"Narú", "El gesto mago" y "La uruguayita" son los textos que comparte con LA CAPITAL una autora que, como ha vivido en diferentes lugares, define el movimiento como su lugar y la escritura como su centro solar.
Amanda está sentada. La mesa no tiene platos ni hay el olor a las tardes en que ella me mira, dice “Narú”, yo voy, y me da un trozo de pan.
Los otros no se escuchan en sus cuartos ni llegan por la tranquera. Vuelve a pasar que el sol se está anaranjando y ella no prepara el mate para sentarse a mirar cómo resbala por detrás del junquerío.
La última vez que hubo mate estaba La Mónica, que se apretaba la panza para juntar las cosas desparramadas en el piso.
-¡Qué quilombo! Te cebo unos mates, ¿querés? Comé una galletita al menos-. Amanda no se la comió y yo me acerqué, pero no me vio ni me dio nada.
Cuando La Mónica se fue, Amanda durmió y durmió. Yo le lamí los pies para avisarle que en la cocina estaba por sonar la radio, a ella le gusta cantar. Pero la radio no sonó con el clareo del día y quizás por eso quiso seguir dormida dos o tres noches más, en las que yo salí varias veces a ver la tranquera y tomé del rocío de las plantas.
Hoy, cuando la luz del mediodía le pegaba en la cara, abrió los ojos y los dejó fijos como hacen los búhos, que uno nunca sabe qué ven, o si no ven nada. Al rato, el rayo del sol se corrió de la cama y ella se levantó detrás de él, seguro le dio frío. Después, abrió el placar y sacó una valija. Yo miré la entrada, porque cuando Amanda se va con una valija La Mónica viene y me da de comer. Pero La Mónica no venía, Amanda miraba la valija abierta sin hacer ninguna cosa, y yo me metí adentro para que al menos dijera “¡Narú!”, pero, en vez, se fue al comedor y ahí está sentada.
El frío debe seguir dando vueltas cerca de Amanda, que puso todos los troncos de la leñera en el hogar y ahora se queda mirando la llamarada. Debe ser un frío de los que no quieren irse, porque ella mete cosas y más cosas, y ya no quedan libros, ni ropa, ni fotos, también rompe una silla y arranca la tapa del piano.
El calor me apelmaza los pelos, me pego contra la pared, las lenguas del fuego relamen la chimenea. Amanda sigue tiesa mientras su sombra se agita a sus espaldas. Temo por ella, ladro, pero está ciega de frío.
Los otros no están y nadie llega. Voy a seguir el rastro de La Mónica.
En la tranquera ningún silbido viene a detenerme. Salto. Corro, corro campo traviesa. El rocío no alcanza para la sed, huelo las napas, escarbo en la humedad de los pastos. Una piedra me sangra la pata. Troto. Alzo mi nariz. El olor de La Mónica se ha disipado, ya no navega como un hilo por las estrías del aire. Habrá resbalado en la boca negra de la tierra, me digo. Entonces, arrastro la pata y me esperanzo rumbo al junquerío.
Cuando la fuerza de gravedad quedó abolida, los grandes problemas de la humanidad se desvanecieron. Ni economías, ni culturas, ni guerras: la cuestión se redujo a sostenerse. Para mí, que vivo en medio del campo, la cosa ocurrió sin el espectáculo de las ciudades. Ahí, los que andaban por las calles se levantaron en un vuelo inesperado, semejaron pájaros con ropa, oscurecieron el cielo y enseguida se perdieron de la vista de quienes quedaron retenidos por los techos de sus oficinas o sus casas.
Yo dormía mientras pasó, y acaso para mantener el dormir soñé que estaba dentro de un globo y que volaba. Finalmente desperté, entonces creí que el sueño continuaba porque tenía la cama aplastándome una pierna y el vestido que había dejado sobre la silla cayó, ¿o subió?, tapándome la cara.
Pensé en un terremoto, un huracán u otro desastre natural que hubiera podido arrastrar mi casa, voltearla del revés contra la tierra. Pero cuando logré alcanzar la ventana de la habitación, vi las ramas del sauce llorón apuntando hacia las nubes, los corrales vacíos, y el rancho de los López con un agujero en el techo, un agujero distinto al que uno espera cuando la paja cede porque las vigas se quiebran, muy por el contrario, era como si de adentro le hubiera salido un torpedo. Todo eso veía yo, girando la cabeza del cielo al pasto y del pasto a cielo. Todo eso pensaba yo, mirando el rancho de los López con su reventón en el techo.
Cuando se hizo de noche, la luna alumbró como un foco de piso. Un gato que estaba en el revés de una rama dejó de maullar, se había cansado, pobrecito. Lo vi caer hacia el cielo, parecía la sombra de una estrella fugaz.
Algunas comunicaciones fueron posibles por un par de días, y los pocos que pudimos hacerlas nos dijimos adiós. Imagino que la gente en las ciudades duró más tiempo. Quizás porque estaban con otros, lloraron, se inclinaron por organizarse. En cambio, yo vislumbré la ventaja de la situación nueva: era estar en el curso de una potencia lenta, su naturaleza vibraba dentro mío al igual que en las entrañas de la tierra. Así, aunque yo siguiera unida por el contorno de mi piel, la respiración y el recorrido de mi sangre se modulaban mucho más por ese rumbo que por una disposición interior. Ni ser ni tener revestían importancia. Las categorías, los motivos, los sentidos de las cosas, quedaron totalmente perimidos. Tal vez por eso, jamás sentí miedo y sí asombro, una emoción maravillada. Haber hecho, haber sido, en nada valían distinto que la hoja del árbol o la gota del agua. Por fin también se desanclaba el amor.
Cuando la loza empezó a ceder, no sentí la necesidad de aferrarme. Primero la luz se filtró tenuemente, el techo se marmoló como si fuera de cuarzo. Después se desgranó, y bajo mis pies hubo sólo resplandor. A medida que gané distancia, dejaron de existir las coordenadas. La tierra desagregó la suma de sus piezas, y junto con la esfera quedó olvidada cualquier otra geometría.
Polvo que vuelve al polvo, la última conciencia que tuve de mí fue un foco propio de calor que se sumó también al de la caravana. Después el cuadro entero, como si fuera un big bang al revés, desapareció igual que un pañuelo en el gesto mago de un puño.
Camino por Colonia. Me detengo en la costa. Pienso en esta punta de la tierra que se adentra en el rumbo del Río de la Plata. Imagino que se desprende, que el río la arrastra. ¿A dónde iremos a parar las casas y yo por el cauce de las aguas?
Iremos al mar. Seremos una isla. Hasta que la tierra se rompa y se divida. Entonces, seremos barcos, seremos una flota.
Y luego, el viento sopla.
He roto una vela. Me ato al mástil quebrado de la otra. ¿A dónde iremos a parar las velas y yo por el camino del aire? Iremos al desierto. Seremos un oasis. Hasta que el sol nos haga fuego. Y luego, el viento sopla.
Nací lejos. El trayecto de España a la Argentina se repitió en mi vida las veces suficientes como para enredar mi apellido, llenar mi biografía de aclaraciones, atarme al amor por carta, desplazar el amor a las cartas, y definirme con tantos otros detalles, como por ejemplo cambiar de acento con total naturalidad. Todo en mi vida es distancia, y no me quejo ya por eso: el movimiento es también un lugar. Me recibí de psicóloga a los 23 años; desde entonces, el mundo de los otros que escucho me permite habitarlos desde mi extranjeridad. Hice mi residencia profesional en Mercedes, viviendo entonces entre CABA y esa ciudad. Orbité el Acceso Oeste escuchando música y leyendo poemas. Más adelante, el campo anidó en mí y me radiqué en la Villa de Luján. Los dos hijos que aquí sembré son el eje de mi rotación. Escribo, ese es mi centro solar.