Policiales

El cementerio de la desolación

Por Fernando del Rio

Desde hace unos días, el cementerio de Miramar está cambiado. Diego Martínez es el nuevo policía al cuidado de sus pasillos, de sus criptas. Se mueve del puesto asignado y mira todo lo que puede mirar. No más que eso.

Cuatro flamantes reflectores se distinguen sobre algunas bóvedas contenedoras de recuerdos italianos y son tan solo una excusa a la espera de la 16 cámaras de video que se instalarán por estos días. Echan luz por la noche, la cerrada noche invernal miramarense, sobre los estrechos pasillos de las tumbas. No más que eso.

Martínez, como policía de ciudad chica, se muestra algo abierto al diálogo, pero igual guarda esa preferencia por el silencio que la subordinación le manda. “No sé mucho, solo que es un drama. Yo me la pasé buscando el cuerpito de Ciro Aranda en Otamendi el verano pasado. Horas y horas bajo el sol, en campos de papa, con el pasto hasta acá arriba –se señala las rodillas- y es muy doloroso para la familia”.

El cementerio de Miramar quedó chico hace ya mucho tiempo y los muertos ganaron una media hectárea al Vivero Dunícola hacia el lado de la costa, que está allá a un kilómetro. El ala principal, enmarcada entre filas de bóvedas, está atestado de tanta tumba y de ese mar de lápidas grisáceo y quieto. Al caer el sol, la oscuridad es mucho más oscura en un cementerio. Y cuánto más en uno como el de Miramar, donde los malignos han merodeado en los últimos tiempos en busca de cadáveres de bebés.

Entonces, cuando la soledad y la penumbra se conjugan, el temor a lo desconocido transforma a cualquiera. Es por aquello de que nada existe hasta que uno lo siente. Como lo que sucedió días atrás, cuando el sereno salió a recorrer y vio un bulto junto a una tumba. Era casi la medianoche. Las puertas del cementerio se habían cerrado hacía varias horas de manera que nada, excepto un perro, podía ingresar. Sin embargo el bulto ahí estaba. Y se movía.

El sereno caminó detrás del tenue rayo de luz que su linterna emitía y se acercó. La costumbre de su trabajo no le reprimió el miedo, pero avanzó. Dijo alguna frase de alerta que hizo mover aún más a ese bulto y poco a poco lo convirtió en una señora mayor, doliente, aferrada a la tumba de un ser querido.

Esa noche el sereno pudo ver, pero hubo otras dos en las que, por alguna razón, no advirtió las manos y herramientas que escarbaron las tumbas de Ciro y Liam. “En el corralón municipal hay 5 serenos. Acá está ese hombre solo. ¿Qué quieren que haga en semejante lugar?”, argumenta con lógica un empleado.

“¿Sabés qué? Debería existir una ley como la de órganos. Si vos no decís lo contrario, tu cuerpo se crema y listo”, se comenta en el cementerio, mientras de fondo se escuchan los gritos de las hinchadas de fútbol que llegan desde el estadio de la Liga de General Alvarado. “Pero los que se oponen son los católicos”, responde otro. “No solo los católicos. Igual cada vez hay más cremaciones”, apunta alguien.

El robo de cuerpos de bebés parece estar a otro nivel que todo lo acostumbrado. Entraban los intrusos, hacían sus imploraciones y se iban. Dejaban el rastro en velas semiconsumidas, gallinas muertas, atados de cigarrillos apretujados y pochoclos. No más que eso.

Hay gente que considera que los cuerpos, aún en su putrefacción, conservan algo de vida. Por eso los mantienen bajo tierra, o los guardan en nichos o en bóvedas. Creen en eso. Y está bien. Son dueños de sus ilusiones. Tan dueños que nadie tiene el derecho a quitárselas. La ley entiende que los restos humanos no son un bien jurídico y por eso robarlos no es un delito. Claro, el objeto de despojo es algo intangible, inasible, inclasificable. Intransferible. Irrecuperable.

Al caer la tarde las sombras vuelven a cubrir el cementerio de Miramar.

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