Cultura

Federico Falco: “El lenguaje es una herramienta escasa, imprecisa, pobre”

"La hora de los monos" es el libro que lo colocó definitivamente en el centro de la escena de la literatura argentina contemporánea.

por Julieta Grosso

Al borde de los géneros, intentando configurar un territorio donde el lenguaje es al mismo tiempo posibilidad y limitación, se posicionan los relatos que integran “La hora de los monos“, un libro revelador en la producción de Federico Falco que a siete años de su publicación original vuelve a circular para gatillar nuevas significaciones sobre un puñado de personajes que a pesar de sus existencias anodinas se codean con lo inquietante y lo siniestro.

Sin huellas costumbristas, el hombre que en 2010 fue elegido por la revista inglesa Granta como uno de los mejores narradores en lengua española menores de 35 años, dibuja escenarios cotidianos en los que lo paranormal parece tener lugar sin sacrificar el verosímil y donde lo que podría resultar extraordinario -como el suicidio o el crimen- aparece deslizado con una naturalidad pasmosa.

“La hora de los monos”, relanzado por el sello Eterna Cadencia, está integrado por nueve relatos que preanuncian el tono y las preocupaciones de las obras posteriores de Falco, que fue preseleccionado para el Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel Garcí­a Márquez 2017 por su libro “Un cementerio perfecto” y acaba de ofrecer un exitoso taller en el Centro Cultural San Martín bajo la consigna “Leer para aprender a escribir: narradores y tiempos narrativos”.

– Varios de los personajes que aparecen en los relatos están interconectados por la soledad, el desencuentro y hasta la violencia, como “El hombre de los gatos” o “El pedigrí de los canarios” ¿El hilo conductor que da unicidad al libro es una mirada sombrí­a sobre el mundo y las relaciones?

– Escribí los cuentos a lo largo de varios años, contando historias que se me iban ocurriendo una a una, trabajando en cada cuento por separado, sin pensarlo mucho como un todo, por eso no sé si hay un hilo conductor muy claro. Por supuesto, hay recurrencias, temas que se repiten, una cierta modulación, un cierto tono: qué hacer frente a la muerte o el mal, cómo entrar en contacto con el otro, cómo tener un mundo propio sin aislarse, cómo encontrar el propio límite y evitar caer en la violencia o el daño…

En ese sentido, el libro da cuenta de las cosas que estaba pensando en ese tiempo o de mis propios miedos, lo que me preocupaba: escribir fue una manera de procesarlo. Ahora me doy cuenta de que escribí algunos de esos cuentos incluso como una forma de conjuro: para tratar de entender ciertas cosas, pero también para protegerme de ellas, para mantenerlas lejos.

– Algunos de estos cuentos dejan afuera aquello que en el tratamiento tradicional del género podrí­a haber evolucionado hasta un conflicto ¿Te interesa dejar un relato en el momento “justo” donde empieza a jugar la construcción del lector?

– Trato de que la historia crezca orgánicamente, desde el propio mundo que el cuento va creando, desde sus propios personajes. Y permanezco todo lo atento posible como para evitar los clichés, esas formas de narrar que de alguna manera internalizamos de tanto estar consumiendo relatos todo el tiempo: en la tele, en las publicidades, en las redes sociales.

Y la zona del final es un poco la zona donde hay más en juego. Los finales cerrados, perfectos, de alguna manera nos tranquilizan, nos hacen creer que las palabras pueden ordenar el mundo, pueden dominarlo y llevar todo a buen puerto. Creo que hay que ir contra eso. Me gusta pensar en los cuentos más bien como un recorrido, pero que no necesariamente lleve a un lugar de cierre, sino como un pedazo de camino que se propone compartir un cierto tiempo con el lector.

– Algunos como “Las aventuras de la señora Ema” o “El camino amarillo” plantean una suerte de realidad desenfocada: parecen construidos a medio camino entre el realismo y el género fantástico ¿Trabajar por momentos en los bordes entre realidad y ficción implica fijar posición sobre los géneros?

– Estoy muy marcado por esa idea de que el lenguaje tiene un límite, que no alcanza para ponerle nombre a las sensaciones, a los sentimientos, a lo que vivimos de la piel para adentro y el desenfoque viene de ahí y es algo definitivamente buscado. Cada uno percibe el mundo desde su propio rinconcito y una de las principales herramientas que tenemos para comunicarnos con el otro es el lenguaje… una herramienta escasa, imprecisa, pobre.

Hay que celebrar al lenguaje pero también reconocer su límite. Por eso no escribiría algo que pretenda ser realista en el sentido de “dar cuenta de lo real”. La carne, el cuerpo, el deseo, las formas en que sentimos y nos movemos y nos relacionamos, son muy complejas como para pretender capturarlas en palabras.

Lo que trato de hacer, entonces, es armar munditos artificiales y con reglas propias, simplificadas, universos que en sí mismos, en su desenfoque, o en su cotillón de fantasía, evoquen lo real pero al mismo tiempo muestren un poco la hilacha, o incluyan una cierta vacilación que dé cuenta de lo complejo que es hablar, comunicarse, intentar llamar realidad a algo.

– Al contrario de los ready mades de Duchamp, en el libro lo que a priori irrumpe como extraordinario toma dimensiones cotidianas por obra de una prosa que desdramatiza los hechos ¿Esta operación busca de alguna manera despegar a la cotidianeidad del costumbrismo y echar luz sobre la “extrañeza” de la vida?

– Duchamp siempre me pareció un genio justamente porque, al tomar un objeto cualquiera y ponerlo sobre un pedestal, se sacó de encima el problema de la representación de lo real. No hay representación, ni siquiera hay intento de representación. Lo que hay es un objeto, puesto ahí. “Tomá, arreglátelas”, parece decirle al espectador. En literatura no es tan fácil, claro, porque en literatura no hay objeto: sólo lenguaje, solo signos. Entonces, por ahí, hay que buscar otras vías: el artificio, o el corrimiento, o la simplificación, o la fantasía, cualquier cosa que sirva como para que el lector, al mismo tiempo que disfrute, pueda tomar un poco de distancia y pensar el artefacto que tiene entre manos, más allá de lo que el artefacto en sí cuenta.

– La alusión a los animales es recurrente a lo largo de toda la obra ¿La apelación al universo animal para buscar semejanzas o diferencias con el accionar humano te permite una perspectiva diferente para analizar el mundo?

– Siempre me llamaron la atención los animales, desde muy chico. A lo mejor es porque justamente en las mascotas se ve de forma muy patente ese límite del lenguaje del que hablaba recién: lo atávico está ahí, y hay que lidiar con eso, ver qué se hace. La comunicación con ellos pasa completamente por otro lado.

A lo mejor, también, escribo mucho sobre animales porque con ellos muchas veces es más fácil ver blanco sobre negro dinámicas como la sumisión, el poder, el control, la dependencia, el maltrato, el desprecio. Formas de relacionarse que entre humanos suele darse de manera más solapada, o con otros disfraces. Y, finalmente, también está el tema de la belleza, de cómo algunos animales encarnan una especie de belleza que cruza razas y especies. Una belleza que a veces es peligrosa.

– ¿Cuáles son las coordenadas del taller que diste en el San Martín?

– La idea base tiene que ver con el leer para poder sentarse a escribir. Todo el mundo dice que, para escribir, lo primero, lo básico, y lo más necesario, es leer mucho y variado. La lectura de alguien que quiere escribir, tiene que ser un poco como la mirada de un mago que compra una entrada en primera fila para ir a ver el espectáculo de otro mago.

Lamentablemente, implica dejar de creer en la magia, dar por descontado que no existe y estar todo el tiempo mas preocupado por el cómo lo hace, cómo genera la ilusión de magia que por otra cosa. A cambio de perder la ilusión, lo que aparece es un valorar el texto y un disfrutarlo a partir de ver con qué destreza el autor cambió de manos una carta, o con qué ingenio escondió una paloma en una galera. De eso se trató el taller: intentar leer en grupo, prestando atención a cómo otros autores resolvieron problemas, usaron trucos, plantearon cosas. Admirarlos y apropiarse de sus tretas, de sus herramientas…

Télam.

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