Por Julieta Lakiszyk
Cuando voy a cenar a la casa de algún conocido, de algún familiar, o simplemente cuando concurro a algún evento circunstancial, me gusta, o mejor dicho, me veo con la necesidad de hablar de Ignacio, por eso era imposible no escribir de él en algún momento.
Ignacio pisa su octava década, está flaco, canoso y algunas mañanas amanece ojeroso, cuando se despierta lo primero que hace es agarrar los anteojos y después mira que en la cama, junto a él, hay un espacio vacío, pero a pesar del peso de la nostalgia se levanta y camina hasta el baño, tarda porque va lento y le duelen los huesos, pero llega. Agarra del mueble un par de pastillas de varios colores, y sonríe muy débilmente, mientras recuerda cómo su nieta cree que son golosinas. Después de desayunar toma otras pastillas y prende la tele, se le cayó una servilleta de la mesa, pero está seguro de que si se inclina a agarrarla, no se va a volver a levantar, así que la ignora junto a las otras cosas que están esparcidas por el suelo. Cuando faltan dos horas para el mediodía quiere llamar a su hijo y decirle que no va a poder ir a buscar a Ema al jardín, esta mañana se siente particularmente débil, y no quiere que la pequeña lo vea así. De todas formas desde que los análisis no muestran mejoras no quiere ver a nadie, pero reflexiona, sabe que le queda, cuanto mucho, un año, y Ema dentro de un año empieza la escuela, así que hace esfuerzo al respirar profundamente y ya ignora (o quiere creer que ignora) el dolor en el pecho. Se levanta del sillón con notable esfuerzo y se va a cambiar, se trata de arreglar lo mejor posible y se pone los tirantes negros que Emita adora, le sonríe al demacrado reflejo que ve y sale de la casa.
El pasto está largo, y la casa de a poco se viene abajo, pero no tiene plata para contratar a alguien, y su hijo no lo visita hace un mes. Ignacio suprime esos molestos pensamientos y se trata de enfocar en Ema, mientras tose y la gente lo mira. Tarda una hora en llegar al jardín, está cansado y pareciera que sus párpados pesan toneladas, pero cuando Ema sale corriendo y va a abrazarlo, él la alza en sus brazos y le sonríe, ignorando el hecho de que siente que se va a desplomar. Por unos segundos se olvida de todo, mientras la ve hablando sin parar de su día, se dice a sí mismo que todo el esfuerzo vale la pena. Ignacio sabe que no la va a ver crecer, que no va a estar ahí en los momentos más importantes de su vida, y aún así, esa media hora que tardan en llegar a la casa de su hijo, es el motor que mueve sus días, que lo mantiene luchando, porque por Emita el hombre saca fuerzas de donde no le quedan. Se convence de que mañana también la va a poder ir a buscar al jardín, aunque si fuera por él ya se hubiera ido, pero quiere aprovechar lo que le queda de tiempo, quiere recolectar tantas imágenes de su nieta como le sean posibles, quiere creer que de esa forma se va a curar. Cuando se despide de Ema se agacha y la abraza, porque quizás sea el último abrazo, le dice que la ama y se va.
Así son todos sus días desde hace años. Cuento su historia porque creo que lo único que mantiene vivo al viejo es la imagen de Ema. También creo que a veces la voluntad no proviene de uno, a veces, uno absorbe de los demás aquello que necesita.