Por Juan Miguel Alvarez
Debió ser la final más importante en la historia del fútbol argentino. Pero fue, es y será la más vergonzosa. Cualquiera sea el desenlace, esta Copa Libertadores ya no merece un campeón.
River-Boca fue suspendido nuevamente, en otro episodio de incapacidad, pujas de poder, insensatez y todos los males que rodean a la pelota. ¿Quién puede celebrar un logro deportivo en estas condiciones?
La final más esperada, la tantas veces soñada, desnudó todas las miserias que hay en torno al fútbol, que no son muy distintas con las que convivimos día a día en la sociedad. Porque por más prensa e interés que tenga un River-Boca, por más que quedemos expuestos a los ojos del mundo, más grave aún es un muerto por un hecho de inseguridad o que haya gente que no tenga recursos para comer. Todo en su justa medida. Sino corremos el riesgo de pensar que un resultado es de “vida o muerte”, mensaje que tantas veces escuchamos los últimos días de boca de algunos formadores de opinión. Y ojo, este es un problema que se resuelve con el compromiso de todos, principalmente los que tienen poder de decisión, pero no de un día para el otro. Y principalmente con educación, no con un Jair Bolsonaro en el poder.
Lo que ocurrió el sábado tiene responsables concretos. Porque la culpa no fue de los hinchas que pagaron una entrada, alentaron a su equipo, estuvieron seis horas encerrados en un estadio ¡a 50 años de la tragedia de la Puerta 12! y se fueron con una profunda tristeza.
Tampoco de los millones de argentinos que vieron espantados lo sucedido por TV, ni de los que no se sienten atraídos en lo más mínimo por esta expresión cultural llamada fútbol.
Fue la Conmebol la que puso el negocio sobre la cordura. La policía de la Ciudad la que no custodió ¡un micro! ni coordinó un operativo a la altura de las circunstancias.
Fueron delincuentes -que deben ser identificados y pagar las consecuencias- los que lanzaron piedras al colectivo de Boca, hicieron disturbios y robaron entradas.
La sociedad no tiene la culpa, forma parte del contexto.
Vivimos en un país cargado de violencia. Por eso es necesario poner en discusión el rol del periodismo que baja línea; el de los dirigentes y su íntima relación con los barras (después hablan de “algunos inadaptados”); el de ciertos hinchas que no son vándalos pero entran a una cancha de fútbol y se transforman en seres irracionales; e incluso el de los protagonistas que sienten la necesidad de trascender con palabras o gestos y no con la pelota en los pies.
La olla a presión explotó en esta final. Visto en retrospectiva, se entiende perfectamente el desenlace. Pero el fútbol enceguece al punto de creer siempre que todo puede salir bien.
Por eso había miles de familias en el Monumental. Como dos semanas atrás en la Bombonera. Pero muchos fueron los que, después del sábado, se resignaron completamente. Indignados, decidieron no exponerse ellos ni a sus hijos nuevamente. Entendieron, lógicamente, que no estaban dadas las garantías.
Los futbolistas de Boca, tampoco. Por una cuestión de seguridad e igualdad deportiva, con varios integrantes del plantel todavía afectados físicamente y psicológicamente.
Pero el domingo Conmebol continuó con la idea de jugar a como de lugar. Porque el negocio para ellos es tan grande que no valen las personas. Ya no solo los simpatizantes comunes, anónimos, siempre desestimados, sino que tampoco los deportistas que forman parte importante de esto.
Con un ambiente tan sensible, cualquier situación podía provocar una fatalidad. Pero la suspensión llegó solo porque esta vez los jugadores de Boca se pusieron firmes en su determinación. Una vez cuidaron su integridad.
La final de la Copa Libertadores expuso todavía más la ineptitud de Conmebol, la neglicencia policial, el negocio de las entradas, la mezquindad dirigencial, la hipocresía del periodismo, el vandalismo disfrazado de pasión, los intereses políticos, la corrupción y la desidia de quienes deciden con la billetera y no con la cabeza. A todos los que integran este circo.
Por eso ya no tiene sentido jugar el River-Boca. Ni siquiera cuando se recupere Pablo Pérez y todos los jugadores dañados. Tampoco a puertas cerradas, en Abu Dhabi o el Desierto de Sahara. Mucho menos debe definirse en un escritorio lleno de mafiosos.
La Copa Libertadores 2018 no merece un campeón. Porque otra vez el fútbol ya perdió.