por Jorge Raventos
El desgraciado paso en falso del último viernes, cuando cientos de miles de jubilados convocados a cobrar su delgada mensualidad se encolumnaron (o se agolparon) ansiosamente frente a los bancos, no hizo más que avivar y embrollar un debate sobre la cuarentena que se venía desarrollando más en privado que en público. Hasta ese momento, cuando irrumpió la torpeza de los necios, se discutía sobre todo la decisión política del gobierno de darle prioridad plena a los criterios de sanidad que aconseja la Organización Mundial de la Salud, una opción que, para muchos, posterga una respuesta a la grave situación que provoca la forzada parálisis de la actividad económica.
Estado y torpeza
Pese a las objeciones, la mayoría de los analistas -incluyendo a muchos que son reticentes frente al oficialismo- venía coincidiendo en que las medidas adoptadas por el gobierno en la guerra contra el coronavirus fortalecieron al Presidente. Las encuestas de imagen confirmaban esa idea y registraban que Fernández recibía respaldo inclusive de un amplio segmento de la ciudadanía que en los últimos comicios votó a Mauricio Macri.
Con todo, quizás en parte como reacción ante ese fenómeno, ya antes del fatídico viernes 3 empezaron a hacerse oír señales de reproche o distanciamiento, motorizados por grupos y voceros duros de la oposición política: reclamos para que se rescate urgentemente a los argentinos que han quedado varados en destinos externos, cuestionamientos por el escaso número de pruebas para medir la amplitud social del contagio del virus y, finalmente, el llamado a “cacerolear”.
Hasta ese momento había una manifestación regular de unidad social que aplaudía todas las noches a todos los médicos, enfermeros, trabajadores y argentinos, en general, que afrontan de cerca los riesgos de la lucha contra la pandemia. La invitación a las cacerolas pretendió subrayar una frontera y quiso poner del otro lado a políticos y funcionarios. Cacerolear en la Argentina es sinónimo de protesta contra el poder.
Esa protesta convivía con la queja sorda de quienes con la cuarentena sufren la ausencia de trabajo, de changas, de ingresos, de facturación en sus negocios…
La notable negligencia que el viernes 3 puso en riesgo la efectividad de una cuarentena en la que los argentinos han invertido tanto esfuerzo -y en la que el Presidente ha empeñado tanto capital político- fue naturalmente explotada por voceros formales, informales y mediáticos de la oposición dura.
Sin embargo, la extendida insatisfacción por el desbarajuste organizativo en perjuicio de los jubilados no se canalizó hacia la protesta política. Esa noche las cacerolas no incrementaron su repiqueteo, apenas si se oyeron, como si se hubiera agotado aquella voluntad de protesta que asomó precozmente.
Alberto Fernández, por su parte, ha empezado a mostrar que se apresta a dar respuestas paulatinas a quienes llaman la atención sobre el virus que afecta a la economía.
El ascenso de su imagen que hasta ahora han mostrado las encuestas se ha centrado en la pelea sanitaria, donde ha buscado rodearse y legitimarse con el aval de prestigio que se atribuye a la Organización Mundial de la Salud y a las expresiones locales de la especialidad.
Quizás por eso habría que poner en contexto el incremento de poder que se adjudica al Presidente: los garantes tienen un peso. Cabe preguntarse qué ocurriría si, ahora o en determinado momento, el poder político decidiera tomar caminos diferenciados del consejo sanitario o enfrentado a éste porque necesidades sociales, económicas o de seguridad pasan a ocupar las preocupaciones prioritarias.
La malicia de los sectores de oposición que motorizaron los cacerolazos reside en estirar la cuerda de esa tensión, discriminando a la política de los aplausos destinados a la medicina: un programa que busca erosionar el poder apelando a un instrumento antipolítico.
El gobierno neutraliza mejor los ataques (y se capitaliza) cuando hace clinch e integra a la -digamos- oposición moderada (cuya figura mayor es Horacio Rodríguez Larreta). En cambio, se debilita relativamente cuando opta por la confrontación ideológica o por practicar un estéril ping pong en los extremos, desafiando sectores que deben ser, más bien, conducidos. La política gana cuando su acción es coherente con un programa de unión nacional (que no debería confundirse con un promedio asexuado e inmovilizador, sino con una orientación clara, una negociación realista y una participación auténtica).
En relación con los límites, las salidas y las excepciones de la cuarentena, conviene recordar que, en un mundo en el que sólo un tercio de los países miembros del G7 adoptó la cuarentena dura que promueve la OMS como escudo ante la pandemia, no debería considerarse un pecado debatir si ese debe ser el remedio infalible aún si la economía colapsa.
Si el Presidente ha sabido rodearse de asesores expertos en epidemias, que pueden transmitirle sus inquietudes y sus saberes y convertirse a veces en voceros y de a ratos en avalistas del poder, llega la hora de rodearse de personajes análogos ubicados en el platillo de la producción y el trabajo, del federalismo, de la ecología, que puedan defender con vigor y legitimidad un camino que incluya la salud pública y la vida productiva y laboral y que puedan hacerlo constructivamente, lejos de la perfidia barullera de las cacerolas.
De la OMC a la OMS
La Organización Mundial de la Salud parece ser hoy la institución emblemática del orden global.
Por más de una década -a partir de mediados de los años 90 del siglo pasado y particularmente desde 2001, cuando China ingresó como miembro pleno- la institución mundial portaestandarte de la globalización fue la Organización Mundial de Comercio (OMC, o WTO si se prefiere la versión en inglés). En los últimos años su centralidad decayó: el intercambio mundial se canalizó, en muy alta medida, a través de mecanismos e instrumentos regionales o bilaterales. La OMC perdió peso y celebridad.
Hoy ese papel lo juega la OMS (o WHO por su sigla inglesa). La OMS ha recorrido un trayecto inverso al de la OMC: pasó de ser una especie de cenicienta sanitaria de Naciones Unidas, con baja relevancia y recursos limitados, a desempeñar un estrellato internacional y hasta a ser confundida, en la atmósfera creada por el coronavirus, con una autoridad global (cosa que no es: es un ente de coordinación, ya que los organismos del sistema de la ONU no operan con autonomía ni sustituyen la soberanía de los estados: son una resultante de los consensos y disensos de los estados miembros).
El protagonismo de la OMS empezó a edificarse con una seguidilla de epidemias, iniciada en 2002/2003 con el SARS (síndrome respiratorio agudo y grave) detectado en China que provocó la muerte de 774 personas, continuada poco después con la llamada gripe aviar (300 muertos) y, en 2009/2010 con la llamada gripe porcina. El manejo de algunas de estas epidemias, sin embargo, también erosionó el crédito de la OMS.
Conflicto de intereses
En principio, organizaciones no gubernamentales de óptima imagen pública (por caso, Médicos sin Fronteras o Intermón Oxfam) han cuestionado el peso que adquieren en el manejo y la agenda de la organización entes filantrópicos o empresas del sector privado que aportan el 75 por ciento del financiamiento de la OMS, y “atan sus donativos a objetivos que ellos quieren”.
La objeción más grave emergió en ocasión de la gripe porcina que la OMS declaró pandemia en 2009. La alarma provocó pánico y muchos países, para asegurarse reservas de medicamentos y vacunas, hicieron grandes adquisiciones a las mayores empresas farmacéuticas del mundo. El virus tuvo, en la realidad, efectos moderados. España que había comprado 13 millones de dosis, sólo empleó 2 millones.
El entonces presidente de la Comisión de Salud en el Consejo de Europa -el doctor Wolfgang Wodarg- denunció “el papel dudoso” de la OMS en ese episodio. Wodarg declaró tener evidencias de que se habían distorsionado intencionalmente los hechos y se había creado una situación de pánico con el objeto de favorecer a las empresas farmacéuticas trasnacionales que hacían grandes negocios vendiendo vacunas y agentes antivirales a los gobiernos.
La prestigiosa publicación médica British Medical Journal (BMJ) y la Oficina de Periodismo de Investigación también señalaron un conflicto de intereses: al menos tres de los investigadores que presentaron el grueso de los documentos científicos en los que se basó la adquisición de medicamentos por parte de los gobiernos -informaron- habían recibido dinero de alguna de las empresas farmacéuticas que producían los fármacos.
Ian Overton, editor jefe de la Oficina de Periodismo Investigativo declaró entonces a la BBC que “las pautas (de comportamiento contra una pandemia) estaban muy influenciadas por tres anexos que fueron escritos por tres individuos, los profesores Fred Hayden, Arnold Monto y Karl Nicholson, que estaban o habían estado poco antes de ese momento recibiendo dinero de compañías farmacéuticas que obtendrían beneficios de sus recomendaciones”.
Las compañías mencionadas -agregaba el informe de BBC- son Roche y GlaxoSmithKline (GSK). Roche tuvo beneficios de miles de millones de dólares con la venta de tamiflú a gobiernos que siguieron las recomendaciones de la OMS, mientras que GSK produce relenza y algunos antivirales.
No tan gripecita
La palabra pandemia incluye una tonalidad de alarma que, misteriosamente, no se incorpora a otros fenómenos de la salud, que producen daños más amplios y extendidos. Algunos periodistas disimularon apenas su contrariedad cuando el ministro de salud, Ginés González García, desafió esta semana el alarmismo profesional con datos objetivos: “Por estadística, es mucho peor la gripe que el coronavirus, acá y en cualquier lugar del mundo -informó-. La gripe tuvo muchos decesos el año pasado o el anteaño, pese a que hay vacunas. Sin embargo, nadie hace un conteo diario de la cantidad de muertos. En ese aspecto, hay una tensión muy fuerte vinculada a la casuística del coronavirus”.
En efecto, entre el 10 y el 20 por ciento de la población mundial (entre 600 y 1.200 millones de personas) tiene gripe en un año. Las epidemias anuales causan alrededor de 3 a 5 millones de casos de enfermedades graves y alrededor de 290.000 a 650.000 muertes en todo el mundo.
Desde enero hasta el fin de marzo -la tercera parte del año- el coronavirus ha afectado a un total de 937.000 personas en el mundo. De ellas, han fallecido 47.000 y, más de 194.000 ya se han recuperado. Para proporcionar las cifras: normalmente durante un trimestre mueren 14 millones de personas en el mundo.
Conviene incorporar otros datos, un estudio realizado por 3 médicos italianos que están en el centro de la pandemia, difundido por la prestigiosa publicación internacional Jama (especializada en temas médicos) y citado en un informe del Instituto para el Desarrollo Social Argentino, señala que sobre 355 casos de muertos con coronavirus en Italia estudiados en profundidad, surge que la edad promedio es de 80 años (un 14 por ciento, más de 90); el 25 por ciento tenía una enfermedad crónica preexistente cuando contrajo el coronavirus, otro 25 por ciento tenía 2 enfermedades preexistentes y el 50 por ciento tenía 3 o más enfermedades. Sólo 3 casos eran ancianos sin enfermedades preexistentes”. Este es otro indicio -comenta el informe de Idesa- de que muchas de las muertes que se están produciendo en Italia hubiesen ocurrido igual, sin la presencia del coronavirus. Las verdaderas causas de la muerte son las dolencias preexistentes (afecciones cardiovasculares, pulmonares, diabetes); el virus es lisa y llanamente un acelerador.
Peter Sandman, uno de los mayores especialistas mundiales en comunicación del riesgo, puntualiza que “la indignación es el principal factor determinante del peligro percibido”. Cuando las personas están alteradas, tienden a pensar que están en peligro. Afirma asimismo que “los peligros que producen miedo a la gente y los peligros que matan a la gente son muy diferentes.”
La salud de la economía
Habrá que ver qué dicen las encuestas después del traspié organizativo del viernes 3, pero hasta ese día el Presidente contaba con un respaldo amplísimo, que incluía a un porcentaje significativo de quienes no lo acompañaron en las urnas. Ahora bien, muchos de esos que respaldan al Presidente aspiran a que la cuestión productiva (no sólo la sanitaria, ni siquiera la asistencial alimentaria) encuentre un lugar jerárquico en las decisiones. Muchísimos de esos no están de acuerdo con la prolongación de la cuarentena (pero tampoco con que la cuarentena se frustre por culpa de la incoordinación estatal). Hay muchos que legítimamente opinan que es preciso mantener vivo el aparato productivo para que siga viva la salud pública, sin por eso rechazar la prescripción inversa.
Alberto Fernández no necesita pelear por el apoyo de esos sectores: ya lo tiene. Debe más bien empeñarse en conservarlo, mostrando, junto a la ponderación, el equilibrio y la decisión que en principio le conquistaron ese amplio respaldo, que la esfera económica le interesa. Y poniendo