Cultura

Es imperativo que la escuela acepte el reto de transformarse

Por Gustavo de Elorza Feldborg

El libro “Revolución del aprendizaje en tiempos de lo digital. Nuevos territorios educativos Siglo XX”, escrito por Gustavo de Elorza Feldborg, se presentará el próximo viernes 23 a las 18 en el Paseo Aldrey (Las Heras 2602). El autor y especialista en educación propone en este artículo repensar la escuela teniendo en cuenta el contexto de auge de las nuevas tecnologías.

Alain Finkielkraut decía, ya en 1987, que tenemos una escuela moderna, para estudiantes postmodernos. Y su diagnóstico sigue vigente hoy día, treinta años después. Los educadores debemos reinventar la escuela —reiniciarla, diríamos con un lenguaje más cercano al tema que proponemos— a condición de que si no producimos una verdadera revolución en el enseñar y el aprender la escuela quede definitivamente obsoleta.

La escuela, como transmisora de conocimientos socialmente válidos, es decir, válidos para la sociedad en la cual se inserta, debe plantearse seriamente cuáles son hoy esos conocimientos socialmente válidos y si es ella la única institución encargada de transmitirlos, toda vez que el conocimiento circula por fuera de ella y sin su asentimiento, en esta sociedad global de la información y el conocimiento. Porque ya no se necesita de la escuela para transmitir ni para hacer circular el conocimiento. Existen otras redes, muchas, con multifacéticas y proteicas sinapsis, conformando novedosos sistemas de educación. Entonces, ¿para qué sirve la escuela?

Los estudiantes, los milenials, se encuentran sumergidos en muchos y variados saberes. Nacieron y viven en la sociedad del conocimiento y la información, y la escuela no debe seguir estática en su rol del siglo XIX. Mientras que la escuela no sea política de Estado, mientras no se dediquen los esfuerzos, los recursos y el capital intelectual necesario, ir a la escuela será como ir a un museo: allí una vez hubo conocimiento vivo y en estado fluido. Ahora hay fósiles en exhibición.

Los estudiantes van a ella, toman notas, miran con asombro o aburrimiento los ejemplares estáticos en las distintas salas, y luego continúan con su vida. Con su verdadera vida. Esa que los espera afuera y para la cual nadie los está preparando.

La escuela ya no puede solo colaborar con el fluir del conocimiento sino volverse disruptiva. El rol que debe asumir es el de poner en cuestión, problematizar, preparar para pensar el conocimiento, más que para hacerlo llegar al estudiante. Porque, si hablamos de “llegar”, el conocimiento o los conocimientos pueden prescindir de ella para llegar a los estudiantes, o dicho de otro modo, los estudiantes de hoy viven en el conocimiento, lo tienen a la mano a solo un click, lo llevan en su bolsillo adentro de un smartphone y no necesitan encerrarse en un aula para acceder a él.

En esta era de la tecnología-accesible-para-todos, en esta sociedad de la información y el conocimiento, es imperativo que la escuela acepte el reto de transformarse, revolucionando sus prácticas docentes, sus perspectivas pedagógicas, sus objetivos y sus medios.

El primer desafío consiste en admitir que la accesibilidad a las tecnologías, a las redes, a las nuevas formas de comunicación y a internet la han desplazado definitivamente de su rol detentador del saber.

Desde su iniciación hasta hace muy poco, quien deseaba saber debía pasar por la escuela: el conocimiento se impartía y habitaba en claustros. Ya no es así: los saberes se han independizado y circulan libremente, alimentados permanentemente por millones de usuarios a través del mundo. Sin fronteras, sin aulas que lo encierren.

Aceptar este cuadro de situación desestabiliza, es cierto. Pero puede colaborar para dar a luz una nueva escuela, que no apueste al fracaso de aferrarse a la tradición y en cambio descubra que debe cambiar. En otro tiempo transmitía paquetes cerrados de conocimientos que cambiaban lentamente de una generación a otra, y cuya invariabilidad era un valor.

La velocidad de transformación a la que están sometidos en la actualidad todos los conocimientos descoloca a la escuela y a los docentes de su rol transmisor, y traslada su poder disruptivo a la posibilidad de hacer pensar, de abrir un espacio donde sea posible el pensamiento, la duda, el cuestionamiento y hasta el disenso.

Habilitar el espacio en lugar de obturarlo con saberes cerrados. Habilitar la pregunta más bien que ofrecer respuestas. Porque no es tan importante el contenido del conocimiento, como la capacidad de reflexión sobre él. Y este es el primer desafío: cambiar el rol docente para cambiar la escuela, o cambiar la escuela para cambiar el rol docente.

El segundo desafío tiene que ver con que este nuevo territorio educativo no se da en el vacío, sino mediado por la revolución que implicó la avalancha de cambios tecnológicos, en una espiral de desarrollo sin igual, de los últimos treinta años.

Los estudiantes —esas personas que siguen manteniendo las costumbres instaladas socialmente de asistir a la escuela cada día, varias horas, cinco veces a la semana— viven conectados, en una sociedad de pantallas (Tv, Pc, Telefonía celular), y, paradójicamente, en esas horas en las que culturalmente está indicado que ellos accedan al conocimiento —es decir en la escuela— los profesores les piden que se desconecten, los obligan a apagar sus celulares, pretenden que sólo los escuchen, que no hablen, no se muevan, y reciban el conocimiento unilateralmente, como si todavía siguiera vigente ese paradigma pedagógico.

Una escuela así está condenada al fracaso.

El segundo desafío es, entonces, enseñar con tecnologías. Resistir a esta marejada tecnológica sólo hace ver con qué fuerza la ola está golpeando las compuertas de nuestra escuela y cómo, más tarde o más temprano terminará haciéndolas ceder para instalarse definitivamente en ella.

El cambio ya es un hecho. Acompañar el cambio es la única salida. Y más: prepararse para cambiar permanentemente, poniéndose un paso delante de las transformaciones, es la opción más inteligente.

Aun cuando las tecnologías no se apliquen directa y deliberadamente al aula, de una forma u otra tanto docentes como estudiantes están inmersos en ellas en la vida cotidiana, en relaciones y entrecruzamientos permanentes que atraviesan todos los procesos sociales, entre ellos también a la educación.

Por eso es de vital importancia capitalizar ese caudal de posibilidades a favor de enriquecer el proceso de enseñanza-aprendizaje, en un escenario que ya no es el mismo —y ni siquiera semejante— a aquel en el que los docentes fueron ellos mismos formados.

Frente a las nuevas demandas, las nuevas expectativas y los nuevos desafíos que plantea la cibercultura, la peor respuesta es la inercia intelectual: pretender transitar el territorio on con la actitud, las herramientas, o la formación obtenida en el territorio off.

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