En esta nueva entrega de El Taller de Narrativa, los autores recorren las técnicas, registros y elementos propios de la escritura de autoficción, donde el autor es a la vez personaje de la historia que relata.
Por Emilio Teno y Mariano Taborda
El autor -o algo similar al autor, o algo que lleva su nombre o se parece a él- como personaje de un texto literario no es un artilugio novedoso: el Dante recorre, junto al poeta Virgilio, los círculos infernales en su “Comedia”, a comienzos del siglo XIV.
Si bien en todo este tiempo hubo textos escritos en primera persona que jugaban a confundir la distancia entre narrador y autor, hay una tendencia en el siglo XXI a ese juego: lo que se llamó un poco despectivamente literatura del yo: la autorreferencia constante como una marca del egocentrismo de la época, como si no se pudiera ver más allá, construir un personaje ajeno a la referencia personal, como si solo la propia vida fuera importante.
Autoficción es el término con el que se denomina, ya desde el siglo XX, a esa literatura que juega en la frontera difusa entre ficción y no ficción; algo que no es puro documento pero a su vez tampoco pura ficción: hay un referente, una posible constatación de eso que se cuenta. La autoficción es una ficción que se construye con elementos de la vida real o que busca allí los materiales, pero que siempre es una ficción y esa es la clave: el texto debe ser verosímil más allá de que eso que se cuenta le haya pasado al escritor; no son las memorias rigurosas, la autobiografía, ni un mero anecdotario de una vida.
La novedad es que el acuerdo de lectura nos dice que eso que se cuenta ocurrió. La autoficción opera sobre el problema de decir lo que ocurrió y que, sin embargo, eso no sea lo más importante. Y como cualquier texto literario, lo que importa en la autoficción es la forma, el cómo está escrito; no alcanza solo con los datos, la confesión.
En su novela “Yoga”, el francés Emmanuel Carrére cuenta su vínculo con el yoga y la meditación, la muerte de un amigo que trabajaba en Charlie Hebdo y, lo más duro, las sesiones de electroshock por su trastorno bipolar. En un pasaje de su novela, Carrére plantea que todo lo que contó es cierto pero que eligió qué contar y qué no contar; entonces la construcción de ese personaje Carrére es tan ficcional como Alonso Quijano o Raskolnikov.
El trabajo más escandaloso, vital, desaforado en el terreno de la autoficción es sin duda la saga “Mi lucha” del noruego Karl Ove Knausgard: en seis novelas cuenta cada detalle de su vida, sobre todo las miserias. Así comienza la primera novela, “La muerte del padre”:
“La vida es sencilla para el corazón: late mientras puede. Luego se para. Antes o después, algún día ese movimiento martilleante se para por sí mismo y la sangre empieza a correr hacia el punto más bajo del cuerpo, donde se concentra en una pequeña hoya, visible desde fuera como una zona oscura y blanda en la piel cada vez más blanca, a la vez que la temperatura baja, los miembros se endurecen y el intestino se vacía. Los cambios de las primeras horas ocurren tan lentamente y se realizan con tanta seguridad que recuerdan algo ritual, como si la vida capitulara según determinadas reglas, una especie de gentlemen’s agreement por el que se rigen también los representantes de lo muerto, ya que siempre esperan a que la vida se haya retirado para iniciar la invasión del nuevo paisaje. Entonces, en cambio, es irrevocable”.
El comienzo, a modo de ensayo, abre nociones sobre la muerte desde lo material, lo frío, lo físico. La teorización de la muerte, durante las siguientes quinientas páginas, rondará al padre, al vínculo del pequeño Karl Ove con ese padre alcohólico, despótico, irascible. Hasta la publicación de “Mi lucha”, en 2009, Knausgard era el escritor de dos novelas y de un tibio prestigio, pero la publicación de ese primer libro revolucionó la sociedad noruega. Un cuarto de la población compró el libro, el hermano del padre lo demandó, la prensa amarilla se encargó de atacar al escritor que utilizó como material de escritura a su padre, a sus hijos, a la enfermedad mental de su esposa, durante más de tres mil páginas. Una obra total que trabaja con el descarte: los pañales de los hijos, la limpieza de la casa, las dificultades para conseguir el carné de conducir, la comida, todas las miserias cotidianas, lo opaco, lo intrascendente.
“Cuando ahora escribo esto han pasado más de treinta años. En la ventana frente a mí veo el reflejo de mi propio rostro. Aparte del ojo, que brilla, y justo la parte de abajo, que refleja una luz mate, todo el lado izquierdo está en sombra. Dos profundos surcos bajan por la frente, y un profundo surco baja por cada mejilla, todos como llenos de oscuridad, y con los ojos mirando fijamente, serios, y las comisuras de los labios hacia abajo, resulta imposible no pensar en este rostro como sombrío.
¿Qué es lo que se ha asentado en este rostro?
Hoy es 27 de febrero de 2008. Son las 23.43. Yo, el que escribe esto, Karl Ove Knausgard, nací en diciembre de 1968, y por tanto tengo en este momento treinta y nueve años. Tengo tres hijos, Vanja, Heidi y John, y estoy casado en segundas nupcias con Linda Boström Knausgard. Los cuatro están durmiendo en habitaciones alrededor de mí en un piso de Malmö, donde llevamos viviendo año y medio. Exceptuando a los padres de algunos niños de la guardería de Vanja y Heidi, no conocemos a nadie aquí. Y no lo echamos de menos, por lo menos yo, pues no saco nada en claro de la vida social. Nunca digo en el fondo lo que pienso, pero siempre me acerco mucho a la persona con la que hablo, hago como si lo que me dicen me interesara, excepto cuando bebo, entonces suelo moverme demasiado lejos en dirección contraria, para luego despertarme a la angustia del exceso, que ha crecido con los años y que ahora puede durar semanas. Cuando bebo, también tengo lagunas de memoria y pierdo el control de mis actos, que suelen volverse desesperados y estúpidos, pero a veces también desesperados y peligrosos. Por eso ya no bebo. No quiero que nadie me alcance. No quiero que nadie me vea, y así ocurre: nadie me alcanza y nadie me ve. Eso debe de ser lo que se ha asentado en mi cara, lo que la ha hecho rígida y parecida a una máscara, casi imposible de asociar conmigo cuando casualmente me topo con ella en un escaparate de la calle”.
Como ocurre con la ficción pura, en la autoficción lo que importa a fin de cuentas es el adentro del texto. Hay cierto morbo en la lectura sobre la vida del escritor -y la sospecha de que la vida de un escritor es interesante- pero lo que hace que esas tres mil páginas puedan leerse es el Knausgard personaje literario; sus pasiones, contradicciones, imperfecciones. Nadie leería seis tomos por la sola curiosidad, chusmerío o, como anunciaban los viejos afiches de los VHS, porque está basada en hechos reales.
Lecturas:
“La muerte del padre” de Karl Ove Knausgard
“Yoga” de Emmanuel Carrére
Ejercicio de escritura:
Escribir un texto en primera persona a partir de una experiencia personal.