Rodolfo Muñoz tiene 64 años y 42 de navegación. Entre 2007 y 2018 fue la máxima autoridad de los pesqueros que protagonizaron los operativos de asistencia y rescate de buques. En ese último procedimiento encontró el cadáver de un viejo amigo flotando en el océano. Ese hecho lo afectó tanto que decidió jubilarse.
por Bruno Verdenelli
verdenelli@lacapitalmdq.com.ar
Acaba de llegar de la Anses. A los 64 años, Rodolfo Muñoz decidió que no volverá a capitanear un barco de pesca. Se terminó. No hay más tiempo para rumbear al horizonte. Tampoco ánimo de tentar al destino. Es el final de una carrera que supera las cuatro décadas de navegación, y si bien no fue abrupto, empezó a tomar forma la noche del último 8 de junio, con el hundimiento del “Rigel”.
Era el cuarto operativo de asistencia y rescate en el que le tocaba participar al experimentado marinero, pero aquella vez la tragedia lo atravesó aún más de cerca que en las anteriores: el único cuerpo que pudo extraer del agua junto al resto de los tripulantes del “José Américo” fue el de un viejo amigo.
Muñoz conocía a Salvador “Toti” Taliercio desde los 12 años. Vivía a la vuelta de la casa de su padre, a quien también supo tratar como colega porque trabajaron juntos mucho tiempo. Lo vio iniciarse como oficial, luego hacerse capitán… Y ahora lo encontraba muerto en el medio del océano.
Hasta ese momento había hecho cientos de viajes y atravesado innumerables temporales y escenas dramáticas en el mar. Por caso, exactamente un año antes, en junio de 2017, Muñoz había participado en el rescate del “Repunte” con el buque “Liliana”. En esa oportunidad salvaron la vida de uno de los pescadores, y observaron cómo Prefectura hacía lo mismo con otro. También consiguieron extraer el cadáver de un tercero.
En la travesía siguiente, la amenaza de un nuevo infortunio volvió a golpear la puerta de su camarote. El “Magdalena” pedía auxilio por la acumulación de agua en sus motores. Esa vez, la previsión de Muñoz hizo que contara con tres bombas de repuesto en su propio buque para prestarle a sus colegas y así evitar un nuevo hundimiento con consecuencias fatales.
Y previo a todos esos operativos existió uno que puso su nombre en los medios nacionales. En 2007, Muñoz timoneaba el fresquero “Don Cayetano”, de la empresa Moscuzza, cuando se prendió fuego el rompehielos “Almirante Irízar”, una de las naves insignias de la Armada Argentina. Por encontrarse muy cerca de su ubicación, las autoridades navales le ordenaron abocarse de inmediato a la asistencia. Y gracias a su rápido accionar lograron salvar la vida de los 77 marines que iban a bordo. El barco fue remolcado y mucho tiempo después reacondicionado. Hoy está en funciones.
Recuerdos
Muñoz comenzó su carrera en la Escuela de Náutica en 1976. Luego siguió en la Escuela de Pesca, empezó a navegar y poco tiempo después recibió el título de patrón de segunda. Más tarde, se convirtió en capitán.
En la década del ’80 trabajó en la empresa Alpesca, y con el “Iglú I” participó como espía civil de la guerra de Malvinas (ver recuadro). En 1996 pasó a las filas de Moscuzza.
“A mí el mar me dio todo: tanto alegrías como tristezas”, dice ahora, a punto de jubilarse. Es por eso que le duele tanto la situación por la que atraviesa la pesca local. Los barcos que se hunden, la ambición empresarial y también de los marineros, la destrucción del recurso a través de los permisos para operar entregados por el Estado “a Dios y a María Santísima”. Un sinfín de cuestiones.
Para Muñoz, que en el pasado llegó a hacer 46 viajes a altamar entre enero y diciembre, ahora “la gente está muy agresiva”. “Entre los capitanes he visto que se tiran el barco encima: los han chocado para pescar más. Agujeros grandes… ¡Lo dejan navegando solo, con piloto automático! Toman riesgos que no tienen que tomar y a la noche se la pasan rozándose. El año pasado fueron tres, el anteaño fueron dos, y este año uno. Hay barcos que se han ido a pique”, protesta.
La queja es por la locura que representan las situaciones que narra, pero la sorpresa obedece a la ambigüedad: por un lado se rescatan en las más dramáticas condiciones y por el otro compiten al punto de arriesgar la vida. “No pasan cosas peores de casualidad”, sentencia.
A baldes
A juzgar por lo que cuenta, y a pesar de que nunca tuvo que ser rescatado en altamar, los últimos viajes le provocaron a Muñoz golpes psicológicos irreversibles. Y si bien logró evitar una tragedia, la asistencia al “Magdalena” fue el primero de los embates que lo dejaron estupefacto.
“Estaban sacando el agua con baldes. Sí, (el capitán) no tenía ayuda ni bombas de repuesto… Me dijo que le entraba mucha agua por popa, le dije que se diera vuelta y me acerqué a cuatro metros y le alcancé la bomba, que con ese mar es muy difícil. En 40 minutos pudo solucionar todo, vació el agua que tenía y se fue para puerto”, explica.
Sin embargo, eso no fue el final de las complicaciones, porque al llegar a tierra el responsable del buque en cuestión no realizó la exposición correspondiente de lo que había ocurrido ante las autoridades navales. “Y la gente que bajó del barco lo largó por las redes sociales y se armó un lío bárbaro. Me llamó la Prefectura y me preguntó si le había pasado la bomba. Les dije que sí, que lo tenía anotado en el libro, y cuando llegara iba a hacer el descargo. Al muchacho lo echaron”, señala.
Que un pesquero cuente con el material indispensable para navegar y superar una emergencia depende de la empresa. Pero también del capitán, que es quien lo equipa y solicita lo necesario a la firma propietaria. “Vos podés pedir y capaz que el armador te dice no y tenés que salir con lo que tenés. Pero normalmente a mí la empresa me responde y lo que pido me lo da”, cuenta Muñoz sobre su situación personal. Y agrega: “Por ejemplo, yo esa vez tenía tres bombas nuevas de repuesto. Cuatro, dos en popa y dos en proa, y tres portátiles por las dudas. Tenés que navegar con todas las precauciones”.
La decisión
Abandonar una actividad realizada desde siempre puede ser traumático. Pero para Muñoz no lo parece. Tal vez porque la decisión de hacerlo llegó precisamente por una situación de ese tipo.
“Esa tarde se puso un viento impresionante”, recuerda sobre el último 8 de junio. Los tripulantes del “José Américo”, buque que él mismo inauguró y trajo desde Europa por orden de sus empleadores, pescaban cerca de Puerto Madryn. Terminaban la jornada y se iban. Estaba decidido. Pero el clima complicó las cosas.
“Cuando vi cómo estaba me di cuenta de que no podía navegar para puerto con ese rombo porque iba a golpear a toda la gente abajo. Estaban trabajando y se les iba a caer todo. Capeé el temporal despacito para que terminaran y cuando calmara nos fuéramos”, relata Muñoz.
A eso de las 2 de la mañana le dijeron que el tiempo había cambiado. Estaba todo listo para dirigirse nuevamente a tierra. Sólo faltaba subir a cubierta otra vez los equipos, que colgaban de los tangones. Minutos después, cuando se levantó de la cama, al capitán le avisaron que había llamado Prefectura para afectarlos a la búsqueda del Rigel.
“Ahí me acordé que era de esta familia amiga”, revela. Nunca imaginó que a sus integrantes recién los vería días después, en un velorio.
Cuando llegaron al cruce de coordenadas indicadas por los uniformados, comenzaron a rastrillar la zona.
“Encontramos tapas, cajones, verduras, la Epirb, que es la señal que te larga por más que se hunda el barco. Sale a flote y te da la posición. Y yo tengo un equipo que hace batimetría. O sea, puedo plotear todo lo que hay en el fondo en tres dimensiones, y si lo veo al barco me lo dibuja. Entonces pegamos la vuelta y vimos un cuerpo”, narra.
Ya lo debe haber contado varias veces. Y sin embargo, al volver a hacerlo Muñoz necesita una pausa. Tragar saliva. Masticar bronca.
Y sigue: “Ahí ya había varios barcos. Uno que estaba adelante se pasó y estaban viniendo un montón más, chicos. Entonces le dije (al otro capitán) que me dejara a mí, que yo lo levantaba: hice la maniobra, le puse un traje anti exposición a uno de los muchachos, bajaron, lo enlazamos, y con la grúa lo subimos. Ahí me di cuenta que era él, automáticamente”.
El hallazgo lo conmovió. Luego, Prefectura le ordenó que trasladaran el cadáver de Taliercio -además de capitán propietario del Rigel- a Madryn y notificó del hecho a su familia.
“El día de la tragedia cuatro barcos quedaron en emergencia en la zona, ahí donde estábamos nosotros. Uno hizo un blackout, otro se quedó sin motor, antes tuve que ayudar a un compañero porque tenía una red en la hélice… Y a la noche el Rigel”, cuenta.
A pesar de que “fueron momentos meteorológicos críticos”, Muñoz atribuye las dramáticas situaciones registradas a otros factores. Inclusive, recuerda que temporales “hubo peores”.
Y no duda: el más grave fue cuando se hundieron el “Angelito” y el “Amapola”, en 1990. “Yo hablé con ellos (los capitanes), venía entrando… Les ofrecí ayuda y me dijeron que no, y les dije que era la última oportunidad, que si entraba a Mar del Plata no volvía a salir: estaba llegando, y uno venía a remolque del otro”.
El relato se torna otra vez doloroso. “Yo estaba en un barco un poco más grande y les dije que podía pegar la vuelta. Me contestaron que no, que algún barquito iba a salir. Y no iba a salir nadie. Con ese terrible temporal, Prefectura no te deja salir: cuando atracamos se volaba todo. Ahí el prefecto me preguntó si podíamos salir y yo le dije que les había ofrecido ayuda y me habían dicho que no. Ya habían perdido contacto”, cierra.
Para que ese tipo de catástrofes se produzcan, existen a juicio de Muñoz factores materiales, humanos y naturales. Los últimos no se pueden controlar, pero los dos primeros sí.
“Uno piensa que a lo que tiene abajo nunca le va a pasar nada. Pero a veces son fierros viejos: hoy andan, mañana no sabés… Por ahí también vas navegando con el mejor barco y hay cabos flotando y se te meten en la hélice y te quedás parado. Y con un temporal quedarte parado…”, fundamenta sobre los recursos materiales, que dependen de la empresa y de la máxima autoridad de la nave.
Luego continúa: “Además está el error humano: normalmente, es un problema de apreciación. Para mí está feo, no me gusta, y me voy a refugio. Y viene otro y por ahí dice que está bárbaro. Es la experiencia también”.
Y por eso no todos los que están a bordo de un barco reaccionan de la misma forma ante los puntos límites. Del relato se desprende que lo que sucede en esos instantes trascendentales depende en gran parte de la decisión del capitán, pero siempre bajo la noción de la existencia de los otros. De los miembros de la tripulación.
“Cuando pasa no lo podés creer. Tenés que organizarte, poner la mente en frío y tratar de rescatar a toda la gente posible. Yo tengo 42 tripulantes: destino un grupo, el de cubierta, para que esté ahí, y los demás no pueden salir del barco porque se amontonan entre ellos. Tienen que ir con casco, salvavidas… Porque es un problema de seguridad y si pasa algo el culpable soy yo”, afirma.
Camaradería
Por más críticas que haga sobre el presente de la pesca, Muñoz reconoce que existe una “camaradería implícita” entre todos los navegantes. Y acerca de esa teoría argumenta: “Allá afuera los únicos que nos podemos asistir somos nosotros: desde el momento que tenés un problema lo primero que tenés que hacer es avisar. Si esperás una ayuda externa tarda horas, y las horas no te permiten hacer nada en esas aguas”. No hay quien no lo sepa. Si se recibe un llamado de auxilio hay que dejarlo todo, la pesca inclusive, e ir en busca de los tripulantes. “Porque hoy le pasó a otro pero el día de mañana te puede pasar a vos”, dice.
Al respecto, admite que cuando se hundió el “Repunte” arriesgó su barco y su tripulación hasta cierto límite… “Lo hice diciendo hasta acá puedo, hasta allá no puedo más. Por la gente que estaba en el agua arriesgué, pero estaba muy feo”, rememora.
Y añade: “Había olas de 8 metros al principio y después de 11. Salimos de zona de pesca para Puerto Madryn. El (el otro capitán) salió antes que yo y lo pasé. Estaba seis millas delante mío, después me fui adelante yo a 18, y cuando estoy entrando al golfo me pide auxilio. Pego la vuelta y con olas de 8 a 10 metros, a cuatro o cinco nudos, tardé cuatro horas en llegar”.
Entonces arribaron un helicóptero y un avión. No se veía más allá de 500 o 600 metros. El agua corría de costado. El viento soplaba a 60 nudos. “Era bastante fuerte”, reconoce. Había olor a gasoil… El barco ya estaba hundido.
“Ahí me dicen: ‘Hay gente en el agua’. Hago la maniobra, bastante exigido, lo tratamos de levantar a uno de los muchachos, lo teníamos agarrado, pega un golpe de mar y se nos escapa. Después salió por la popa muerto. Estaban todos boca abajo, sin salvavidas… Uno solo estaba con salvavidas, pero muerto, también boca abajo”, describe. Imaginar la escena ya de por sí es desolador.
Al menos después encontraron a uno de los marineros flotando, con vida. “A ese nos costó un montón levantarlo con el mal tiempo, pero pudimos. Se lastimó gente de la tripulación y mientras yo lo estaba rescatando a él, Prefectura salvaba al otro muchacho. Ahí empezamos a buscar y yo veía cuerpos pero no los podía rescatar, el viento estaba muy peligroso. Por una persona viva me podía arriesgar pero no por cuerpos. Las olas ya estaban en 11 metros”, detalla.
Diferencias
En cuanto a las diferencias entre los operativos con los mencionados pesqueros y el llevado a cabo para rescatar al “Irízar”, Muñoz no sólo destaca que este último tuvo un final feliz, sino que también menciona que “al ser de la Armada (los tripulantes) estaban mucho más organizados”. Y agrega: “El clima no estaba mal, tuvieron tiempo y el barco no se fue a pique”.
Aunque igualmente aclara que había mucho fuego y la maniobra era peligrosa. “Tenían 400 tubos de gas vacíos y eso puede explotar. Nosotros estábamos yendo a puerto, habíamos terminado de pescar. Eran las 10 de la noche y me avisó mi primer oficial que había gente en el agua, cambiamos de rumbo y llegamos a las 5 de la mañana a donde estaba el ‘Irízar’. Pude pasar a la gente al barco y trasladarla a tierra”, manifiesta orgulloso.
Por eso lo distinguieron y hasta recibió reconocimientos de la fuerza. Todavía se asombra al relatarlo: “Me dieron una medalla de la Armada en una ceremonia en la Fragata Sarmiento, en Buenos Aires. Y después acá me distinguió el Concejo Deliberante. Tengo los diplomas en casa”.
El final
Todos esos acontecimientos marcan la carrera naval de Muñoz, que en el puerto marplatense es reconocido como uno de los mejores capitanes de pesca que hayan pasado por estos muelles. Pero ya se terminó.
“Hay cosas que no me gustan. Le perdí el…”. La palabra siguiente no la dice. Y no es fácil de adivinar. Le cuesta, y sin embargo sigue: “Lo de ‘Toti’ me afectó muchísimo. Estoy sano, no soy joven, pero por lo menos tengo un tiempo por delante… No voy a ser más rico ni más pobre. Quiero disfrutar”, se confiesa.
Es el adiós, así de simple. No hay más tiempo para odiseas: llegó el momento de rescatarse a sí mismo y vivir con los pies sobre la tierra.
. Veterano de guerra
Además de haber navegado por 42 años, Rodolfo Muñoz es veterano de la guerra de Malvinas. Como civil, formó parte del conflicto bélico entre Argentina y Gran Bretaña en 1982.
En aquel momento trabajaba para la empresa Alpesca, en el buque “Iglu I”. Se encontraba en tierra cuando la Armada lo convocó junto al resto de la tripulación.
“Salí para detectar la flota inglesa, tenía información de la Armada, de los barcos…”, narra Muñoz. En su bitácora de viaje figura que se dirigieron hacia el norte “para el lado de Africa y la Isla Concepción”.
“El barco lo destinó la empresa. Ahí fue cuando entre Africa y Brasil detectamos la flota inglesa y nos vinieron a investigar, pero dimos la información a tierra y no nos hicieron nada”, recuerda.
Todavía parece asombrado porque lograron avistar “justo” el movimiento de los buques enemigos. La amargura lo invadiría después, al regresar al país, cuando la guerra concluía con la derrota argentina.
Por su participación en el enfrentamiento por la soberanía de las islas del Atlántico Sur, Muñoz recibió condecoraciones al valor y el coraje de parte del Estado nacional.