Duro, incorruptible y con códigos, se ganó el respeto de los delincuentes que apresaba. Pero la envidia de quienes deberían haber valorado su accionar, lo puso a realizar labores de oficina hasta su retiro.
por Hernán Gabriel Marty
Si Evaristo Meneses hubiera visto la forma en la que uno de sus subordinados trataba a Lucas, seguramente habría levantado en peso a su agente, para enseñarle alguno de los códigos que él manejó durante sus treinta años de carrera en la Policía Federal.
Es que resulta imposible no pensar en Meneses, después de que hace algunos días se viralizó un video en el que un agente de la Policía Metropolitana maltrató a un menor de 11 años, al que corrió con su pistola desenfundada a pesar de estar el niño desarmado, y todo ante la atenta mirada de un policía de la Federal.
La bizarra historia hubiera puesto de punta los engominados pelos del comisario, que a pesar de tener fama de duro y de resolver varias disputas al calor acerado de las balas, había desterrado en su seccional la costumbre de detener a alguien por su aspecto.
Evaristo Meneses nació el 26 de octubre de 1907 en Puerto Cuatreros, un poblado bahiense bastante lejano del lugar en el que encumbraría su nombre, su historia, su trayectoria y su leyenda.
El 2 de enero de 1934 ingresó a la Policía Federal, como ayudante de tercera. Allí durante tres décadas agigantó su figura para convertirse en el federal más respetado de su tiempo y su accionar creó en torno de él un aura mítica, que sirvió para que a veinte años de su retiro, el escritor Carlos Sampayo y el dibujante Francisco Solano López, crearan su historieta “Evaristo”.
De físico imponente, peinado a la gomina y con rostro anguloso de rasgos muy marcados, vestía siempre de traje gris oscuro o negro, con sombrero funyi, como los que usaba Carlos Gardel. Había dos cosas que siempre lo acompañaban el cigarrillo en la mano y su 45 siempre pegada a la pierna derecha.
Si bien creía que muy pocos ladrones podían enderezar su camino, guardaba la esperanza de que lo hicieran y a muchos de los que encerró, les consiguió al salir un trabajo decente. “A lo mejor se cruzan con una mina piola y deciden andar por la buena…” solía decir.
Una anécdota que muestra su postura sobre la costumbre de detener a gente por su aspecto, cuenta que hizo soltar a un hombre cuando vio que tenía los zapatos rotos, “lo menos que debe hacer un buen ladrón es afanarse un par de timbos. Acuérdense: los delincuentes de verdad andan en coche, bien trajeados y con las uñas lustradas” explicaba.
Su fama de incorruptible y de recio podía verse en frases que lo pintaban de cuerpo entero como “los chorros le tienen miedo a la condena porque saben que conmigo no hay arreglo” o “hay que enseñar a disparar lo menos posible. Pero, si es necesario, no hay que errar”.
Era un tipo duro que manejaba como nadie los códigos de la calle, conocía las leyes del hampa y por eso fue el peor enemigo de los criminales más peligrosos del país. Cuando estuvo al frente de la brigada de Robos y Hurtos, en la época de oro de los robos a los banco entre 1957 y 1962, supo tirotearse con los mismos criminales que le profesaban su respeto, porque era alguien como ellos, pero del otro lado de la ley.
Los ladrones y asesinos más pesados de su tiempo fueron enfrentados y apresados por Meneses: Jorge Villarino, Juan José Laginestra, el Loco Prieto, José María Hidalgo y Manuel Pardo. A todos los metió presos. Su balance aún hoy causa envidia, 1.117 robos esclarecidos en su carrera. Más que los que resuelven los comisarios de todo el cuerpo de la Federal en un año.
Pero tanta contracción al trabajo y tanta efectividad en el mismo le hizo ganar enemigos dentro de las fuerzas policiales y no eran pocos los que ya no lo querían en las calles, así que durante sus últimos años lo mandaron a hacer trabajo de oficina.
Pero antes de pasarlo a retiro, intentaron mancillar su imagen diciendo que era dueño de un cabaret o que tenía bajo su control una flota de taxis, nada de eso era cierto y la imagen de su rectitud quedo impresa en la frase que publicó un periodista que sentenció “el único hombre con autoridad en Argentina se llama Meneses”.
Tras su retiro se convirtió en pintor e investigador privado, pero quizás la prueba más tangente de su decencia fue su pobreza. Murió en 1992 solo y sin un peso, pero su leyenda aún sigue viva.