Opinión

Es igual y un poco distinto

Por Nino Ramella

Ando por las calles que fatigué mil veces, pero esta vez las sensaciones -y sobre todo mis pensamientos- me hacen ser consciente de lo que estoy viviendo. Ya no camino como antes sin prestar atención al trayecto y a mi entorno. Ahora reparo en los edificios, que permanecen… y en la gente que sigue cumpliendo algunos viejos ritos pero que ya no es la misma. El elenco es otro y yo también.

Es raro verse a uno mismo como si fuéramos alguien que camina a nuestro lado. ¿Porqué siento que de alguna manera soy un forastero en la ciudad en la que nací y me críe…en la ciudad que definitivamente me constituye?

Una noche de verano en el centro marplatense puede no ser muy distinta a lo que era hace 40 años. Pero yo no la reconozco. La salida de los teatros, los comederos, las calles peatonales con improvisados artistas para ganarse un mango, autos con música a todo volumen, el patrullero en una esquina… nada parece haber cambiado mucho. Acaso algo más pauperizado, pero en esencia lo mismo. Sin embargo…algo me conmueve.

Algunas personas me saludan. Devuelvo el gesto por cortesía. Estrujo mi cerebro, pero no hay caso. No los reconozco. En cambio mi memoria rescata actores de otros tiempos de mi vida…muchos que ya han partido de la de ellos. Y la evocación me lleva a los hábitos de mi juventud, a los lugares de encuentro…a esos que la ausencia de virtualidad nos obligaba a frecuentar.

¿Qué perdurará de la forma de ser de mi adolescencia en el chico que me cruza en Belgrano y Corrientes justo en la vereda de “Barracuda”, que antes estaba en la misma esquina pero de Santa Fe y Rivadavia? A lo mejor nada. O tal vez algo que no alcanzo a ver.

¿Cómo me miraría esa chica sentada frente al Casino si yo le dijera que ahí mismo donde ahora hay una fuente estaba la oficina en la que trabajé varios años?

Observo que todavía teatros y teatritos muestran que sus obras fueron nominadas al Estrella de Mar. Y me acuerdo de cuando éramos tan sólo ocho jurados para ver todas las obras del verano. Y me acuerdo también de los subterfugios a los que echábamos mano para hacer comentarios que no hirieran al director o productor -que nos esperaba a la salida- si no nos había gustado la obra.

Me acuerdo de un primer actor que frente a su camerino me tiró a la cara la lista de nominados al premio gritándome porqué no se lo daban a Massera, en el mismo momento en que un familiar directo mío había sido secuestrado por la Armada.

Cómo olvidarme que cada noche a la salida del teatro íbamos con José María Vilches y Willy Wullich a comer al club Mitre y que el maitre lo esperaba siempre con lo mismo (panaché de legumbres) y que Chemari para no desairarlo se lo comía aunque ya estaba harto del monomenú.

En el sitio en el que trabajé cotidianamente durante veinte años, la Corresponsalía de La Nación, allí en la peatonal entre Santiago del Estero y Santa Fe, ahora hay una zapatería. Entré el otro día para ver el lugar en el que maravillosas horas de mi vida pasaron entre emergencias y entrevistas. “¿Puedo ayudarlo en algo?” me preguntó un empleado. “Me temo que no”, le respondí. Se quedó mirándome como si yo fuera un extraviado.

Me pregunto qué me pasa. Cómo puedo sentirme a la vez extranjero y parte de un lugar. Y entonces viene como otras tantas veces a mi rescate el insuperable Georgie: “Cuando uno extraña un lugar, lo que realmente extraña es la época que corresponde a ese lugar; no se extrañan los sitios, sino los tiempos.”

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