A Jorge Eduardo Burgos lo detuvieron en 1955 a bordo del tren en el que había escapado de Buenos Aires luego de cometer el crimen de su empleada doméstica. Siempre se sospechó que buscaba llegar a "La Feliz" para asesinar, además, a una amiga de la víctima que podía incriminarlo.
La sociedad argentina estaba conmocionada por completo. No eran comunes, a mediados de la década del 50, los hoy llamados “femicidios” y mucho menos que el cadáver de una mujer apareciera descuartizado como había ocurrido con el de Alcira Methyger en el área metropolitana de la Capital Federal. Por eso, las fuerzas policiales de todo el país se abocaron a la identificación y la búsqueda del homicida. Debido a esa intensidad en la labor investigativa fue que Jorge Eduardo Burgos cayó mientras intentaba escaparse en tren a Mar del Plata.
Pero eso no es todo: si bien se trató y se trata de una cuestión contrafáctica, siempre se sospechó que los uniformados no solo atraparon al autor del crimen que tenía en vilo a la comunidad toda, sino que también evitaron un segundo en “La Feliz”. Es que en esta ciudad a la que llegaría Burgos, de no ser por su veloz interceptación, se sospechaba que vivía la mejor amiga de Alcira, y la única persona que, según se creía, podía llegar a vincularlo con el caso.
Todo había comenzado en 1944, confesaría más tarde el asesino. En ese entonces, Burgos había conocido a la mujer cuando se desempeñaba como empleada doméstica de su familia. Sin embargo, surgió entre ellos un romance que se extendió en el tiempo.
Siempre de acuerdo al relato que hizo el asesino ya detenido y ante los investigadores, la relación perduró hasta que el 17 de febrero de 1955 se produjo entre ellos una violenta discusión. El enfrentamiento tuvo lugar en el baño de una casa de Barracas, donde vivía el homicida.
Tapa de LA CAPITAL del sábado 5 de marzo de 1955 que reflejó el tratamiento del caso.
Burgos dijo que la joven, que entonces tenía 27 años, le había confesado que lo engañaba después de que él le reprochara haber encontrado entre sus pertenencias una carta de otro hombre. En medio de la pelea verbal, añadió, ella lo mordió y el la empujó, lo que le provocó una caída de inmediato y le ocasionó un golpe mortal en la cabeza.
En su narración, Burgos añadió que no supo qué hacer con el cadáver y, después de beber una botella de whisky, decidió descuartizarlo en la bañadera. En las horas posteriores, descartó los fragmentos del cuerpo de quien había sido su novia por los barrios del conurbano bonaerense.
“Un torso de mujer. Los médicos forenses adelantaron que debía tener entre 25 y 30 años. Dijeron: hay una gran cicatriz cerca del cuello. Luego, agregaron: el torso pertenece a una mujer que fue operada en la clavícula”. De esa manera describió la revista “Así” el hallazgo del tronco de una mujer por parte de un sacerdote que caminaba por las calles de Hurlingham. Este descubrimiento se produjo el 19 de febrero de 1955, mientras en todo el territorio argentino se celebraba el carnaval.
Al poco tiempo, el 25 de febrero, una vecina de Villa Soldati encontró las dos piernas ocultas prolijamente en un paquete, dentro de una zanja. Horas después, un marinero que navegaba por el Riachuelo dio con un objeto raro que flotaba por allí: era la cabeza y estaba guardada en un canasto.
De esta forma, comenzó la reconstrucción policial del caso. Pero, debido a la escasa tecnología que existía entonces si se compara con la de la actualidad, el proceso de identificación del cadáver resultó sumamente complejo.
“La víctima podía ser cualquier mujer. Aparecieron tantas desaparecidas que el Departamento de Policía se convirtió prácticamente en una romería. Gente de la que no se tenía noticias desde hacía muchos años se presentaba tímidamente diciendo: ‘Señor, yo no soy la descuartizada’. Hubo escenas emocionantes: madres e hijas que hacía diez o veinte años que no se veían volvieron a encontrarse”, detalló “Así” en su edición del 1 de diciembre de 1964, casi una década después.
Alcira Methyger tenía 27 años cuando fue asesinada.
La revista, al igual que los demás medios del país, entre los que se incluye LA CAPITAL, le había dado un tratamiento minucioso a la noticia. Y mientras las horas pasaban y el temor aumentaba, sin rastros del asesino, la sociedad comenzaba a escandalizarse por la omnipresencia de un descuartizador suelto.
“Cada porteño era un aprendiz de Sherlock Holmes. Cada individuo tenía su propia hipótesis y el caso se debatió públicamente en los medios de transporte, en el hogar, en el trabajo”, señaló la revista al reconstruir el hecho luego de transcurridos los diez años de sucedido.
Identificar a ambos
Mientras intentaban identificar a la víctima, los investigadores judiciales y policiales procuraban también descubrir quién había sido el victimario. Hasta entonces, no poseían certezas de ninguno de los dos, pero respecto de este último avanzaban en la búsqueda de personas con destreza en la utilización de cuchillos. Por eso, un carnicero apellidado González que vivía en la localidad entrerriana de Villaguay llegó a estar detenido en el marco de la causa. Sin embargo, fue liberado posteriormente, al no haber ninguna prueba en su contra.
Especialistas de todo tipo fueron consultados: médicos, traumatólogos, peritos, cirujanos. Inclusive, gran parte de ese trabajo se puede ver aún hoy en el Museo de Anatomía J. J. Naón, que depende de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires (donde hay maquetas en yeso de la época, fotografías y cuadros que exhiben los peritajes realizados al cadáver de la mujer).
Y vaya que sirvieron los esfuerzos, ya que al analizar más profundamente los restos del cuerpo los pesquisas descubrieron una cicatriz que había sido producto de una operación de clavícula que no era habitual en aquellos tiempos. Así, luego de buscar por distintos los centros médicos, dieron con una ficha médica en el Hospital Argerich, que presentaba los datos de una paciente llamada Alcira Methyger. La dirección que figuraba entre los registros era la de una familia que la había tomado como empleada doméstica, pero al concurrir allí y entrevistarse con sus miembros, estos respondieron que hacía tiempo que no sabían nada de ella.
Poco después, llegaron a un hotel de la calle Chacabuco, donde encontraron efectos personales y una valija de Methyger. Pero de ella, allí, tampoco nadie sabía nada, excepto que trabajaba en algunas casas de la zona y que se había mudado a Buenos Aires desde su provincia natal, Salta.
Con ese dato, los detectives se contactaron con la hermana de Alcira, Ana, quien declaró que ambas se habían distanciado. No obstante, nombró a un tal Jorge como uno de los empleadores de la salteña en la gran ciudad. También dijo que vivía en Barracas y entonces… ¡Eureka! Los policías dieron con el domicilio exacto: avenida Montes de Oca 280.
Se trataba de Jorge Eduardo Burgos, un joven de 30 años que vivía con sus padres en el tercer piso del señorial edificio y trabajaba para una empresa papelera familiar. En el mismo inmueble residía entonces -vaya paradoja- una joven que pasaría a la historia policial argentina: María Bernardina de las Mercedes Bolla Aponte. Más conocida, después, como “Yiya” Murano.
Mientras un grupo de policías recorría el departamento en busca de pruebas, los Burgos contaron que Jorge había quedado solo en el domicilio durante el último mes porque ellos habían estado de vacaciones. Además, revelaron que en ese mismo momento el hombre viajaba en tren rumbo a Mar del Plata.
La revista “Así” lo describió de la siguiente manera: “Recién entonces la policía tuvo la certeza de que Jorge Burgos era la persona que buscaban. Y no se equivocaron. Tres oficiales de la Federal subieron al tren en pleno trayecto y lo apresaron. Media hora después, Jorge Eduardo Burgos confesaba con amplitud el horroroso homicidio”.
Repercusión
El caso tuvo tal repercusión que llegó a ocupar las páginas más importantes de los medios de la época. Y la cobertura planteaba interrogantes que en la actualidad parecerían inverosímiles: algunos medios le preguntaban a sus lectores si creían que Burgos debía ser condenado o no y trazaban una suerte de grieta. Argumentaban, por ejemplo, que Burgos “pertenecía a una familia respetable” y que Alcira “lo había seducido para quitarle su fortuna”.
El asesino finalmente fue condenado a 20 años de prisión por “homicidio simple”. Un tribunal luego redujo la pena a 14 años. Curiosamente, el descuartizamiento no fue considerado entonces por el juez de sentencia como una forma de crueldad, sino como un intento de Burgos por escapar del castigo.
La fachada del edificio de avenida Montes de Oca 280, Barracas, en la actualidad.
Luego de pasar 10 años detenido, primero en la cárcel que por entonces estaba en la calle Las Heras del barrio porteño de Palermo y luego en la Colonia Penal Santa Rosa, en La Pampa, Burgos salió en libertad por buena conducta. Por esos días se hizo devoto evangélico y escribió un libro que llamó “Yo no maté a Alcira”.
En 1966, concedió pocas entrevistas y volvió a instalarse en la casa donde había cometido el asesinato. En uno de sus diálogos con la prensa, aseguró con total frialdad: “Yo amaba a Alcira, la amaba como tal vez nadie pueda hacerlo. La había conocido varios años atrás a ese desgraciado 17 de febrero de 1955. Primero, nos hicimos amigos. Más tarde, novios. Alcira no era para mí una aventura”.
Burgos se recluyó, solitario, en el departamento Barracas, donde vivió hasta sus últimos días. Se dedicaba, según recuerdan los vecinos de la zona, a pulir de forma muy minuciosa muebles y antigüedades. Murió en 2006.