Por Jorge Raventos
Con Alberto Fernández de regreso en Argentina, la escena política adquiere nuevamente su tensión habitual. Durante su vertiginosa gira europea, el Presidente intentó tejer convergencias cooperativas con los estados que visitó. A su vez, subrayó las oportunidades que puede ofrecer Argentina, con su rico potencial energético, a un continente amenazado por la escasez de gas y petróleo que se deriva de la invasión del Kremlin a Ucrania y, fundamentalmente, de las sanciones que las potencias occidentales han dispuesto para castigar a Rusia: dejar de comprarle petróleo y, eventualmente, (el tema se discute acaloradamente en la Unión Europea) cortar también la provisión rusa de gas (equivalente al 45 por ciento del gas que importa la UE). El Viejo Continente está inquieto por la perspectiva de un invierno de escasez y tiene que encontrar proveedores alternativos de energía. Fernández fue a recordarles (a españoles, alemanes y franceses) que se abre la oportunidad para una asociación virtuosa: Argentina tiene abundancia de lo que Europa requiere (recursos energéticos), pero necesita lo que de allá pueden aportar (inversiones para extraerlos, transformarlos y exportarlos).
El viaje de Fernández fue una iniciativa repentina pero oportuna. Sus interlocutores lo escucharon con interés, pero -por cierto- no hubo respuestas inmediatas: esos gobiernos solo improvisan después de estudiar a fondo sus posibilidades y oportunidades.
Pero la gira del Presidente tuvo también motivos domésticos. A juzgar por las declaraciones periodísticas que produjo durante su viaje, Fernández eligió la distancia para responder a los ataques que ha sufrido recientemente desde la trinchera K. El Presidente se siente más bien “torazo en rodeo ajeno” que toro en cancha propia. La distancia parece alimentar su arrojo.
En rodeo ajeno
Hay quienes consideran que se ha producido, durante el viaje a Europa, un “empoderamiento” del Presidente. Apenas llegó a España, Fernández empezó a replicar con firmeza, si no a todos los ataques K, sí a varios de los esgrimidos por la señora de Kirchner en sus últimas apariciones (anteriores a la ausencia de Fernández, cuando ella ejerció el reemplazo con notoria discreción).
La actitud presidencial se puede observar en este compacto de respuestas suyas a la prensa: “Cuando alguien dice que nuestros votantes pueden estar decepcionados con nosotros -señaló, por ejemplo-, creo que nuestros votantes son conscientes de que tuvimos que enfrentar una pandemia…Nuestro votante entiende las dificultades. No he decepcionado a mis votantes (…) Creo que (la de Cristina) es una mirada parcial, absolutamente económica, que desatiende todo lo que nos tocó pasar… Tengo un enorme respeto por Cristina (… ) pero hay cosas en las que no comparto su mirada. Además, he sido públicamente crítico con su gestión de gobierno. Todo el mundo sabe que tengo una mirada diferente. Respeto lo que dice, pero pido que respeten lo que digo yo. El Presidente de la Nación es quien manda en Argentina. Desde 2019, decían que yo sería una títere de ella. Pero la verdad es que yo tomo las decisiones. Eso no quiere decir que no escuche a Cristina, que desprecie su opinión. Pero la decisión la tomo yo (…)
No creo que en Argentina nadie esté seriamente pensando en un proceso de desestabilización después de todo lo que hemos vivido. Cristina probablemente estará más convencida de lo que ella hizo en sus tiempos de Gobierno. Yo la respeto. El debate no me preocupa, me preocupa la obstrucción al Gobierno, es que a veces las voces se vuelven tan altisonantes que no dejan ver la realidad”.
Fernández se ocupó, además, de reivindicar el acuerdo con el FMI y ensalzó la gestión de su ministro de Economía, Martín Guzmán, cuya continuidad (discutida desde dentro del oficialismo, no solo por el sector K) dio por sentada.
En la crucial discusión sobre las tarifas energéticas que se inició el miércoles, el Presidente, desde lejos, dio inclusive una vuelta de tuerca a la consigna de dos semanas atrás (“gobernaremos con los que esté de acuerdo”); ahora señaló que los aumentos son una política oficial y“quien no puede tomar esa decisión no puede seguir en el Gobierno”.
En Buenos Aires, Aníbal Fernández se hizo inmediatamente eco de ese cambio. “Es un gesto de autoridad histórico. La política la fija el Presidente. Si alguien mete palos en la rueda, debería correrse e ir a trabajar a otro lugar”. Hasta hace diez días, a los disidentes no se les pedía que se fueran, sino apenas que no estorbaran.
Es difícil -si no imposible- encontrar en la Argentina un número semejante de definiciones similares concentradas en tres o cuatro jornadas. Con todo, el tono fue modificándose a medida que se acercaba la hora del retorno. Ya sobre el avión y ante periodistas argentinos, el Presidente aclaró que “yo no tengo una disputa con Cristina. Tengo diferencias. En el 2023 debemos hacer lo que sea necesario para ganar”. Pareció aproximarse a la interpretación K del “debate” y retornar a la idea de que “lo principal es la unidad para ganar”.
Sin tregua
Sin embargo, está claro que levantar una bandera blanca no librará al Gobierno de la sostenida ofensiva K, dispuesta a demostrar en la práctica que sus pronósticos negativos se cumplen: los proyectos impulsados por el camporismo y sus aliados en el Congreso (pago anticipado del incremento de salario básico, incorporación de más de 700.000 personas sin aportes suficientes a los beneficios previsionales, implantación de un salario básico universal) tienden a chocar de frente con los compromisos adoptados con el FMI y a hacer estallar esa línea de acción. Los aplausos de la señora de Kichner a los aumentos alcanzados por el gremio bancario en sus discusiones paritarias suenan a una intención de indexar la economía (es decir, apoyar una medicación contraria a cualquier intento de contener la inflación). Máximo Kirchner dibujó los términos del enfrentamiento: “Escuché a Guzmán decir que no tiene apoyo político, pero tiene el apoyo del FMI, del Presidente, de las centrales obreras y de Clarín. ¿Qué más apoyo quiere?”
Desde otro flanco -tercero en discordia-, Sergio Massa reclamó que se actualice anticipadamente la elevación del piso de ingresos afectados por el impuesto a las ganancias. Lo hizo después de reunir en su casa a media docena de economistas amigos (desde Martín Redrado a Marco Lavagna), como quien presenta un equipo alternativo al que encabeza Guzmán, sostenido por el Presidente, en un momento sensible: acababa de conocerse que en abril -según el INDEC- la inflación fue de 6 por ciento. Menos que en marzo, pero no lo suficiente para calmar los nervios de los actores económicos. Ni los de trabajadores y movimientos sociales (el sector orientado por el trotskismo produjo una multitudinaria marcha federal que convergió frente a la Casa Rosada), como había ocurrido dos semanas antes con el tractorazo ruralista (aunque con objetivos, si se quiere, opuestos).
El conjetural “empoderamiento” del Presidente -un bello sueño suscitado durante el viaje a Europa, que, en todo caso, debería sustentarse en hechos más que en declaraciones- está puesto a prueba en la turbulenta realidad argentina entre “debates” envenenados, remarcaciones de precios, un paulatino desplazamiento de los conflictos al control de la calle, lejanas fantasías electorales y aliados que, como en el Yira-Yira de Discépolo, “se prueban la ropa que vas a dejar”.