Cultura

Entretextos: “Adelante estarían el horror y el caos” de Didier Rodríguez Robles

El autor panameño comparte una crónica con los lectores de LA CAPITAL.

Por Didier Rodríguez Robles

Veinte minutos antes, justo cuando las primeras llamadas reportaban el incendio al 911, el inquilino del final del pasillo despertó atragantado por un acceso de tos. Algo le agarrotaba el pecho y le escocía los ojos. Se sentó de golpe, inundado por un miedo atávico que le trababa el entendimiento: humo, humo, humo, no entendía nada más…, nada.

-¿Qué pasa?- chilló su mujer a su lado, y enseguida un ataque de tos le impidió seguir hablando.

El grito de ella provocó que, de pronto, su mente se destrabara. Fue un destrabe violento, como la liberación repentina de un resorte comprimido: ¡se quema la casa, nos quemamos!

-Fuego- gritó y, a tientas, encontró la mano de su mujer y la haló para sacarla de la cama.

Se tropezó con algo y los dos fueron a dar al piso. Por alguna razón el humo estaba menos concentrado allí abajo, y eso le engendró algo parecido a la esperanza. Llegaron a la puerta de su pieza, la abrieron y los golpeó una bocanada de aire calcinante. Eso los detuvo, pero debían seguir, si querían salvarse, debían salir de ese infierno.

-¡Mamá!

En ese momento el hombre recordó que su madre estaba en la otra habitación y fue por ella.

La encontró junto a la ventana. Sollozaba con las dos manos enganchadas a la verja de hierro y la cara pegada a los barrotes, tratando de atrapar algo de aire fresco.

Le costó arrancarla de la verja, la tomó en brazos y regresó con su mujer, que pedía ayuda a gritos.

Una delgada línea de difusa luz amarillenta, como un halo, enmarcaba la puerta. Cuando agarró el pomo para abrirla, sintió un dolor terrible y soltó un alarido.

Se volteó hacia donde sabía que estaba la mesa que servía de comedor y le arrebató el mantel que la cubría, y con el mantel protegiéndole la mano giró el pomo. Haló, pero la puerta estaba trabada, volvió a tirar, esta vez con la fuerza que da la desesperación, y la puerta cedió de golpe y, por la inercia, él cayó hacia atrás.

Las llamas entraron anhelosas del oxígeno que todavía quedaba en la casa, y entraron tan rápido que lograron quemar la cara y pecho desnudo del hombre antes de que se desplomara en el suelo.

Afuera el fuego zumbaba, gruñía, chasqueaba, rechinaba…

Al día siguiente los encontraron debajo de unas tablas quemadas y en medio de un charco de agua teñida de carbón.

-Capitán, ¿qué cree que pudo haber sucedido con los que murieron en el incendio?- le pregunté a un oficial del Benemérito Cuerpo de Bomberos, quien prefiere que mantenga su nombre en secreto.

El capitán (que tampoco es su verdadero grado dentro de la institución) se me quedó mirando. Por un momento pensé que me diría algo como: ¿y cómo mierda quieres que sepa? Pero no lo hizo, al final suspiró y me contó sus propias experiencias y una docena más de anécdotas de sus compañeros.

Con todo eso escribí la escena de arriba. Esa escena toma retazos de lo que les sucedió a otras víctimas de otros siniestros similares, diez o doce que sí pudieron sobrevivir, tal vez no sea lo que les pasó a los del caserón de La Calle del Dragón, pero bien pudo haberles pasado.

Según el capitán, no es extraño que las víctimas no se despierten con los gritos de sus vecinos, muchos declaran que lo que les despertó fue el humo. Además, y esto es bastante evidente, si te levantas en medio de la oscuridad y sofocado, la confusión es completa.

Cuando comentó que algunos habían evitado morir intoxicados al arrastrarse por el piso, recordé haber visto eso en una serie de televisión.

“… la parte inferior de las habitaciones, lo más pegado al piso, tiene el aire más respirable”, me dijo arrastrando una mano sobre su escritorio. “Eso se debe a que el aire caliente y contaminado es menos denso y sube”.

También me describió lo que ocurre cuando hay un fuego declarado en un espacio cerrado y abres la puerta: las llamas pueden entrar de forma explosiva. “Eso se llama backdraft”, me dijo, “y es total y absolutamente aterrador”. Yo recordé haberlo vivido, fue hace quince años. Afortunadamente ocurrió durante un entrenamiento para extinguir incendios, por tanto, fue una situación controlada.

Volviendo atrás, a la mañana del 3 de junio, al día siguiente del fuego, uno de los reporteros logró que el teniente que lideraba la investigación se acercara a su micrófono. El camarógrafo había logrado un ángulo perfecto: detrás del entrevistado se veían otros bomberos removiendo escombros y moviéndose con cuidado entre despojos humeantes.

Las preguntas no fueron diferentes a otras entrevistas similares:

-¿Ya saben qué provocó el incendio?

-No, todavía no tenemos nada claro.

-¿Cuántas víctimas?

-Veinticinco personas. Asistencia Social del Municipio los albergó en hoteles de por aquí cerca.

-Nos informaron de tres desaparecidos, ¿encontraron los cuerpos?

Esa última pregunta descolocó al teniente. Miró el adoquinado de la calle, se balanceó pasando su peso de una pierna a la otra. Cuando levantó la vista, no miró a la cámara. Yo vi la entrevista por televisión y juraría que sus ojos se habían humedecido repentinamente.

-Sí, los encontramos -su voz: quebrada-. Un hombre de cuarenta años, su esposa y su madre.

Volvió a mirar hacia los adoquines. El periodista se mantuvo en silencio pero no le quitó el micrófono de la cara y el teniente continuó.

-Encontramos al hombre cubriendo los cuerpos de su madre y su esposa, como queriéndolas proteger hasta el último momento… Yo…, yo…, yo debo volver al trabajo, disculpe.

Le dije al capitán que me había sorprendido la reacción del bombero que había aparecido en el noticiario. No esperé nunca, le comenté, que se quebrara de esa manera frente a las cámaras.

-Hay todo tipo de gente, hay de esos que muestran lo que sienten y otros que no demuestran nada. Pero hasta esos que no demuestran nada, se les llena de mierda la cabeza, traen esa mierda al trabajo y se la llevan a sus casas.

-Pensaba que estar en continuo contacto con este tipo de tragedias los endurecía-, le dije.

Él bajó los ojos, tal vez buscando las palabras correctas.

Siguió sin mirarme:

-Muchos llevamos cicatrices por dentro, no es fácil ser duro cuando ves bebés calcinados y pestilentes. Te afecta, te desequilibra interpretar los hallazgos, imaginar lo que las víctimas hacían o pensaban en esos últimos momentos de desesperación. Sí, es verdad que te jode más cuando estás “green”, pero hay vainas que hacen que se caguen hasta los más curtidos.

“En mi opinión, lo peor es el sentimiento de que todo eso pudiera evitarse. Si nosotros tuviéramos más recursos y el respaldo de leyes, podríamos inspeccionar los edificios más riesgosos. Y subsanar los peligros a través de otras instituciones gubernamentales o de medidas coercitivas hacia los dueños de esos inmuebles.

“Es que un incendio es algo más que una tragedia que afecta a un edificio y que desgarra las vidas de los que viven o trabajan en él. Un incendio es un reflejo de nuestro fracaso, de nuestra incapacidad como sociedad y de la inutilidad de nuestras instituciones.

Salí de su oficina, en el pasillo, un enorme afiche mostraba un bombero frente a las ruinas de lo que parecían ser las Torres Gemelas. Sobre el polvo y la ceniza que le cubría la cara se notaban las marcas de gotas que se le habían escurrido por la frente y mejillas. Las de la frente evidenciaban el esfuerzo, las de las mejillas, no lo sé, pero bien podrían ser lágrimas.


Didier Rodríguez Robles vive en la ciudad de Panamá con su esposa y sus dos hijos. Es ingeniero electromecánico de profesión y ha trabajado en la industria manufacturera y en la construcción. Desde muy pequeño leía con voracidad cualquier libro que tuviera a su alcance, esa pasión por la literatura le ha acompañado toda la vida. Hace cinco años ingresó al Taller de Corte y Corrección, dirigido por el maestro Marcelo di Marco. Y bajo el auspicio del maestro Di Marco ha escrito un libro de cuentos; este libro fue editado por Nomi Pendzik, también miembro del equipo del Taller de Corte y Corrección.

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