por Nerea González
JOHANNESBURGO, Sudáfrica.- Hace treinta años, el 11 de febrero de 1990, el “preso más famoso del mundo” salió de la cárcel. Tenía 71 años, le acompañaba su esposa y a las puertas se encontró con una muchedumbre que ni él mismo esperaba. Ese día, Nelson Mandela volvió, por fin, a alzar el puño en Sudáfrica como hombre libre.
Aquella histórica fecha, la imagen de un Mandela envejecido, pero sonriente, dejando atrás para siempre la prisión Victor Verster -situada a las afueras de Ciudad del Cabo- no solo dio la vuelta al mundo, sino que se convirtió en el mejor póster de una nueva Sudáfrica que también, por fin, empezaba a alejarse del racismo del “apartheid” y se encaminaba lentamente hacia la democracia.
“Al principio no alcanzaba a distinguir lo que ocurría ante nosotros, pero cuando estábamos a unos cincuenta metros de la puerta vi una tremenda conmoción y una enorme multitud: había cientos de fotógrafos, cámaras de televisión y periodistas, además de varios miles de espectadores“, contaba el propio “Madiba” en su autobiografía, “El largo camino hacia la libertad”.
Que su salida causase semejante conmoción no solo le asombró sino que incluso le causó cierta alarma. Para él habían transcurrido algo más de 27 años de cautiverio, de trabajos forzados, de estudio en la soledad de su celda y de lejanos sueños políticos de un futuro mejor para los africanos oprimidos.
Para el mundo exterior, sin embargo, fueron casi tres décadas en las que Mandela se convirtió en el gran rostro de la resistencia contra el régimen segregacionista del “apartheid”, a una dimensión tal que su propio protagonista difícilmente podía ser consciente.
La realidad que él conocía había cambiado mucho y, en ese pequeño recorrido a pie entre la multitud, un periodista se atrevió incluso a ponerle “ante las narices un objeto, largo, oscuro y peludo” que él no sabía identificar.
“Retrocedí sobresaltado, pensando que tal vez se tratara de un arma moderna y exótica desarrollada mientras estaba en la cárcel. Winnie (Madikizela-Mandela, su entonces esposa) me explicó que se trataba de un micrófono”, admitía Mandela en su autobiografía.
Casi tres décadas de cárcel
La mayor parte del cautiverio de “Madiba”, como aún le llaman cariñosamente sus compatriotas, había transcurrido en la prisión de Robben Island, una isla frente a las costas de Ciudad del Cabo que durante décadas operó como una especie de “Alcatraz” sudafricano con condiciones terribles.
Desde allí fue trasladado en 1982 a la prisión de Pollsmoor, junto con otros veteranos activistas antiapartheid condenados a cadena perpetua, para evitar su influencia en los presos más jóvenes.
En Victor Verster, la prisión de la que salió aquel 11 de febrero de 1990, solo pasó sus últimos catorce meses como preso político.
Allí había disfrutado de mejores condiciones gracias a la presión política internacional que asfixiaba al Gobierno de Pretoria, pero también por su estado de salud más débil, cumplidos ya los 70 años de edad.
Antes de su liberación transcurrieron varios años de negociaciones infructuosas en las que el Gobierno racista de la minoría blanca había intentado acordar su salida de la cárcel.
Pero Mandela siempre se había negado a establecer términos para su propia libertad, a menos que esta llevase también aparejada la legalización del movimiento bajo el que militó, el Congreso Nacional Africano (CNA, proscrito desde 1960) y la esperanza de un verdadero futuro para todos los “no blancos” de Sudáfrica.
Símbolo del inminente del fin del apartheid
Todo cambió oficialmente el 2 de febrero de 1990, cuando Frederik Willem de Klerk (el último presidente blanco del país y Premio Nobel de la Paz de 1993 junto a Mandela) pronunció un discurso ante el Parlamento que cambiaría para siempre el destino de Sudáfrica.
En él avanzaba las claves de una transición negociada hacia la democracia, que incluía la legalización inmediata tanto del CNA y de otras organizaciones prohibidas como la liberación de los presos políticos, incluido Mandela.
“Las elecciones generales del 6 de septiembre de 1989 pusieron a nuestro país en el camino de un cambio drástico. Subrayan la creciente comprensión, por parte de un número creciente de sudafricanos, de que sólo el entendimiento negociado entre los líderes representantes del conjunto de la población es capaz de asegurar una paz duradera”, afirmó De Klerk aquel día.
A aquel anuncio le seguirían cuatro años de mucha tensión, en los que Sudáfrica estuvo al borde de la guerra civil, pero que terminaron con final feliz: entre el 26 y el 29 de abril de 1994 el país celebró sus primeras elecciones democráticas y multirraciales y convirtió a Mandela en su primer jefe de Estado negro.
Su partido, el CNA, lleva, de hecho, gobernando ininterrumpidamente el país desde entonces, con victorias por encima del 50 % de apoyo en todas las elecciones.
Ha sido algo más de un cuarto de siglo en el que la “nación arcoiris”, como se conoce al país, no ha sabido reparar aún todas las heridas e injusticias creadas por las más de cuatro décadas de segregación racial (y por siglos de dominación colonial previos).
Algo más de 25 años en los que el Estado ha sido saqueado por la corrupción y en los que Sudáfrica no ha podido quitarse el título de campeona mundial de la desigualdad social.
Pero el país sí que ha sabido mantener la paz y hacer notables progresos en muchos otros ámbitos.
Esos avances solo se podían soñar aquel 11 de febrero de 1990, cuando Mandela volvió por fin a levantar en público su puño triunfante -un gesto característico de los luchadores por la libertad- para saludar a la multitud que le daba la bienvenida como a un héroe a su salida de Victor Verster.
Este martes, Sudáfrica celebra el aniversario de la liberación de Mandela (fallecido en 2013) con distintos actos que incluyen, entre otros, una reunión del comité original que le recibió al salir de la cárcel, un discurso del presidente del país, Cyril Ramaphosa, y una charla que contará con la Nobel de la paz liberiana Leymah Gbowee.
EFE