Por Dolores Pruneda Paz
A cuatro décadas del golpe cívico-militar más sangriento de la Argentina, los relatos posibles en torno a aquellos días se corren de lo estrictamente testimonial dando paso a otros registros en “Golpes”, una compilación de 24 textos inéditos y ficcionalizados de escritores que por esos años cursaban la escuela primaria o el final de la secundaria.
Historia y ficción se confunden en la antología de Seix Barral, textos que bosquejan la cara menos nítida, la más incómoda y menos convencional de una experiencia dolorosa y sórdida. Un dispositivo que parece emular los mecanismos de la memoria y rasa el registro personal con el del colectivo de un país a 40 años de su dictadura más sangrienta.
Los textos son juegos del lenguaje, climas, completas ficciones o destellos de recuerdos que los convocados transpolan al presente sin miradas o discursos incorrectos: el beso del dictador casi pedófilo que narra Juan José Becerra; la cronología invertida que propone Laura Lenci de aquel 24 de marzo; el año 1979 que para Aníbal Jarkowski simboliza sobre todo el paso a la adultez.
La consigna de este libros fue “dar forma escrita a alguna porción de ese archivo mental y emocional donde recuerdos y anécdotas del conflicto social y vital son retrabajados por la imaginación, los recortes del olvido o insistencias de percepciones imborrables”, explica a Télam Victoria Torres, una de las editoras.
Reunidos por Torres y Miguel Dalmaroni, estos escritos responden además a un desafío literario: articular nuevas formas de expresión sobre la historia reciente.
“Los autores, en especial aquellos que trabajaron con materiales autobiográficos, entendieron que el rol de víctimas era una peligrosa forma de estancamiento” y “cuando el testimonio fue encontrando otros ámbitos la literatura pudo volver a practicar caminos más osados, suyos y potentes”, resume Torres.
Entre esas nuevas expresiones se inscriben dislocaciones de lo autobiográfico como “Antebrazo”, de Ernesto Semán; que conviven con estilos reinventados del testimonio como “Mis dos hemisferios”, de Fernanda García Lao; ficciones puras como “Perro negro” (Patricia Ratto) o “La garita” (Gabriela Cabezón Cámara); y encadenamientos poéticos como el que practica Mario Ortiz en “Actos de habla”.
“Una mezcla de formas y tonos que puede servir para tomarle el pulso a la literatura argentina actual en lo que hace a sus modos de narrar la memoria”, sostiene Torres, académica e investigadora que estudia hace años el vínculo entre la literatura, la dictadura y la memoria.
Así la voz de infancia -presente en “Réplica en escala”, de Paula Tomassoni; “4 colores”, de Carlos Ríos; “Calmar la sed”, de Sergio Olguín; “Casas viejas en calles empedradas”, de Alejandra Zina o “24”, de Federico Jeanmaire-, se alterna con el presente y recupera memorias privadas que se cruzan con la historia colectiva. Procedimiento que sobre todo, dice Torres, “permite regresar a dos escenarios, el de la familia y la escuela, espacios emocionales intermedios, siempre entre lo íntimo y lo expuesto que fueron un disfraz para aquella intemperie despiadada”. Ejemplo de esto son “El ahorcado”, de Mariana Enríquez; “El murmullo”, de Carlos Gamerro; o “Queso”, de Esteban López Brusa.
“Lo importante -continúa- es la forma en la que a partir de ahora esas voces van a continuar su camino y seguir siendo canalizadas” y es en ese camino que “el arte y la literatura que logra escapar a toda simplificación y lógica maniquea manifiesta matices reflexivos que habían sido tomados en cuenta hasta el momento”.
Los textos “parecen recordarnos que es la literatura la encargada de no dejar que esos recuerdos, por más mínimos que sean, se fijen en un tiempo pretérito” y en ese camino “hay que contemplar el futuro de la memoria, prestar suma atención a la importancia y complejidad de su transmisión intergeneracional”.
“Sin el Juicio a las juntas no seríamos la sociedad que somos y nuestra literatura tampoco”, señala Torres. En los 80 se narró la dictadura de forma cifrada y oblicua poco a poco y con el transfondo del proceso a los genocidas, entre otras cuestiones, fue abriendo camino a relatos más completos y directos.
La literatura de ficción que trabaja los años de la dictadura “abordó modalidades más allá de la necesidad o aspiración realista” y los textos -que completan Martín Kohan, Alejandra Laurencich, Inés Garland, Sergio Chejfec, Patricia Suárez, Julián López y Eduardo Berti- “dan una idea clara del estado de la literatura actual argentina” y los cruces que establece con memoria.
Muchos textos literarios han anticipado acontecimientos históricos y “Golpes”, de alguna manera, “contribuye a matizar, complejizar y desconcertar lo que esperan y aprovechan calendarios y relojes en las conmemoraciones”, concluye.