a los vecinos que tenían sintonizados otros canales llegando los gritos 20 segundos antes, a los de Frávega que le regalaron al hombre de la reposera que veía el partido desde la calle frente a la vidriera y a los creativos de esas publicidad sentimentalistas que al final nos dieron manija.
Gracias a los jeques que le abrieron las puertas a los argentinos de Qatar que rompieron todas las reglas del protocolo, al llanto de Aimar y Scaloni con su pinta de profesor de educación física de la secundaria, a los envidiosos que tiraron mala onda desde distintos puntos del planeta, a los peruanos que la bancan siempre, al guardaespaldas De Paul, al Papu y su sonrisa eterna, nuestro Beckham, al desparpajo y la sonrisa fresca de Julián Álvarez y Enzo Fernández, a los cojones de Otamendi y del Cuti, a la nobleza de Di María, a los pulmones de Molina y Acuña, a la obsesión del capitán que por fin se dio el gusto, y al otro 10 que desde arriba debe haber movido algunos hilos para por fin compartir su corona. Y al 23, ese nacido y criado en Mar del Plata que debería terminar a “cocochito” del Lobo de la Rambla y que nos llenó de orgullo cada vez que en la tele nombraba a la ciudad. Gracias a las pibas que también enloquecieron en estos días y reventaron Instagram, Tik Tok y twitter con análisis, fotos y hasta fantasías sexuales con los flamantes campeones, a los chicos que en el cumpleaños de Simón lucían en el picadito, hace un par de meses, las camisetas de Neymar, Rolando, Mbappe, Halland y Vinicius y que desde ahora no se sacarán más la de Messi.
Hay un gracias totales tuyo, mío, de todos… Somos tricampeones del mundo carajo, y estamos felices. La vida también saber regalar lindos momentos. Como este domingo 18 de diciembre de 2022 que ojalá no se termine nunca más.