Por Sergio Arboleya
La despedida del grupo estadounidense Kiss, acontecimiento central y más convocante de la jornada, le puso un festivo y emotivo cierre al festival Masters of Rock que congregó, según los organizadores, a 45.000 amantes de una de las vertientes duras del género en el Parque de la Ciudad de Buenos Aires.
Pero la temprana y magistral actuación de la leyenda británica Deep Purple y el contundente y celebrado set de los alemanes de Scorpions también configuraron acontecimientos sonoros de excepción en tiempos donde la música en vivo y su ejecución sanguínea parecen haber perdido terreno en pos de otras atracciones.
Cada formación con su historia y con la impronta personal que imprimen a su sonido, demostró que la edad de sus integrantes no es impedimento para desplegar abundante y poderoso rock, asumir extensos solos instrumentales y generar una conexión combustible con el público.
Tal vez por ello la música tocada con maestría y pasión -más allá del caudal de artificios sobre todo presentes en el show entre pirotécnico y circense de Kiss- resultó la gran ganadora y beneficiada de este singular encuentro que arrancó, en un viernes laborable, apenas pasado el mediodía.
El imponente predio de la zona sur porteña acogió hasta las 17.30, hora en que puntualmente saltó a escena Deep Purple, las presencias de los locales Horcas y de otras dos agrupaciones llegadas desde Alemania pero que también cantan en inglés: la de power metal sinfónico Avantasia y Helloween.
Mientras se iba preparando el clima para los tres platos principales del día, un incesante ingreso de personas -casi todas ellas de más de 50 años, con remeras negras con logos, leyendas y dibujos de bandas extranjeras afines al género convocante- fueron accediendo al inmenso predio que aún luce algunos de los imponentes esqueletos metálicos de los que fueron los juegos del parque de diversiones Interama.
Un enorme porcentaje de visitantes se identificaban notoriamente con Kiss luciendo los tradicionales maquillajes de los miembros del conjunto y hasta vistiendo algunos de los estrafalarios trajes con los que los músicos coparon la escena musical desde Nueva York hace medio siglo.
Y con la emoción por la convocatoria, no faltó gente que creyó estar viviendo otras épocas del rock y sus misas: “Yo te abro camino y vos seguime”, le aconsejó un señor a su pareja en un sector del campo (ubicado detrás del área vip que se alojó al frente del enorme escenario) donde ciertamente no abundaron los amontonamientos ni el pogo.
A la hora de la música en sí, descolló la performance de los británicos de Deep Purple, conjunto que en sus 55 años de historia debe haber tocado no muchas veces en un festival en horario diurno.
A cinco años de su anterior visita al país, el quinteto integrado por Ian Paice (batería y percusión), Roger Glover (bajo), Ian Gillan (voz, congas y armónica), Don Airey (teclados) y Simon McBride (guitarra) no pudo recurrir a demasiados juegos lumínicos en su presentación y, en cambio, no tuvo problemas en sonar de maravillas.
Con un gran protagonismo del teclado de Airey, quien hacia el final de la actuación hasta rondó un fragmento de “Adios, Nonino”, de Astor Piazzolla, y se ganó aún más aplausos y a la hora de los bises se calzó una camiseta blanquiceleste de la Selección, Deep Purple descolló.
Y aunque Gillian ya no puede alcanzar los agudos de antaño, se plantó como un vocalista de amplio rango y ajustada concentración para comandar un recital contundente y disfrutable donde el más nuevito del staff, el guitarrista McBride, dio una lección sobre el uso del pedal y la distorsión en función del repertorio a asumir.
“Uncommon men“, en memoria del tecladista Jon Lord, muerto en 2012, “Hush” y “Smoke on the Water” fueron parte de un cautivante menú que cerró al filo de las 19 cuando el cantante se despidió diciendo “take it easy (tómalo con calma) bye, bye”.
Cincuenta minutos después el imaginario telón se descorrió para que ya entrada la noche porteña Scorpions pudiera desarrollar su actuación apelando a un portentoso despliegue escénico y luminoso con unas pantallas tridimensionales.
El quinteto formado en Hannover e integrado por Klaus Meine (voz), Rudolf Schenker (guitarra rítmica), Matthias Jabs (guitarra líder), Paweł Mąciwoda (bajo) y Mikkey Dee (batería), apoyó su encendida performance en las violas de Jabs y Schenker y en el portentoso golpe del baterista Dee.
“Peacemaker“, “Wind Of Change” (canción originalmente creada para celebrar la caída de la Unión Soviética y que hoy se ambientó con gigantescos símbolos de la paz con los colores auriazules de la bandera de Ucrania), la balada “Still Loving You” y el clásico “Rock You Like A Hurricane“, integraron el efectivo muestrario.
Pero si de aprovechar las posibilidades escénicas se trataba, Kiss se encargó de montar la más grande y desmesurada arena con un show de unas dos horas de duración que -sin grandes diferencias en relación al de abril pasado en el Campo de Polo, cuando vino a despedirse por primera vez- hizo las delicias de fanáticos y seguidoras.
Gene Simmons (voz y bajo), Paul Stanley (voz y guitarra), Tommy Thayer (guitarra) y Eric Singer (batería), animaron un espectáculo vertiginoso y atractivo donde las llamaradas de fuego, el papel picado y la sangre manando de la boca del bajista de lengua prominente complementaron un concierto de rock sin baches.
Kiss sonó sin fisuras y la voz de Stanley definitivamente le ganó una batalla al tiempo dentro de una función con todos los chiches esperables, inclusive que el intérprete volara con un arnés sobre parte de la audiencia y desde otra elevada tarima entonara la inoxidable “I Was Made For Lovin’ You“.
“War Machine”, “Heaven’s on Fire”, “I Love it Loud”, “Psycho Circus”, “Beth” (con el baterista Singer sentado al piano y cantando) y “Rock and Roll All Nite“, fueron parte de una presentación donde el histórico cuarteto lo hizo de nuevo y en gran forma para, ahora sí según parece, cerrar su historia con el público argentino.
Télam.