"En París son las once", la autora captura momentos de confusión o desencuentro entre personajes y examina los vínculos a través de una paleta de situaciones que se detienen apenas surge el conflicto.
En los relatos que integran “En París son las once”, la escritora Francisca Mauas captura momentos de confusión o desencuentro entre personajes y examina los vínculos a través de una paleta de situaciones que se detienen apenas surge el conflicto ya que, confiesa, no le gustan las historias resueltas, “las que vienen a reestablecer algún tipo de equilibrio”, sino “las que inauguran alguna clase de inquietud”.
Los 13 relatos que integran el volumen recién editado por Azul Francia -el sello que lleva adelante la propia Mauas– están moldeados por una brevedad calculada que filtra las descripciones o la información excesiva sobre lo que abruma a sus personajes, pero son lo suficientemente elocuentes para bosquejar lo que sienten estas criaturas cuando el dolor adormecido en el pasado emerge en el presente, o cuando se despiertan sin saber cuál es ese territorio que parece tan desconocido.
Los perfiles que aparecen en “En París son las once” están interconectados por la soledad, el desencuentro o el extravío, en lo que se puede leer también como correlato de un signo de época. Cuentos como “Ruth la pelirroja” o “Instantáneas” hablan de la naturaleza errática del deseo, de las contradicciones y la imposibilidad de decir que se ponen en juego en las relaciones. Y en “Una exposición de mi vida”, un episodio del presente es casi una excusa para viajar a un pasado que permite dilucidar al protagonista uno de los interrogantes cruciales de su vida.
Paradójicamente, en la escritura de esta narradora, poeta, editora y actriz los sentimientos están bastante escamoteados y hay que hurgar en la sutileza de lo que se cuenta para tratar de entender qué sienten los personajes. En paralelo, se da algo de lo siniestro y lo oculto que remite al submundo cheevariano pero también al de Silvina Ocampo.
“Me llama mucho la atención que se me crea fanática de Cheever y Ocampo, cuando en realidad han sido lecturas muy insuficientes en mi vida y además ocurrieron hace mucho tiempo. Se me ocurre que leí mucho Bolaño, ni hablar de Borges, pero cuando leo un autor que me encanta, paso a otro, lo dejo descansar, y vuelvo cuando lo extraño. Tal vez por ese gusto ecléctico es que me cueste pensar en quiénes me influenciaron”, cuenta Mauas en entrevista con Télam.
– Télam: El desencuentro aparece hoy casi como un síntoma de época: en las redes, en los vínculos, todo parece atravesado por las interferencias, la imposibilidad de intercambio. ¿Hay un intento en estos relatos por retratar ese signo de los tiempos y fundirlo en un plano colectivo que trasciende la subjetividad de los personajes?
– Francisca Mauas: Si lo hay, no ha sido buscado. Creo que quizás el desencuentro hoy está un poco exacerbado, y sobre todo a partir de las nuevas tecnologías, pero que no es algo nuevo. Si uno repasa la historia de la literatura advierte que se trata de un tópico bastante usual. Las grandes obras están llenas de interferencias entre los personajes, y falta de comunicación. Si hablamos de las relaciones amorosas, que es lo que trato de abordar en muchos de estos relatos, el desencuentro fue siempre una constante. En todo caso, lo que intenté hacer es trabajar con algunas particularidades que asume esta época.
– T: “Una exposición de mi vida” es uno de los relatos donde se juega aquello que planteaba Piglia acerca de que la información interrumpe la narración, porque nos da la realidad ya juzgada y nunca se va a convertir en experiencia ¿Es por eso que en tu concepción del mundo narrativo los datos aparecen reducidos a la mínima expresión?
– F.M.: Sí, creo que al lector hay que darle las cosas lo menos deglutidas posible. Por supuesto, en el momento de escritura la tentación de explicar cosas o dar información de esto o de aquello está todo el tiempo. Uno a veces quiere dar cuenta de todo, quizás porque en el fondo está el deseo de ejercer un control sobre la instancia de recepción de la obra. Pero eso es una ilusión siempre. Nunca se sabe qué va a entender el otro. De lo que se trata, en todo caso, es de brindar algunas claves que permitan que ese entendimiento modifique en algún punto la visión del mundo del lector, es decir, que no sea exactamente el mismo que ingresó al texto.
– T: En el relato que da título al libro, la conversación entre los personajes bordea lo inverosímil, como en el marco de un sutil absurdo mientras que “Gérmenes” y “Escenarios vacíos” transitan una ambigüedad parecida ¿En qué medida esa mezcla de realismo y absurdo es una manera de fijar posición sobre la extrañeza que habita en los vínculos o en la cotidianeidad?
– F.M.: Quizás tenga que ver con que vengo del teatro y tal vez los textos de Beckett o de Ionesco ejercieron más influencia de la que pensaba hasta ahora. En el fondo pienso que buena parte de la vida cotidiana tiene que ver un poco con eso. Decir “te amo”, “yo también”, etcétera, ¿qué es si no algo completamente absurdo? Los vínculos humanos están atravesados siempre por este tipo de cosas, son muy complejos y si uno se ciñe estrictamente al realismo es imposible dar cuenta de esa complejidad, o de esa extrañeza.
-T: ¿El hilo conductor que da unicidad al libro es una mirada sombría sobre el mundo y las relaciones?
– F.M.: Creo que la escritura siempre traduce la visión del mundo que tenemos, y eso en muchos casos, tal vez en el mío, se advierte sobre todo en la creación de ciertos climas, o de atmósferas. Esto a veces implica un aprendizaje sobre uno mismo. Yo por ejemplo en la vida cotidiana no siempre tengo una mirada sombría. Sin embargo, cuando escribo emerge cierta oscuridad. Es como si la escritura le diera una vía de salida a una dimensión de mí que de otra forma tal vez no se podría manifestar, y en ese sentido quizás sea algo liberador. Liberador y, por lo tanto, curativo.
– T.: ¿Qué estrategias aplicás para resolver cómo abandonar un relato en el momento “justo” donde empieza a jugar la construcción del lector? En tus cuentos parece aplicar aquella idea de Flannery O´Connor de que agregar una línea más sería empezar otro cuento, abrir un nuevo significado…
– F.M.: Bueno, Flannery O´Connor por cierto también tiene que ver con eso de mostrar en contraposición al decir. Los finales de los relatos son un momento crucial, tan crucial como el inicio, y en lo personal a mí me gusta que el final no venga a resolver del todo el conflicto, ni a reestablecer algún tipo de equilibrio, sino a inaugurar alguna clase de inquietud. A veces para dar por terminado un asunto basta una revelación, no una resolución.
– T.: En mucho de tus cuentos, termina siendo más elocuente lo que los personajes no dicen que aquello que sí llegan a expresar ¿Cuál es el aporte del silencio en tanto recurso estilístico?
– F.M.: Los recursos no verbales me parecen importantísimos, y quizás también tenga que ver con el hecho de que vengo del teatro, que es un ámbito donde el mensaje no se construye sólo con palabras. En particular el silencio me parece un recurso muy potente, no sólo en la literatura, sino en todo tipo de arte.
– T.: Escribís y en paralelo llevás adelante una editorial que apuesta a expandir el mapa de narrativas a través de un catálogo audaz y diverso ¿En qué medida leer textos ajenos con una mirada más sagaz que la de un simple lector, es decir, leer con mirada editora, alimenta y diversifica tu propia escritura?
– F.M.: Creo que me ayuda y a veces no tanto. Leo por placer, por un lado, y por trabajo -lo cual es placentero también por supuesto- por el otro. Pero ambas cosas llevan tiempo, un tiempo que agradezco tener y poder encontrar aunque sea con esfuerzo, y no siempre entonces quedan ganas de escribir. Lo que sí me entusiasma es ese catálogo que definís como “audaz y diverso”. Cuando advierto tanta variedad en textos contemporáneos me siento casi obligada a probar cosas nuevas, caminos que nunca se me hubieran ocurrido transitar en mi escritura. Todos los autores nos ayudamos mutuamente sin siquiera saberlo.