Opinión

Entre telarañas, eslabones y pataleos

por Luis Tarullo

Pueden cambiar gobiernos y dirigencias, pero hay cuestiones para cuyo abordaje la falta de ideas y de originalidad suelen ser un signo común.

Y el atajo por los senderos más fáciles -y por qué no más débiles- es la tentación para encarar supuestas soluciones para problemas crónicos.

En los últimos días empezaron a surgir versiones sobre algunos planes, con anuencia de algunos sectores a los que el gobierno les prestaría el oído, para sondear una nueva vuelta de tuerca en materia de flexibilidad laboral.

Porque aunque se intente enmascararlo en una cuestión como el supuestamente elevado costo de la mano de obra (de eso se está hablando) y de su incidencia en la competitividad con respecto a otros países, en el fondo se trata de renovar la discusión también sobre otros puntos inherentes a la contratación.

Ya se dio con la llamada “ley antidespidos” no hace mucho y se mantuvo bien escondida bajo la alfombra la discusión que se produjo en los ’90, y que terminó imponiéndose, con la Ley de Empleo, que significó la primera gran puntada de las formas de trabajo flexibles y baratos.

Ahora vuelve a menearse el punto, pero mostrando solo una de las caras del poliedro, porque la competitividad requiere otras condiciones que como tales son imprescindibles, y no únicamente salarios atractivos para el capital: infraestructura, seguridad jurídica, seguridad ciudadana, moneda estable, economía próspera, y varias más.

Los miles de puestos de trabajo perdidos en los últimos doce meses -con el anterior gobierno y con el actual- no son solo consecuencia de los salarios desmedidos. Ni vale la pena mencionar los otros factores que todo el mundo conoce.

Tampoco a esta altura es necesario ahondar demasiado en la cuestión del demoledor drama del empleo en negro, que desde hace añares afecta a cuatro de cada diez trabajadores en la Argentina. O en la desocupación y en la dramática desaparición de la cultura del trabajo en vastos estamentos sociales.

Entonces sí vale preguntarse por la peregrina idea de empezar poniendo el carro delante de los caballos. O sea, como siempre se ha intentado en materia laboral al menos en las últimas tres o cuatro décadas.

Encima, con la también devaluada idea de motorizar una mesa de presunto diálogo o acuerdo social donde las partes se sienten para armar una Torre de Babel y balbuceen diez mil idiomas, acorde a cada uno de sus intereses.

Al mismo tiempo, desde el gobierno se anuncia que este año debe salir una ley para recién el año que viene modificar las escalas para el cálculo del Impuesto a las Ganancias.

Error de cálculo u oportunista cálculo político, quizás lo mejor, en cualquiera de los dos casos, lo más prudente sea guardar silencio, al menos por piedad por los trabajadores.

Hasta que eventualmente se concrete ese plan la administración llenará sus arcas con miles de millones de pesos que seguirán saliendo de los bolsillos de los asalariados, que continuarán sumándose como ejércitos a medida que sigan percibiendo sus modestas cuotas de incrementos de sueldo y el aguinaldo de fin de año.

El aumento del mínimo no imponible de principios de 2016 fue apenas un espejismo. Lo que popularmente se llama pan para hoy, hambre para mañana.

Ya la recaudación oficial de mitad de año demostró que gran parte de la faltriquera de la AFIP estuvo alimentada por Ganancias. Cualquier administración sabe entonces que si algo da resultado no hay motivo para tocarlo, aunque pataleen.

Claro que los que los que tienen ganas de patalear son las bases afectadas por tarifazos e impuestos, que van a presionar a sus dirigentes para que también pataleen después del 22 de agosto, cuando las tres CGT estén unidas.

Y más todavía si ven que desde algunos sectores insisten con desempolvar viejas ideas envueltas en telarañas y dirigidas a romper siempre los mismos eslabones.

DyN.

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