Isabella de Jesús Bautista vino a la vida en Guadalajara, Jalisco, México. Estudió ballet folklórico en la Universidad de Guadalajara y en su temprana juventud fue charra profesional. Encabezó un espectáculo al lado de su caballo amaestrado El Albur. Los avatares del camino la han llevado a vivir en diferentes países, entre ellos, España, EE.UU., Canadá y Argentina.
Lo ves llegar y no sabes a dónde fue a parar la tormenta que antaño acompañó sus ojos.
La choza está impecable. José, tu hermano mayor, dejó preparada la comida sobre el fogón. Al regresar de la escuela allá abajo en el rancho, después de regado, barriste el suelo de tierra apisonada, con la escoba. Esa escoba de mano hecha de tallos vegetales secos, huecos, flexibles y dorados que arrea tierra polvosa como si fueran sueños y pone todo pulcro.
Tus hermanos cuentan que hace nueve años la madre de todos se marchó. Sientes el arañazo duro de la envidia al pensar que ellos sí pueden recordarla. Al amanecer, Jacinto, otro de ustedes, se encarga de llevar el nixtamal al molino, ese maíz de la labor cocido con cal y lavado a conciencia. A su regreso tu padre hace las tortillas; antes de irse a sus labores, saltea los frijoles en manteca, los aplasta con la cuchara de madera, más que tosco, igual que se aniquila lo infausto cuando asola el recuerdo. Asa y muele jitomates con chile y un diente de ajo, para el desayuno.
Durante la ordeña trata a las vacas a puntapiés; azota al burro cuando no se presta a que lo ensille, dirige la yunta entre maldiciones y soguillazos para que dé la vuelta al llegar a la cabecera del surco, y en casa habla sólo lo indispensable.
Al regresar por la tarde, como lo hace en este momento, calienta su comida en silencio y la despacha. Le gusta hacerlo a solas. Cuando baja al caserío trae comestibles, unas golosinas, y muy de vez en vez, viendo que alguno por poco anda descalzo o roto en las remendaduras, acarrea un par de guaraches o alguna prenda de vestir.
Te gusta observar cómo le brilla la mirada al verlos contentos.
Cuando lo ven entrar, callan. Cuenta tu hermano José que, abandonados por tu madre, los primeros días todos lloraban entre preguntas insistentes, sobre cuándo regresaría. Que él recuerde, fue la última vez que tu padre les acomodó sus cintarazos. Tú no te acuerdas porque no habías cumplido ni un año de nacido.
En el rancho casi nadie les habla.
Has ido hilvanando las causas poco a poco, como quien junta granos dispersos de una mazorca arrinconada.
Durante las vacaciones de la escuela se van a la sierra y ayudan a tu padre elaborando carbón para llevarlo al pueblo. Allá, Eustaquia, la encargada de una de las fondas del mercado, también nació en el rancho. Te gusta almorzar en su negocio y escuchar sus historias. Te ha agarrado buena voluntad. Hasta prometió presentarte a uno de sus hijos casados para que te invite a la ciudad.
Hace ilusión conocer esos carros llevados por hilos que penden de los postes. Eustaquia dice que se llaman tranvías. Sólo a ti te trae tu padre al pueblo en la acarreada de los costales de carbón.
La vieja conoció a tu abuela. Pediste que te hablara de ella. Te lo iba a contar, que conste, dijo, porque alguna vez lo tenías que saber, y qué mejor oyéndolo de una persona con experiencia, pero no se lo digas a tu apá, advirtió.
La mamá de tu padre, según ella, fue una mujer agraciada a quién le gustaron mucho los señores y poco la atención de la casa y los hijos. Dijo que tu abuelo no la metía en cintura porque le temía. Era muy alebrestada. Eustaquia cree que le había pisado la sombra. Y cuando las mujeres hacen eso, su hombre ya no puede contrariarlas en nada.
Para que los parroquianos no la oyeran, te confesó en voz baja que cuando tu abuelo se emborrachaba, cosa que hacía una vez al año el día de la fiesta patronal, le juntaba los rencores y bien a punto ebrio, le arrimaba su buena zurra.
Para ti fue raro imaginar a tu padre creciendo entre ese tipo de borlotes.
Él es un hijo más de esa abuela que, igual que los otros, no se parece a ninguno de tus tíos o las tías.
Otra vez la arrugada fondera platicó que cuando tu progenitor se matrimonió con tu madre, tal vez debido a esa infancia, siempre la trató de manera violenta. De ahí que le fincara la casucha de adobe más que alejada de la ranchería. Rara vez la sacaba de paseo. Ni siquiera permitía que la partera fuera a atenderla cuando se precisaba. Cuando uno es de rancho aprende pronto y entiende de estas cosas.
Has ido sabiendo todo poco a poco, mientras tu padre después del entrego en el mercado, hace su acostumbrada visita a la cantina. Cuando te despides de la buena mujer, encaminas los pasos rumbo a la banqueta afuera de ese sitio, para esperarlo. Él sale dos horas después, algo sarazo y menos hosco. Te hace la seña para ir al mesón por la carreta y, en silencio, toman el sendero de regreso.
¿Por qué me dicen “El Nudo”, Eustaquia?, preguntaste una mañana a la mujer. La vieja suspiró; sus ojos redondos y relumbrosos de gata añeja miraron hacia el empedrado de la calle antes de contestar. Pidió que le juraras que no dirías a nadie quién te lo había contado y luego, arrepentida, como regañándose, se puso a limpiar las mesas de la fonda con energía, y a colocarles encima las sillas. Fuiste tras ella y le rogaste que hablara. Se te frunció el pecho. Aguantarías; debía ser algo fuerte lo que todavía se guardaba, ya que no había tenido empacho en soltarte tantas cosas sobre la abuela… Ahora entiendes por qué tu padre nunca la visita, ni la menciona en casa. Por qué le disgustan todas las mujeres, por qué jamás permitió que alguna parienta fuera a verlos, y ni siquiera conversa con Eustaquia, cuando te deja de paso por la fonda. Sólo le hace una seña a manera de saludo y se va.
De acuerdo a su confidencia, tu padre, cierta ocasión, bebido, había declarado a unos amigos que cada vez que tu madre daba a luz, él mismo la atendía, y si tenía una hembra, al momento de nacer la ahorcaba con la misma tripa del ombligo. Luego salía del jacal, y llegaba al paredón. Le amarraba un piedra cualquiera y la aventaba al río. Eustaquia te miró. Pasaste saliva, te esforzaste en que tus ojos disimularan el pasmo, y la urgiste a seguir. Continuó diciendo que tu madre siempre le guardó pavor. Nunca pudo atreverse a enfrentarlo. Por eso, tú y los otros varones de tu casa, algunos se llevan varios años.
Según su relato en la cantina, viniste al mundo a la hora de los coyotes, cuando la noche tiene la negrura espesa de los pozos. Antes de ti, años atrás, habían nacido dos chiquillas, y él, a la débil luz del quinqué, pensando que también lo eras, ya estaba tomando el cordón de piel para ponerlo alrededor de tu cuello, cuando, para quedar seguro, se le ocurrió pasar la mano una vez más entre tus piernecitas. Al sentir el bulto de tus partes respingó, y pensando que por poco te estruja el resuello hasta dejarte muerto, abrió de par en par tus piernas y dijo haberte visto “el nudo”.
Desde entonces los conocidos que lo acompañaban en la parranda, quiso concluir Eustaquia…
Sí, la interrumpió tu voz cargada de amargura, me apodaron “El Nudo”.
Antes que cumplieras un año, tu madre no pudo aguantar más ese tipo de vida y escapó.
Poniendo el brazo protector sobre tus hombros, Eustaquia te aconsejó no la juzgaras. Sácale la vuelta al rencor, mijo, sentenció, que eso sólo sirve para enlodar la vida.
Lo más seguro es que tu madre estuviera esperando otra criatura, y ante la duda de saber si era niña y el destino que le aguardaba, prefirió huir para salvarla.
Tu padre ha terminado de comer. Se sirve un vaso de agua del cántaro. Lo bebe y se levanta.
Toma el cesto de la ropa sucia de la familia, saca de su morral dos piezas oscuras de jabón mercadas en el rancho, y se aleja ensimismado, con dirección al río.
Ojalá algún día también pueda lavar lo que le resta de remordimientos, piensas, y te desentiendes por última vez de ese tipo de ideas.
Te hace ilusión conocer los tranvías.
Biografía
Isabella de Jesús Bautista vino a la vida en Guadalajara, Jalisco, México. Estudió ballet folklórico en la Universidad de Guadalajara y en su temprana juventud fue charra profesional. Encabezó un espectáculo al lado de su caballo amaestrado El Albur. Los avatares del camino la han llevado a vivir en diferentes países, entre ellos, España, EE.UU., Canadá y Argentina. Hoy por hoy se dedica a la literatura. Reside de nuevo en su país, en la ciudad de Aguascalientes. Los géneros en que se desenvuelve son la poesía, el relato, los haikus y la microficción. Actualmente, da los toques finales a su ópera prima, una novela de la que se reserva el título.