Cultura

Entretextos: Se detuvo un lunes, un cuento de María de los Ángeles Boniardi

María de los Ángeles Boniardi nació en Villa Gesell y vive en Mar del Plata desde 2012. Se recibió de instrumentadora quirúrgica, posee un título en Teología y actualmente finalizó el diplomado en escritura creativa de la Universidad Tres de Febrero.

La cama es algo cuadrada. Encima, unas finas sábanas blancas y acolchado de plumas. Benicio apaga la alarma que suena a las cinco menos cinco como cada día de lunes a sábados; y hasta en domingos la deja, para dormir una hora más o tal vez dos. Apaga la alarma sintiéndose satisfecho de saber que le quedan unos veinte minutos más de tibio sueño. De disfrutar la cama, que, aunque es muy ancha y espaciosa, no es tan larga, entonces los pies de Benicio llegan justo al borde y en alguna oportunidad se ha levantado con dolor en los talones, por dormir boca arriba y estirado. Se da vuelta, sabe que en unos minutos se levantará y preparará café. Café intenso, negro, sin rastro de leche o azúcar, como le gusta a él y sobre todo los lunes. No planchará su camisa esta mañana, porque habrá sido lo último que hizo al acostarse la noche anterior.

Preparó su muda dejándola colgada de la silla y debajo de ella los zapatos, que cambia día por medio. Los lunes lleva los marrones, marrón oscuro, el miércoles los claros y llegando al fin de semana, los negros. Está especialmente inquieto esta madrugada, sabe que el domingo ya pasó, pero aún faltan algunas horas para declararse lunes oficialmente. Trata de volver a dormir un ansiado rato más, pega los ojos obligado y traga saliva que no tiene. Vuelve a dar vueltas incontables veces, hasta que se sienta en la cama y mira la hora; faltan cinco minutos para las cinco y le parece imposible que haya pasado menos de un minuto en su baile por la cama cuadrada y sus pensamientos. Casi se ruega a sí mismo el volver a dormir, pasa su mano por la cabeza para concentrarse en ello. Siente que pasan segundos y logra olvidarse de la presión de querer descansar lo que falta. Está seguro de que, si por alguna razón, él debiera levantarse a las cinco otro día cualquiera, le sería imposible.

Mas hoy, estando en la cama y despertando antes cuenta los segundos -o cree contarlos- que lo separan de su café, su camisa y su segura rutina matinal. Benicio vuelve a pasar la mano por su cabeza varias veces, entrelaza su pelo lacio, con algunas canas, sobre todo en las sienes y al frente, suspira y se acuerda de Larisa. Le apena que esa noche hayan discutido y ella decidiera irse al otro cuarto. Le apena tener que pensar que estará durmiendo en el cuarto del bebé, quisiera levantarse, tomarlo en brazos, darle un beso, prepararle él mismo la mamadera y mirar a Larisa descansar. Oírla balbucear algo en sueños, sin percatarse de que es él quien atiende al bebé, que no necesita sus reclamos para hacerlo. Siente las ganas que le faltaron o le vinieron faltando, desde hace un tiempo indefinido. No quiere ir a trabajar. Por primera vez en años descubre un recelo escondido por ahí, quién sabe dónde, contra su trabajo, la oficina, las cuentas. De repente le parece que tiene ganas de levantarse y faltar.

Llamar y decir que no quiere ir más. Levantar a Larisa a las cinco o a las seis y decirle cuánto la ama, implorarle que lo perdone por haberle sido casi infiel con su profesión, adicto a subir escalones imaginarios que siempre lo dejaban solo, más arriba de los otros, pero sin nadie al lado. Se decide, se va a levantar, no importa la hora, la alarma no suena. Entonces piensa, se habrá roto el aparato. Se sienta en la cama y saca los pies del acolchado azul oscuro, pero cuando quiere poner el pie en el suelo de madera, el de la habitación de su semipiso, no puede. Vuelve a la cama con una fuerza ajena a él mismo, como si un imán gigante lo hubiese atrapado a la cama. No quiere asustarse y prueba nuevamente algo más lento. Esta vez quiere salir usando otra táctica; primero los pies, con la cabeza apoyada, sin moverla. Va en diagonal al piso moviendo solo la cadera y las piernas, dejando rígido su torso y cabeza en la almohada, cuando está a punto de tocar el suelo, otra vez la fuerza los lleva arriba. Benicio grita algo que ni él entiende, empieza a transpirar, se da cuenta de que mientras sea en la cama, puede moverse.

Se acerca al reloj que da las cinco menos cinco, siente cómo se le asoman unas lágrimas, al registrar por primera vez que esta situación anormal es la suya. Grita fuerte para que Larisa lo escuche; si lo que está viviendo fuese real, ella vendría a ayudarlo, si fuese una pesadilla, quizás sus movimientos harían que lo despierte. Seguramente estaría al lado, durmiendo con su cubre ojos sobre la frente, porque nunca le daba el uso correcto a las cosas y eso ahora en particular, le gustaba de ella. Grita “Larisa”, hasta sentir que se le esfuma la voz y le da tos. Está desesperado, transpirar es lo de menos, ahora siente escalofríos que le recorren todo el cuerpo. Da puños a la cama, prueba la alarma y parece funcionar, si cambia la hora y pone las tres de la mañana, el reloj sigue su curso, pero no más allá de las cuatro cincuenta y cinco. “Lari, te amo”, “perdóname”, solloza. Quiere pensar que todo esto tal vez sea una venganza de ella. De esas bien orquestadas, como en las películas o en las series, donde alguien planea todo, y aunque en el momento parece imposible, todo tiene una explicación.

La única que se le ocurre es esa, una venganza. Pide perdón por las veces que no estuvo, reza, llora, siente que se duerme unos minutos u horas, cómo saberlo. Despierta, tira el reloj contra la pared. Y cuando lo hace vuelve a llorar, ya no verá más esos números y le da pánico. ¿Qué va a hacer? Se pregunta si acaso el que estuviera el reloj parado tiene algo que ver con que afuera, por la ventana, no despunte el sol, ni un rayo se advierte. No es solo el reloj, presume bien. Afuera no amanece. Larisa no contesta y entonces supone que, tal vez, ella está igual, queriendo salir de la cama pequeña; cerca de la cuna, en el cuarto, del otro lado del comedor.

Quizá grita su nombre y él no la escucha. Piensa en su bebé, si estará llorando sin poder salir de la cuna, o si estando ellos juntos del otro lado, sí pueden escucharse. ¿Cómo estarían en el edificio, y en el de enfrente, su jefe habría podido salir de la cama esa mañana, en qué hora se habría detenido la alarma de su reloj, o de su celular? Benicio no puede alcanzar el suyo por estar cargándose, como a tres metros de la cama. Imagina a su mamá llorando como él, a cientos de kilómetros, en su ciudad natal; aunque fuese algo que jamás iba a saber. Se propone levantar, pararse en la cama; mientras no salga de ella o pise el suelo, parece funcionar. Intenta tomar su dispositivo, piensa cómo hacer para llegar hasta él, sin pisar el parquet.

Tiene un cinturón a mano, quedó apenas colgando al final de la cama, en un descuido de él y su orden. Agarra el cinturón con fuerza y prueba alcanzar el perchero de pie, vacío, porque a él le gusta guardar todo en su lugar. Le parece imposible tirarlo con eso, con el enojo encendiéndole los ojos, prueba varias veces. Por ahí se detiene, en medio de sus esfuerzos, porque cree escuchar algo afuera, o al otro lado del pasillo, pero agudiza el oído unos segundos y nada, ni adentro ni afuera. Ya pierde la cuenta de las veces que arroja el cinturón hacia el perchero, lo arroja una más, con tanta fuerza que logra tambalearlo, vuelve a golpear en el mismo lugar y lo tira, el perchero cae al suelo y hace ruido. No puede creer escuchar algo que no sea su respiración entrecortada.

Se agacha y no toca el piso, solo el perchero. Planea todo, y aprovecha para descansar de la reciente maniobra; está sentado en la cama en sus pantorrillas y el perchero sobre sus muslos; quiere llegar al celular porque es la esperanza más viva que tiene, poder pedir ayuda, saber si los demás están igual. No sabe qué esperar, pero tiene que tenerlo en sus manos. Mientras se estira desde la cabecera izquierda, haciendo toda la fuerza que está a su alcance con una mano, intenta arrastrar el cable, desconectarlo; se desprenden los dos, cargador y dispositivo, este último vuela por el aire y en un arrebato épico logra atraparlo. Se acuesta, apretando el celular con ambas manos contra el pecho e inhala profundamente, antes de sentarse y prender el botón. Ahí los ve, los pequeños números blancos, como verdugos marcando cinco para las cinco. La batería llena, la foto de fondo de pantalla iluminándole la cara y detrás de la copa que levantan en la fiesta de ascenso, la mirada penetrante de Larisa, con su mano derecha acariciando su panza prominente y en su boca dibujando una resignada mueca.

Biografía

María de los Ángeles Boniardi nació en Villa Gesell y vive en Mar del Plata desde 2012. Se recibió de instrumentadora quirúrgica, posee un título en Teología y actualmente finalizó el diplomado en escritura creativa de la Universidad Tres de Febrero. Desde 2018 comenzó a formarse en talleres de narrativa con Emilio Teno y Mariano Taborda, entre otros. Ha trabajado redactando artículos para sitios web, formó parte de antologías, como “Antología del Mar” presentada en la feria del libro en 2022 y también ha colaborado en varias obras por medios digitales. En 2023 participó en la columna de la revista de editorial, Elefante Editores, Portugal, y en 2024 se publicó su poemario “Simulacro”.

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