Un relato sobre un escritor caribeño y su familia pasando un año en la fría Berlín.
Cada noche, antes de acostarse, una niña de cuatro años pregunta a su padre entre sollozos: ¿Por qué estamos aquí? Suena razonable: como su hermana mayor y su madre, la niña, la menor de la familia Chaves, ha sido extirpada de su paraíso caribeño e implantada en el corazón del invierno berlinés, donde las pocas horas de luz se van en abrigarse y desabrigarse, fatigar destacamentos municipales monolingües en pos de certificados y rastrear vacantes en algún kindergarten, cualquiera, no importa lo lejos que esté y el surtido de transportes públicos que exija llegar hasta él.
El padre -el escritor costarricense Luis Chaves, viejo amigo de Buenos Aires y la poesía argentina, de donde se trajo las citas de Martín Prieto y Luis Alberto Spinetta que siembra en el libro- no sabe qué contestar. Contesta un poco más tarde, a solas, obligándose a dormir a fuerza de cerveza o llorando él también abrazado a su mujer.
El primer capítulo de “Vamos a tocar el agua” tiene el clima opresivo, ansioso y sobrecalefaccionado de los relatos de émigrés de principios del siglo XX, cuando Berlín veía irrumpir hordas de aristócratas rusos reducidos a la casi indigencia por la revolución que acababa de centrifugarlos. Pero los Chaves no son los Nabokov.
No huyen de nada, no han perdido nada. Los peligros que corren no van más allá de una gripe, el incordio de una ley que no conoce la excepción, las clases regulares de alemán y -lo único que saca de quicio a un narrador más bien aplomado- la temperatura inverosímilmente alta a la que toman cerveza los berlineses.
Los Chaves están ahí porque el escritor ganó la DAAD, una de las becas más codiciadas del mercado internacional de residencias de artistas: un año de estadía en Berlín, con un estipendio mensual generoso y sin otro compromiso que el de aprender, hacer lo posible por aprender, el remiso sistema de declinaciones de la lengua alemana.
En otras palabras: si el poeta tuviera que contestar la pregunta desconsolada con que su hija menor se despide cada noche del abreviado día berlinés, la respuesta honesta sería: estamos acá por amor al arte.
Por descabelladas o frívolas que sean, las pasiones nunca deben ser subestimadas. Que una familia tipo renuncie por amor al arte (de uno de sus miembros) a la ciudad centroamericana en la que es feliz, la escuela francesa que educa a sus niñas, la lengua donde nada como pez en el agua y la asistencia familiar para vivir un año con ropa prestada, en un clima inhumano, acorralada por una lengua inaccesible, es motivo más que suficiente para tomarse en serio la forma paradojal, eminentemente contemporánea, en que el arte como sacrificio, vieja locura que creíamos enterrada en el siglo XIX, vuelve a nosotros.
Lejos de atenuarla, Chaves -el narrador-personaje del libro, en todo caso- tensa un poco más las cosas cuando describe su año berlinés (enero de 2015/enero de 2016) como un año sabático, negándole incluso la dosis de mesianismo artístico que justificaría el calvario familiar. Pero si las pasiones nunca deben ser subestimadas, la sinceridad siempre debe agradecerse.
Que el año sea sabático, que el poeta que arrastra a su soleada familia a las calles amortiguadas por la nieve de Friedenau lo haga sin tener un proyecto específico, apenas para redactar prosas dispersas -dos de las cuales, muy distintas entre sí, ambas magníficas, transcribe en el libro- sincera hasta qué punto el amor al arte es hoy menos amor a la obra, cualquiera sea, que amor a una forma de vida artística determinada, mezcla de bohemia etnográfica atravesada de turismo.
Esa extraña precariedad elegida, hecha de desarraigo, extrañamiento romántico y pequeñas zozobras exclusivas, es la materia central de “Vamos a tocar el agua”. En boca de Chaves (que confiesa haber debutado en el internacionalismo cultural a los 13 años, siendo estudiante de intercambio en Maryland, donde vio nieve por primera vez), la primera persona de la experiencia vivida suena menos como un alarde épico que como la voz natural de una sensibilidad muy precisa, fiel a las minucias significativas, los rastros menores, los detalles.
Es un yo hiperconsciente y emocional, que detecta y evalúa la diferencia cultural sólo en la medida en que afecta o pone en peligro aquello a lo que -a diferencia de otros escritores en tránsito como Joâo Gilberto Noll, propensos a perderse en el paisaje extraño que han elegido- no deja de aferrarse: su propia identidad. Porque, si bien participa del circuito de nomadismo institucionalizado que caracteriza a buena parte de la literatura contemporánea (empezado en Berlín, “Vamos a tocar el agua” se terminó un año después en otra residencia, esta vez en Nantes), Chaves es un chapado a la antigua, discordancia que es uno de los puntos fuertes del libro: le gustan las rutinas, todo lo que mantiene la vida cohesionada, siente cualquier alteración como una amenaza y en el verano, cuando lo peor ya pasó y sus niñas andan en bicicleta, van solas a la escuela y hablan el alemán que necesitan -gran highlight doméstico del libro-, lo que más parece enorgullecerlo es que “Alemania no me ha hecho cambiar”, una presunción de consistencia que las delicadezas de su voz no necesitan pero que calza bien, sin embargo, con ese imaginario cerveza-fútbol con el que homenajea a una cultura dura, de clase -la cultura de sus padres y abuelos-, a la que sabe que el diletante que es no pertenece ni pertenecerá jamás.
“Se termina el año sabático y hay que volver a la realidad”, dice Chaves en su último invierno berlinés, a días de emprender el regreso. ¿Qué fueron entonces el frío brutal, y la humedad que cala los huesos, y el aislamiento, y la mirada torva de los vecinos, y la humillación de arrodillarse a los pies de una lengua maciza como un muro?
¿Simulaciones? ¿Escenas de un reality sin cámaras, que la voz del escritor trasmite como si fueran reales, sabiendo que el deadline previsto por la beca las disipará en el aire? Es otra de las paradojas de “Vamos a tocar el agua” -bella frase que Chaves pone en boca de una de sus niñas pero bien podría condensar la transparencia, la economía emocional de su prosa-: un libro autobiográfico, cien por ciento documental, ensimismado en una experiencia de ficción, registro verdadero de una “realidad irreal”, ensayada, actuada.
Sólo que esta realidad en sabático, al mismo tiempo vivida y entrecomillada, tropieza a su vez fatalmente con su doble desnudo (que no la deja mentir): el desarraigo, la precariedad, la indefensión reales de las migraciones forzadas -más de un millón de refugiados, el 40 por ciento de Siria, llegó a Alemania durante 2015-, que el narrador descubre en “un televisor encendido” y se abstiene de comentar, alegando que “no es este el lugar para sumar ruido al ruido”, pero confiesa que están “en el fondo de estas entregas estacionales” que componen su libro. Ese “fondo” es el punto álgido del libro: está allí, pero es como si el libro no supiera qué hacer con él, y sólo atinara a “traducirlo” a su equivalente arty, la forma de vida del escritor en residencia, con sus apremios calibrados, su desamparo sin consecuencias, su intemperie a plazos.