Opinión

El riesgo de la mutación del aplauso

Por Orlando Molaro 

Sin proponérselo, o quizá ante la torpeza demostrada por el Ministro del área en los primeros momentos, el Presidente Fernández se puso al frente de la estrategia del combate contra la pandemia del coronavirus y –al mismo tiempo- decidió asumir él mismo la comunicación periódica con la sociedad.

Ambas actitudes le han valido al Presidente una aprobación bastante unánime de gran parte de la opinión pública que -frente a este tipo de incertidumbres monstruosas y a lo largo de la historia del mundo- necesita convencerse de que al mando del barco en el que estamos todos existe un verdadero piloto de tormentas.

Recuerdo a un médico que iba a operar a un familiar muy cercano, en una cirugía de riesgo. Mientras me explicaba cómo iba a proceder con una larga incisión en el tórax de mi ser querido, noté que sus manos le temblaban. Debo haber sido lo suficientemente expresivo, porque el profesional se detuvo, me miró a los ojos y me dijo: “no se preocupe, en el quirófano tengo manos firmes”.

Lo recordé en estos días cuando se discutía en los medios, no hace mucho, sobre el eventual “doble comando” o –aún más- la hipótesis de que el Presidente era un delegado de un poder ajeno.

Los hechos, o al menos esta circunstancia concreta, parecen desmentir aquellos rumores. Aún cuando sea posible que existan dudas todavía, sobre todo, por dos motivos: a Cristina Fernández de Kirchner no le gusta estar cerca de las tragedias, como ya lo ha demostrado en varias oportunidades. Y el silencio de la Vicepresidenta puede presagiar que en el futuro pueda decir, sobre ella misma, que no tuvo nada que ver con las decisiones adoptadas por Alberto Fernández.

Por ahora, y mientras nos bamboleamos entre el temor y el auto convencimiento de que la curva de infectados puede tender a aplanarse, el Presidente sigue manteniendo el control de la situación y, en mayor o menor medida, el acompañamiento de la sociedad demostrada por un oxímoron inédito de calles vacías.

Nadie sabe con certeza cuán efectiva puede haber sido la decisión del aislamiento obligatorio sobre el resultado final de los infectados y de los fallecidos en la Argentina. Ni tampoco cuál es el número de compatriotas que marque el límite entre el éxito, que nunca será tal, y el fracaso. Al final del día vamos a contar miles, o cientos de miles de enfermos y también miles de muertos. Y en todo caso, solo se podrá decir que podría haber sido peor.

Fernández tiene ante sí un dilema moral que no es posible resolver. Tomada la decisión de “cerrar” las puertas de los hogares argentinos, con nosotros adentro, se enfrenta ahora al gigantesco desafío de mantenernos el mayor tiempo posible sin salir de nuestra casa, sin que nos falte lo indispensable. Y no hablamos de pequeñas molestias. Ni de una conexión deficiente de internet para ver Netflix. Ni una pelea conyugal. Lo que no va a tardar en llegar –si ya no está aquí- es el hambre. Hambre de los adultos mayores, de padres y de hijos. Sin hablar de que, cuando demos vuelta la llave de nuestras puertas, y salgamos a la calle, muchos emprendimientos, cientos de pequeños comercios, miles de trabajo, ya no existirán.

Para la mitigación de este dilema el Presidente ha comunicado algunas ideas, pero debemos asumir (él más que nadie) que así como su Ministro de Salud se “comió” la primera curva al asegurar que China estaba muy lejos y que el coronavirus no llegaría a la Argentina; y la segunda cuando asumió que no pensaba que llegaría tan rápidamente, al Presidente les fallan los coroneles.

Tiene la estrategia y las acciones para que esta tragedia no se agrave todavía más, pero el ritmo de su gobierno para reaccionar a los problemas concretos y específicos de una población encerrada, con comercios y PyMEs destruyéndose a minutos, con despidos de a cientos y con los vulnerables sin tener para comer, es absolutamente deficiente.

Comenzamos diciendo que Alberto Fernández se había puesto al frente de un combate que en términos reales todavía no ha comenzado y que había asumido también la comunicación sobre las medidas adoptadas para atenuar los efectos de la pandemia, algunas veces con demasiado optimismo que, a estas alturas, parece peligroso.

Por ahora la sociedad lo acompaña. Un atisbo de saqueo en una ciudad de la provincia de Buenos Aires y algunas cacerolas que sonaron la noche del lunes, predicen humores volátiles y alterados. El Presidente se está quedando sin tiempo para demostrar que está rodeado de un equipo que entiende, como él, la extrema gravedad de la situación y lo efímero de los aplausos.

 

-El autor pertenece a MPR Comunicación.

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