por Marcelo Bátiz
La habitual presentación del proyecto de ley de Presupuesto vino en esta oportunidad con el añadido de un paquete legislativo de cuya aprobación y eventuales modificaciones dependerá en gran parte la economía del 2018 y el futuro de la relación del gobierno nacional con las provincias, los sectores empresarios y los contribuyentes en general.
La prórroga del impuesto al cheque descolocó a todos. A los gobernadores, que habían lanzado la propuesta de coparticiparlo por completo y no sólo el 30 por ciento como en la actualidad. A los empresarios, cuyas esperanzas por una reforma impositiva se derrumbaron al comprobar que desde el Ministerio de Hacienda no prevén avanzar ni un paso con un tributo que era número puesto. Y a los contribuyentes, a quienes resignar el 1,2 por ciento de cada cheque cobrado les hace pensar cada día cuáles son los beneficios de la formalidad.
Hubo, en realidad, una modificación en el proyecto de prórroga, ya que el 70 por ciento de lo recaudado por el impuesto iría directamente a la ANSES y no al Tesoro. Un cambio que a los gobernadores y empresarios ni los inmuta: seguirán cobrando y pagando lo mismo. Y los jubilados también cobrarán igual, sólo se evita el paso de transferir los recursos de una caja a otra del mismo Estado nacional.
El trasfondo de este conflicto no está exento de una triste regla de oro que define a toda la estructura tributaria argentina. Los impuestos no se crean ni se aplican siguiendo un criterio de equidad y justicia, sino por la urgencia de recaudar. Sin admitirlo, no se podría entender cómo Domingo Cavallo derogó este impuesto al cheque en 1991 por considerarlo “distorsivo” y lo reinstaló diez años después, con un carácter supuestamente “transitorio” que ya pasó los 16 años.
Reflejo de una estructura emparchada, el impuesto al cheque no sigue al pie de la letra los lineamientos de la ley de Coparticipación. De haberlos seguido, la Nación se quedaría con el 38,89 por ciento de lo recaudado y las provincias más la ciudad de Buenos Aires con el 61,11 por ciento restante. Pero en este caso, sólo se coparticipa el 30 por ciento, con lo que el 61,11 por ciento de las provincias se reduce al 18,33 por ciento y el 38,89 por ciento de la Nación se expanden hasta el 81,67 por ciento.
Obviamente que la discusión no es por amor sino por dinero. En el proyecto de Presupuesto 2018, se espera que la Nación embolse 163.389 millones de pesos en concepto de ingresos por este gravamen. Las provincias se llevarían 36.370 millones. La diferencia entre coparticipar el impuesto como indica la ley 23.548 o como se hace ahora es de un poco más de 85.000 millones de pesos. Una suma que, según el criterio que se elija, puede ir para la Nación (como ocurrirá si se aprueba la prórroga sin modificaciones) o a las provincias, si se lo coparticipa al cien por ciento.
Los empresarios, terceros en discordia en este conflicto, reclaman la derogación del impuesto o al menos una rebaja sustancial en sus alícuotas, de 0,6 por ciento para los débitos y un porcentaje similar para los créditos.
Si se lo derogara, las cuentas para Nación y provincias es más sencilla: no cobrarán un peso. Una opción atendible por razones de competitividad y de cierto alivio en la carga impositiva en general, pero ya se ha dicho que en estos casos lo urgente prevalece sobre lo importante.
Los que se espera recaudar por el impuesto al cheque no será equiparable a lo que ocurrirá con IVA o Ganancias, pero de ninguna manera es una suma para despreciar. Menos para un gobierno que, después de tres años de gestión, tiene como meta cerrar 2018 con un déficit primario del 3,2 por ciento del PBI. Y el impuesto al cheque equivale al 41 por ciento de ese déficit, que se elevaría al 4,5 por ciento en caso de que se lo derogue. El impuesto al cheque representará el año que viene el 7,8 por ciento de los ingresos corrientes y servirá para hacer frente al 5,87 por ciento del gasto total.
No obstante, hay otras opciones a considerar. La posibilidad de un crecimiento económico mayor al oficialmente previsto podría compensar esa pérdida con ingresos mayores de otros tributos.
Una segunda opción no parece ser muy tenida en cuenta, pero no por eso se debe dejar de lado. Ya no se trata de bajar el gasto, simplemente de aumentarlo un poco menos. Si en vez de elevar el gasto nominal un 16 por ciento, como se prevé en el proyecto de Presupuesto, se lo aumentase el 9,2 por ciento, la derogación no afectaría al Estado Nacional y beneficiaría a empresarios y contribuyentes.
Pero, ¿qué pasaría con las provincias? En este caso, también deberían aumentar el gasto nominal menos que lo previsto. Difícil convencer a 24 administraciones para llevar a cabo esa tarea, mucho menos si se tiene en cuenta que son las encargadas de la mayor parte de los servicios sociales del país.
Y para un Estado nacional que destina cerca del 40 por ciento de su presupuesto a la atención del sistema previsional, bajar el aumento del gasto del 16 al 9,2 por ciento implica recortes considerables en otras áreas. Reducir la cantidad de ministerios sería un buen primer paso, pero desde luego que no alcanza ni para completar la décima parte de esa brecha.
Entre tantas especulaciones, faltaría que además de los intereses del Estado nacional, las provincias y los empresarios, alguien se ocupara de los contribuyentes de a pie. Pero en este tarro solo hay espacio para tres orejones.
DyN.