Luciano Provenzano (34) fue asesinado en noviembre de 2017 y algunas partes de su cuerpo arrojadas en bolsas de consorcio a tres cuadras de Tribunales. Las pistas que se siguieron, los sospechosos y la trama de uno de los crímenes más impactantes de los últimos tiempos. Y que sigue impune.
por Fernando del Río
@Ferdelrio22
Pasaron 10 meses desde aquella tarde en la que dos cartoneros que empujaban su carro por las calles cercanas a Tribunales descubrían junto a papeles, botellones plásticos y bolsas con basura una pierna mutilada. El tatuaje tribal de la pantorrilla se interrumpía súbitamente cuando no se desdibujaba entre la sangre pegajosa. La zapatilla Nike le daba un toque de realidad al ficcional morbo. Por la vereda de la calle Brown las gentes no detenían sus pasos, ignorantes de lo que a los dos hombres ya los aterraba. Bastaría que ellos dos descorrieran otras bolsas de nailon para comprender lo incomprensible: ahí yacía el cuerpo descuartizado de un hombre.
Luciano Provenzano tenía 34 años y fue identificado horas después por las huellas de sus 9 dedos. Porque en medio de la perversión del desmembramiento alguien se tomó el trabajo extra de enviar un mensaje cercenando un anular. Salvo la cabeza, los muslos y parte del tronco, el resto del cadáver estaba esparcido entre la basura de la obra en construcción de Brown al 1700. La ausencia del dedo en una mano no podía significar otra cosa más que un código dirigido a vaya a saberse quién.
Durante los siguientes 10 meses los investigadores intentaron desentrañar el misterio de un crimen que se alzó como el más desconcertante de un buen tiempo a esta parte, pero apenas pudieron confirmar tres certezas: la de un drama, la de un inframundo cada vez menos infra y más supra, y la de un fantasma.
El marginal
El asesinato y descuartizamiento de Provenzano ocurrió entre el atardecer y noche del domingo 5 de noviembre de 2017, la jornada previa a la tarde en la que los restos cercenados fueran descubiertos por los dos cartoneros. Se cree que, como los días anteriores, Provenzano merodeó el centro de la ciudad y se relacionó con gente marginal, entes similares a eso en lo que él mismo se había transformado por cuestiones de la vida.
El Tano era un hombre con problemas de consumo de drogas y alcohol, miembro de una familia trabajadora, con hermanos preocupados por él y una madre que lo intentaba desde donde podía para recuperarlo. Un par de semanas antes, a fines de agosto de 2017, se había ido de la casa de un hermano en el barrio Don Emilio por problemas con un “transa” santiagueño. El vendedor de drogas de ese sector de la ciudad -al que le atribuyeron algunos homicidios- lo había atacado y por miedo a algo más grave se había ido para el centro, donde recaló en el departamento de Falucho al 2000.
Los tatuajes del pecho sirvieron para iniciar la identificación.
Provenzano había ido a parar allí por un favor que le debía el inquilino de ese inmueble. Se trataba de un remisero -conocido de la familia- al que Provenzano había ayudado tiempo atrás: “Por supuesto, me salvaste de dormir en la calle una vez”, le dijo el joven llamado Juan Pablo.
-Eso sí, sin gente extraña en el depto –le puso como condición y Provenzano aceptó.
Ambos eran muy diferentes porque mientras el remisero salía a trabajar de mañana y regresaba por la tarde, el Tano no hacía mucho más que pasar el tiempo. Y el viernes 3 rompió esas reglas al ingresar al departamento al Polaco, otro merodeador del centro marplatense. Bebieron, consumieron algunas pastillas, y cuando el remisero retornó se produjo una lógica discusión. El Tano habló.
-Te pagué 3 lucas para vivir acá, no hay más reglas –le dijo al remisero, quien no respondió en ese instante por la negativa. Lo que hizo fue, más tarde, cerrar el departamento con las dos cerraduras sabiendo que una de ellas no se abría con la copia que le había al Tano Provenzano.
En las horas siguientes hubo amenazas por teléfono y el remisero se contactó con la familia para que convencieran al Tano de dejar el departamento.
Horas finales
de un misterio
El sábado 5 de noviembre Provenzano estuvo dando vueltas por el centro y paró con el “Misionero” en la plaza Mitre a tomar unas cervezas. Se juntaron en los “calentitos”, salidas de aire de la maquinaria subterránea que hay en la manzana que da a Colón y San Luis, con unos raperos y una parejita hasta que llegó la policía.
Los padres de unos nenes que jugaban por ahí entendieron poco saludable esa escena y llamaron al 911. Todo el grupo aceptó ser identificado, menos Provenzano.
-¡Asco a la gorra! –dijo mientras lo cacheaban.
-Flaco, estamos laburando, cortala –le respondió un oficial.
Sin delito, sin desorden, no hubo motivo para extender la intervención de la policía y Provenzano se fue.
En la madrugada del domingo quedó registrado el último rastro del Tano. Con sus conocidos de la calle fue hasta la puerta de Casa Rock, el espacio de recitales cercano a la plaza Mitre. Tocaba una banda tributo al Indio Solari. “Pegar” algo en la puerta, un trago, cualquier cosa, se imponía como mejor plan. No pasó demasiado de eso. Una cámara de seguridad lo habría captado yéndose solo, a eso de las 3.30.
El otro registro fue en forma de unos mensajes que intercambió desde su teléfono con Vanesa, una mujer que había sido su novia. Habían pasado las 5 de la mañana del domingo y todavía estaba con vida. Luego, su cuerpo descuartizado en bolsas negras de consorcio.
La autopsia a los restos que se pudieron recuperar apenas permitieron establecer que Provenzano había sido asesinado entre la noche del domingo y la madrugada del lunes. Que los cortes para el desmembramiento habían sido limpios, quirúrgicos, y que el causal de muerte era indeterminado.
Los sospechosos
Junto a los trozos mutilados del cuerpo la policía halló dos elementos relevantes, una llave magnética y un comprobante de operación bancaria. Lo primero correspondía al departamento compartido hasta el sábado por el Tano con el remisero. Policías de la DDI “peinaron” las cuadras cercanas con el afán de que alguna puerta se abriera y lo consiguieron a cuatrocientos metros. Con ese hallazgo, con los tatuajes que se veían en algunos restos (calavera con la lengua hacia afuera en el brazo izquierdo, un tribal en la parte inferior de la pierna derecha, un payaso calavera en antebrazo izquierdo y la letra M en el pecho) y con las huellas digitales terminaron por identificar a Provenzano.
El cuerpo de Provenzano fue descuartizado y arrojado a la basura en bolsas de consorcio.
Lo segundo de interés que había en las bolsas, el ticket, una esperanza.
La titular de la cuenta que figuraba como receptora de un depósito de dinero era la encargada de un edificio del centro de la ciudad y al ser consultada dijo que no había nada raro. Era su sobrino quien le había hecho la transferencia y que vivía con su novia en un departamento sito frente a donde apareció el cadáver. Y lo más importante: la novia era instrumentista quirúrgica.
Las cámaras de seguridad habían captado a dos personas, en apariencia un hombre y una mujer, trasladando bolsas negras en la mañana del lunes. A Provenzano lo habían matado en otro lugar, probablemente en un departamento de la zona lo que obligó a su mutilación para acarrearlo más cómodamente. El fiscal Alejandro Pellegrinelli no tardó en pedir un allanamiento para el domicilio de Brown al 1700, pero los jóvenes no tenían ninguna vinculación con el crimen, pese a que los cortes precisos en el descuartizamiento “hablaban” de una persona instruida en esos menesteres. Apenas unas fatales coincidencias y un ticket movido de una bolsa a otra sin más ley que la de la gravedad.
El remisero también fue descartado a pesar de aquella última discusión y la única hipótesis que sobrevivió fue la de ese inframundo. Investigaron el entorno de los personajes con los que el Tano se juntaba: el Misionero, el Peque, el Polaco. Y supieron algo más… Supieron que Provenzano consumía, además de alcohol y drogas sociales, psicofármacos. Supieron que para acceder al Akatinol -un medicamento para tratar Alzheimer o trastornos de la memoria- necesitaba recetas firmadas por un médico o simplemente falsas. Y supieron que un hombre mayor, jubilado, relacionado con otros más jóvenes “de la calle” se las proveía a algunos de ellos a cambio de favores, en ciertos casos, sexuales. Los investigadores también supieron que este hombre vivía en un departamento de la galería Sacoa.
La policía allanó en los días siguientes ese departamento y lo encontró vacío, con señales de abandono, sin huellas.
El “viejo Jorge”, como lo habían referido los conocidos de Provenzano, ya no estaba. Al igual que un fantasma en plan de huida había desaparecido hacia cualquier sitio. “Tiene algo que ver con la Armada, fue cura de los milicos o algo así”, dijo otros de los usuales acompañantes callejeros del “Tano”. Fue una sospecha real alrededor de un hombre de incomprobable existencia.
Y allí acabó todo. Ni los 12 terabytes en videos de cámaras seguridad de las inmediaciones del hallazgo, ni los testimonios, ni las conjeturas, pudieron dar el paso hacia adelante que la investigación necesitaba.
Nada quedó más que la esperanza de hallar al culpable del brutal asesinato de un hombre enfermo. El “Tano” aseguraba que iba entrar en la Catedral con dos granadas y al grito de “Alá” la iba a hacer volar por los aires. Sus locuras -germinadas en el consumo de drogas- eran frecuentes, como aquella noche en la que un travesti lo corrió por la calle con una cuchilla en la mano jurándole que lo mataría.
-Me falta uno para el papi, ¿te prendés? –fue el desafío desequilibrado.
“El no era delincuente, era un enfermo”, declaró un miembro de la familia de Provenzano. El drama de las adicciones había llevado a que lo internaran en la Posada del Inti y en el pabellón neuropsiquiátrico del HIGA. La madre había intentado, una vez más, que la obra social de los municipales le cubriera otra internación, pero la respuesta no llegó a tiempo.