El 24 de febrero de 1937 el país se conmovía por el secuestro y asesinato del niño Eugenio Pereyra Iraola, ocurrido en una estancia cercana a Mar del Plata. La acusación recayó sobre un linyera. El caso -atravesado por múltiples circunstancias políticas y sociales- figura entre los más resonantes de la historia policial argentina.
por Gustavo Visciarelli
gustavovisciarelli@gmail.com
Gancedo mantiene la mirada baja mientras lo exhiben a la prensa como a un trofeo de caza. Las marcas en su pómulo izquierdo y en su nariz bien pueden corresponder a un golpeador diestro, pero la explicación policial es otra: “El preso arremetió contra las paredes del calabozo en medio de una crisis nerviosa”.
Antes de confesar, pasa dos días y medio en la comisaría primera de Mar del Plata, donde diariamente se agolpa una multitud que arde de curiosidad y ansias de linchamiento. Allí Gancedo afronta interrogatorios, careos y artilugios psicológicos tendientes a quebrar su mutismo. Son prácticas corrientes. Algunas, incluso, trascienden a la prensa sin que nadie se escandalice.
Lo alojan en un calabozo junto a un “preso” que recibe raciones que se niega a compartir, pese a que Gancedo se lo pide. Es, en realidad, un “hombre de investigaciones” que ayuda a minar el ánimo del acusado e intenta sonsacarle una confesión.
Lo llevan a la morgue del Hospital Mar del Plata para mostrarle el cadáver del nene asesinado. Gancedo no se inmuta y pide un cigarrillo, dicen las crónicas.
Es de suponerse que a lo largo de ese tenso proceso, plagado de diligencias similares, acontece el incidente que marca su rostro.
Finalmente el mutismo se hace trizas. Gancedo confiesa el crimen. Veinticuatro horas más tarde se desdice ante decenas de testigos, incluyendo periodistas. Pocos días después está muerto.
Los caminos de un linyera
Se llama José, tiene unos 45 años y es español; datos que devienen ociosos cuando la crónica policial fusiona su identidad y su escalafón social en un rótulo: “El Linyera Gancedo”.
No es difícil conectar algo de su vida con la gran historia del país. Argentina es el “granero del mundo” y miles de braceros viajan furtivamente en los ferrocarriles hacia las cosechas. Un término de origen discutido le da el nombre de “linghiera” al envoltorio en que llevan sus pertenencias. Los usos y costumbres hacen el resto.
En 1920 el gobernador José Camilo Crotto les transfiere, sin querer, su propio apellido al autorizarlos a viajar gratis en los trenes de carga. En 1936 el Ferrocarril del Sud, británicamente minucioso, registra el desplazamiento de 350 mil crotos o linyeras en sus formaciones.
Entre ellos también hay dos clases. Una, la de los “crotos de juntada”, que aparecen en tiempo de cosecha y luego vuelven a sus hogares. Algunos dejan una impronta romántica con sus ideas libertarias y sus libros anarquistas ocultos en sus “monos” o “linghieras”. Hay también un gran número de extranjeros que, siguiendo el derrotero de las golondrinas, vienen de Europa y retornan con lo ahorrado.
La segunda clase, la de los “permanentes”, está conformada por los que jamás escapan de ese circuito y quedan deambulando por territorios rurales o ferroviarios. De a poco, “linyera” o “croto” pasa a ser sinónimo de vagabundo.
Eso es José Gancedo en febrero de 1937, cuando con su frondosa barba y su traza menesterosa aparece pidiendo alguna changa en la estancia “La Sorpresa”, cerca de Estación Camet, con dirección a Cobo, a unos 25 kilómetros de Mar del Plata.
Un niño en una hamaca
Eugenio Simón mira hacia arriba con sus inmensos ojos en esa foto familiar que seguirá estremeciendo el alma de quien la observe, aunque pasen ocho décadas.
Tiene dos años y es el más pequeño de siete hermanos. Por una tradición familiar, los cinco varones heredaron el nombre de pila de su padre, Simón Pereyra Iraola; y las dos niñas el de su madre, Dolores Santamarina. Ambos apellidos rutilan en el círculo de la aristocracia terrateniente que sustenta el poder económico y político del país.
El padre de Dolores es el estanciero conservador Antonio Santamarina, ex intendente de Tandil, quien ahora ocupa una banca en la cámara del Senado nacional que tres años antes vio morir baleado a Enzo Bordabehere.
El miércoles 24 de febrero -día en que Eugenio desaparece- el legislador está en el Bristol Hotel de Mar del Plata junto al vicegobernador de la provincia, Dr. Aurelio Amoedo. Al día siguiente recibirán en la estación de trenes al Presidente de la Nación, que encabezará una revista naval. Se trata del general Agustín P. Justo, hombre clave de la “Década Infame”.
Pero Eugenio es un nene de dos años que nada sabe de eso y que al caer la calurosa tarde, con su mameluco azul y sus zapatillas blancas, se mece en una hamaca en el parque de la estancia “La Sorpresa”.
Por el rumbo de las vías
Gancedo es un hombre diminuto. Viste un saco andrajoso, gorra, camiseta de mangas largas y una bombacha de campo que sujeta a la cintura con una faja de lana negra. Dicen que en su boca aflora un temblor espasmódico que le da apariencia de estar hablando en voz baja.
Los diarios instilan semblanzas lombrosianas -su calamitoso desaseo, su “mentón cuadrado, un poco saliente”, su “labio inferior caído y singularmente grueso”, “la conformación de sus orejas”- que ubican al acusado “en los lindes de la anormalidad”.
Pero Gancedo comprende sus actos. Al menos eso dice el informe preliminar de una eminencia que llega a la ciudad para examinarlo: el doctor Arturo Ameghino, jefe de Cátedra de Clínica Neurosiquiátrica de la Facultad de Medicina y médico del Hospicio de las Mercedes. Desde entonces la prensa ya no ve en el acusado un posible “tarado mental” sino un “cínico simulador” que procura impunidad con su silencio.
Ese hermetismo también deja sombras eternas sobre su propia historia. Los policías logran averiguar algunos datos dispersos: su llegada al país en 1914 y su largo peregrinar de changador por Comodoro Rivadavia, Tandil y más tarde Balcarce. Los archivos prontuariales guardan registros de una detención en Mar del Plata por un “problema menor”.
La inmensa notoriedad que ha alcanzado su figura saca a la luz un aparente episodio ocurrido hace algún tiempo, cuando changueaba en la estancia “El Tejado”, de los González Segura, a siete kilómetros del acceso a Mar del Plata, junto a las vías del ferrocarril. Se dice que los dueños practicaban tiro con revólver y pistola cuando Gancedo irrumpió por sorpresa, sacó un arma de su faja, descerrajó media docena de disparos contra los blancos y dijo: “Yo también sé tirar”. No sólo fue expulsado del campo sino también de la zona, tarea que ejecutó con métodos “prácticos y enérgicos” el agente del destacamento Camet.
A mediados de febrero, Gancedo aparece casi 20 kilómetros al norte, siguiendo el rumbo de las vías del ferrocarril. Pide trabajo en la estancia “La Sorpresa” de Sara Pereyra Iraola, tía del pequeño Eugenio. El mayordomo, sabiendo que en pocos días recibirán visitas importantes, lo manda a cortar los pastos del inmenso parque.
Un fugaz “hombre barbudo”
El miércoles 24 de febrero de 1937 es un día caluroso e interminable que comienza en la estancia “San Simón”, ubicada en Ramos Otero, partido de Balcarce. Su dueño, Simón Pereyra Iraola, emprende viaje hacia “La Sorpresa” junto a su esposa, sus siete hijos y el personal doméstico. Piensan pasar allí una larga estadía veraniega. De hecho, el tandilense José Lafuente los acompaña al mando de un camión cargado con enseres y equipajes.
Al atardecer la familia está instalada y los niños juegan en el parque ante la mirada de su madre, que teje debajo de un árbol, cerca de la residencia principal; una construcción noble y rectangular con habitaciones alineadas en torno a un patio interno. Una hiedra ha ganado las paredes exteriores, dejando a salvo sólo las ventanas y las blancas columnas que sustentan el pórtico. A pocos metros hay una pequeña capilla, también blanca, con techo a dos aguas y una cruz que corona la cumbrera.
La frontera del parque es un cerco vegetal que lo circunda. Tras él nace bruscamente otro paisaje: montes, maizales, potreros, una aguada, un chiquero y a cien metros el albergue de los peones. Desde hace pocos días Gancedo vive allí, en un altillo.
Eugenio se mece en una hamaca que cuelga de una rama de árbol, muy cerca del límite entre el parque y el campo. Su madre se levanta, va hasta la vivienda y al regresar ya no lo encuentra. Uno de sus hermanitos, Santiago Simón, de sólo cuatro años, dice en una crisis de llanto que “un hombre barbudo” se lo llevó en brazos.
La extensa noche
La noche cae pronto y se puebla de faroles y linternas policiales; de voces que se internan en el campo llamando al niño.
El peso de los apellidos y la influencia del senador Santamarina encienden la maquinaria policial, que funciona intensamente a lo largo de la madrugada. Pronto localizan e interrogan al camionero Lafuente, que ha salido del campo casi en coincidencia con la desaparición del niño. En Dionisia (Otamendi) capturan al almacenero Daniel Silva -que fue mayordomo de “La Sorpresa” y “San Simón”, hasta que hace poco lo despidieron- y se lo llevan incomunicado junto a su esposa y su hijo de 14 años.
La policía irradia con insistencia el pedido de paradero de “un niño de cabellos rubios, vestido con mameluco azul”. La posibilidad de un secuestro extorsivo se instala de inmediato y una fabulosa hipótesis la asocia con la banda del “Pibe Cabeza”, que pocos meses antes asaltó al padre del pequeño en Pehuajó. Pero hay detalles -nadie vio movimientos, los perros no ladraron- que inclinan la mirada policial hacia adentro de la estancia. Esa madrugada detienen e interrogan a dos mensuales de 36 y 58 años, a un ordeñador de 18 y a un alambrador de 17. Gancedo, que es “un hombre barbudo”, aún no figura en la lista.
Al amanecer del 25 de febrero, Eugenio sigue ausente.
Gancedo y su ausencia
En la noche del 25 de febrero la policía formaliza la detención del “Linyera Gancedo”. Es el final de una jornada intensa.
Muy temprano llegaron a Mar del Plata en una avioneta el jefe de la policía provincial Pedro Ganduglia y el de Investigaciones, Víctor Fernández Bazán, mentor de una “ley” que lleva su apellido y cuyo único inciso reza: “Primero tiro y después pregunto”.
También ha llegado el juez del Crimen de Dolores, Horacio Areco, que tiene jurisdicción en esta zona.
El estupor social es palpable. Las tiradas de los diarios se agotan de inmediato y la noticia repercute en Nueva York. Las líneas de la Unión Telefónica se saturan con llamados que alientan falsas esperanzas: en toda la zona “vieron” a un “hombre barbudo” llevando a un niño de la mano.
El rastrillaje en los campos, otra vez infructuoso, siembra desesperanza sobre la suerte de Eugenio. Un cerco de policías rodea el casco central de la estancia y sólo se abre para algunos visitantes. Miembros de caracterizadas familias que veranean en Mar del Plata se acercan a solidarizarse con los Pereyra Iraola, que luego dejan el lugar para hospedarse en la residencia que Concepción Unzué de Casares posee en Bolívar y Olavarría.
La policía asegura que Gancedo se ausentó sospechosamente en horas de la mañana. El propio comisario Fernández Bazán ofrece a la prensa un curioso detalle: “Insistía en trabajar y entonces le dimos una azada para que fuera a sacar cardos”, oportunidad en que dejan de verlo.
El relato policial tiene un epílogo sorprendente: Gancedo es detenido esa misma noche cuando reingresa a la estancia por sus propios medios, prolijamente afeitado.
Los diarios reproducen la versión oficial. Al ser interrogado, el sospechoso responde: “Me saqué la barba porque la tenía muy larga”. Para ello viaja hasta Mar del Plata, donde un barbero “que lo notó muy nervioso”, acepta rasurarlo. Luego, inexplicablemente, regresa a la estancia y es detenido.
Al día siguiente traen a la comisaría al hermanito de cuatro años que presenció el secuestro y lo confrontan con Gancedo. Las crónicas refieren que el nene sufre una crisis nerviosa y le otorgan a la escena un valor probatorio irrefutable.
El estigma de las búsquedas
Los “rastrillajes palmo a palmo” parecen arrastrar un estigma ancestral: el de no hallar el cuerpo de la víctima. Le sigue, usualmente, una macabra coincidencia que devela el misterio.
En la incesante búsqueda de Eugenio desagotan una aguada, inspeccionan tanques australianos y un arroyo, requisan viviendas cercanas y hasta siegan un maizal de varias hectáreas.
El cuerpo es hallado accidentalmente en la mañana del sábado 27 de febrero a unos 1.700 metros del sitio donde desapareció el nene. A la noche llovió y hay presagios de tormenta, pero Juan Bidart -que arrienda una parcela cerca de “La Sorpresa”- se interna en el campo para carnear una oveja. El vuelo de unos chimangos tuerce su camino y lo lleva hasta unos pastizales donde yace el cadáver desnudo. El mameluco y las zapatillas son localizados por la policía poco después, no muy lejos de allí.
La tormenta se desata y bajo su furia trasladan el cuerpo de Eugenio a la morgue del Hospital Mar del Plata. Los forenses constatan estrangulamiento manual. Las crónicas no hablan de abuso sexual, quizás porque no existió o acaso porque es muy difícil referirse a ello en 1937.
El cuerpo de Eugenio es trasladado en tren y el gobernador Manuel Fresco recibe a la familia Pereyra Iraola en Estación Constitución. Pero antes la policía lleva a Gancedo a la morgue para que mire el cadáver. Dicen que no se inmuta.
Domingo de confesión
Gancedo confiesa el crimen al día siguiente, domingo 28 de febrero. LA CAPITAL refiere que “el interrogatorio del día comenzó a las 14 horas”.
Los policías pronto requieren la presencia del juez Areco, quien se encuentra en Mar del Plata y no tarda en llegar junto al defensor de pobres y ausentes, José Negri. También concurre el ministro de Gobierno de la provincia de Buenos Aires, Roberto Noble, quien ocho años más tarde fundará el diario Clarín.
El propio juez Areco reúne después a los periodistas en el patio de la comisaría para transmitirles las novedades. Afirma que halló a Gancedo “pálido, triste, abatido y nervioso” y que un oficial le “solicitó amablemente que descargara su conciencia diciendo todo lo que sabía”.
Areco asegura que el acusado admitió haber sufrido “un impulso irresistible que no supo explicar” y que se llevó al niño, “primero de la mano y después en brazos”.
En su confesión, Gancedo niega la intencionalidad del hecho y sólo reconoce haberle tapado la boca con la mano cuando empezó a llorar. Y que al ver que estaba inconciente le quitó la ropa e intentó reanimarlo. “Estuve como una hora y lo alumbré con un fósforo para ver si reaccionaba”, asegura. También admite que en el transcurso de la madrugada salió del altillo donde dormía y se internó en el campo para “echar un poco de tierra” sobre el cuerpo.-
“Yo no maté a nadie”
La reconstrucción del crimen se realiza al día siguiente, lunes 1 de marzo en presencia de la prensa, que ya no duda en trazar comparaciones con Cayetano Santos Godino, “El Petiso Orejudo”, múltiple asesino de niños que purga prisión en Ushuaia.
Gancedo, llevando de la mano a un policía que hace las veces de Eugenio, se encamina desde el parque de la estancia hacia el campo y en el trayecto responde un par de preguntas que aparentan coherencia; pero al llegar al borde de un maizal se detiene y descerraja: “Hasta ahora seguí la farra, yo no tengo nada que ver, no maté a nadie”. En el acto hace saber su voluntad de no seguir. “Me duelen los pies, estoy cansado”, le escuchan decir los periodistas.
Tras algunos titubeos el juez Areco suspende la diligencia y explica a la prensa que, según el Código de Procedimientos, la reconstrucción no es imprescindible para probar un hecho.
Gancedo vuelve a la comisaría primera donde empiezan a correr sus últimos días de vida.
La última noche
El martes 23 de marzo por la noche lo sacan del calabozo para ascenderlo a un auto que se encamina a Dolores. El sumario ya ha sido elevado al doctor Areco, de modo que el viaje preanuncia el procesamiento de Gancedo y su posterior alojamiento, quizás de por vida, en la cárcel de aquella ciudad.
Es un viaje largo y complicado por el viejo camino de tierra. La ruta 2 está en construcción y recién será inaugurada el año siguiente.
Al iniciarse la madrugada, Gancedo ingresa al calabozo número 1 de la flamante Brigada de Investigaciones de Dolores, ubicada en Mitre 268. La tarea de custodiarlo recae en el agente Miguel Augusto, quien asegura no haber presenciado nada extraño aquella madrugada. Lo releva entre las 4.30 y las 5 el agente Cirilo Galván que, urgido por ver al notorio criminal, se asoma al calabozo.
Gancedo ha muerto ahorcado con su propia faja, que está atada a una bisagra a dos metros de altura. No hubo salto, sino que tuvo que agacharse. Los forenses constatan la muerte por ahorcamiento y hallan lesiones tuberculosas en los pulmones de la víctima. Estiman que murió entre las 2 y las 2.30, noventa minutos después de ingresar al calabozo.
Un artículo publicado por LA CAPITAL el 25 de marzo indica que el juez Areco ordenó la exhaustiva investigación del hecho. Y que el Museo Ramón Melgar del Colegio Nacional de Dolores recibió una singular donación: el cerebro del “Linyera Gancedo”.-