Quién trabaja de lo que le gusta. Por qué nos resignamos a entregar nuestro tiempo a cambio de un salario básico. El mundial de fútbol será la pantalla para una reforma laboral avalada por el fmi.
por Agustín Marangoni
Los países menos desarrollados son los que tienen mayor cantidad de trabajadores insatisfechos con su trabajo. Según mediciones del último año, apenas un 13% de las personas, a nivel mundial, trabaja de lo que verdaderamente le gusta. Los países africanos y de Oriente próximo encabezan el listado. En Argentina se calcula que apenas un 24% está conforme con lo que hace. El número funciona como un indicador de la felicidad o de la infelicidad, depende cómo se lo mire. La felicidad es un concepto escurridizo, es un estado, dicen, un momento particular en cada persona. Tal vez haya tantas definiciones de felicidad como personas, entonces la búsqueda se vuelve una tarea individual, con lo bueno y lo malo que eso implica. Sin embargo, se puede pensar colectivamente en el bienestar de la sociedad, por ejemplo a partir de esa pregunta tan incómoda: ¿Trabajamos de lo que nos gusta?
El escenario es viejo y conocido. Acumulamos ocho horas de trabajo casi todos los días de nuestra vida. La rutina nos automatiza y las circunstancias nos endurecen. Canjeamos nuestro tiempo y nuestra capacidad de producción por un salario que gastamos en comer, resguardarnos bajo un techo, ver a un médico cuando es necesario y poco más. Nuestra educación, que también es parte de los gastos, es funcional a esta rueda, nos forman como empleados de vuelo corto: trabajar, criar una familia, quejarse lo menos posible, morirse y que pase el que sigue. En palabras sencillas, cuánto menos alcance tiene el eje de acción de ese proceso social, en menos manos queda concentrada la riqueza que se produce. Por eso, aunque parezca utópico, trabajar de lo que nos gusta rompe con una lógica de comportamiento económico para hacer las cosas un tanto más equitativas.
La cuestión no es lineal, claro. El mercado hace todo lo posible para que la personas se adapten a su demanda. Si hacen falta pilotos de avión, incentiva la formación de pilotos de avión. Si hacen falta sastres, incentiva la formación de sastres. Si hacen falta trabajadores baratos, dispara con una reforma laboral. El mercado vive de crear necesidades. La necesidad de pagar la comida, por ejemplo. De ahí en adelante, aparece un listado de tareas que alguien tiene que hacer. Lo ideal es que cada trabajador esté satisfecho con su trabajo y quiera hacerlo cada vez mejor. Ahí está la llave de la superación a nivel colectivo. En el modelo económico-político actual, los países en vías de desarrollo casi no tienen lugar para la pregunta sobre qué trabajo se quiere hacer. Se hace lo que hay. Elegir el trabajo es un privilegio: mayoritariamente elige el que menos necesita.
De acuerdo con un informe del fmi de fines de diciembre de 2017, para aumentar la competitividad en Argentina hay que diseñar un mercado laboral “más flexible”. Es decir, bajar las indemnizaciones porque “son elevadas”, limitar la cobertura de los convenios colectivos porque “son un problema” y bajar las contribuciones patronales. Otro concepto llamativo es que ya en esa fecha el fondo señalaba que el peso estaba sobrevaluado entre un 10 y un 25 por ciento. Justo el número que marcó la devaluación con la corrida cambiaria de la última semana. Justo cuando se anunció que la Argentina volvía al fondo.
Los indicadores que analiza un gobierno para gestionar un país –en especial los de plataforma neoliberal como el de Mauricio Macri– se construyen en base a datos económicos. Dos más dos es cuatro. Sacan de acá, ponen allá. Si los números cierran en los papeles, que dios se apiade del alma del que queda afuera del cálculo. La OIT relevó 180 países en los que se aplicó alguna vez un proyecto de flexibilización laboral. Los resultados fueron idénticos en todos los casos: nunca se mejoró el mapa laboral. Por el contrario, se allanó el terreno para concretar despidos e imponer contratos basura. En Suecia, por citar un caso contrario, una de las cadenas de comida rápida más importantes del mundo tuvo que negociar con el gobierno sueldos un 25% más altos, en relación a lo que paga en otros países, para desembarcar en esas tierras. Un trabajador precarizado es un arma caliente. Es lógico esquivar ese riesgo.
A esta altura de las circunstancias, con la reforma en cuenta regresiva para el despegue, sólo se busca que los trabajadores argentinos estén sometidos a una mayor intensidad, que ganen menos en dólares, que descansen casi nada y, para peor, que pierdan estabilidad. El mes del mundial de fútbol será el laboratorio social para deslizar los cambios. Desde un análisis obvio, además de que es inaceptable el avasallamiento de los derechos que quiere imponer esta nueva vieja ley, el proyecto está equivocado desde el primer punto. Incluso es contraproducente para los empresarios que la redactaron: la gente feliz con lo que hace es más productiva. Pero, se sabe, los países en vías de desarrollo no están autorizados a tomar decisiones.