Policiales

El absurdo final del cabo Máximo Ordoñez

En las romerías del club Atlético Mar del Plata la compostura se perdió por acción del alcohol y el atrevimiento propició un escenario irracional.

Todas las imágenes de esta nota fueron generadas con Inteligencia Artificial (Image Creator).

 

Versión leída por Elena, avatar Inteligencia Artificial.

 

Por Fernando del Rio

Los cuatro marineros del ARA Garibaldi bajaron por la escalera de embarque a paso de apuro y sus frutales perfumes se confundieron con la brisa marina de la Base Naval. El agua de colonia —que se habían aplicado poco antes en los camarotes— les infundía cierta viril confianza para su salida nocturna, como si una fragancia cítrica fuera capaz por sí sola de levantar la autoestima. Era una noche cálida a pesar de pertenecer ya al otoño de 1930 y se antojaba ideal para el propósito que ellos tenían: ir en busca de algo de diversión, tal vez conocer mujeres y tomarse los tragos que sus propias funciones les prohibían.

Alguien les había hablado del club Mar del Plata, donde aquel sábado 22 de marzo se concentraba todo lo que los marinos podían desear y tal vez mucho más. Con cánticos de arenga festiva y entre sonoras risas, los camaradas partieron hacia la sede de Independencia y Castelli sin disimular sus necesidades de distracción. Qué mejor plan que abandonar el régimen de entrenamiento del buque escuela para asistir a una velada en las romerías organizadas por la Sociedad Española de Socorros Mutuos.

Cuando llegaron, ya casi las 10 de la noche, decenas de personas se amontonaban en las distintas atracciones. Algunas intentaban suerte con la carrera de caballos en miniatura, otras afinaban su puntería para lanzar con precisión los dardos contra blancos de madera y muchas bebían y comían en el despacho o sobre los tabiques de madera. Las carpas montadas en otro sector del gran predio proponían también un espacio para el azar, con juego de aros y sortijas. Pero sin dudas, el lugar elegido por los cuatro marinos del Garibaldi, por encima de cualquier otro, fue el gran salón de baile. La muchedumbre, caótica en su frenesí, favorecía a los cuatro amigos que al cabo de algunas vueltas se encontraron con otros tripulantes de la embarcación.

Había sido asignado a tareas preventivas el cabo 1° de policía Máximo Ordoñez, cuya preocupación principal debía ser la de evitar los desbordes a los que el alcohol arrojaba a los más débiles. Recorría con su flamante uniforme las inmensas dependencias del club Mar del Plata, a donde había llegado tras caminar unas pocas cuadras desde la comisaría primera, y se aburría de ver a los demás entretenidos. Soñaba tener una trayectoria dentro de la policía en un proceso que recién comenzaba y que podía llevarle varios años, de modo que asumía como parte del recorrido estas ingratas labores.

 

Los cuatro marinos bebieron con poca moderación y la euforia los envolvió pasada la medianoche. Iban de lado a lado jactándose de su profesión, acaso para atraer el interés de algunas señoritas y la admiración de los jóvenes. Uno de ellos, Pedro Barragán, les reconoció lo que entendía como virtud de honor, aunque es cierto que también había bebido lo suficiente como para que sus adulaciones fueran reiteradas y aleatorias. Cada cual siguió por su camino hasta que a las 2 de la madrugada el alcohol ya había horadado la moral de unos cuantos.

El cabo Ordoñez advirtió que desde un sector del local provenían gritos de incomodidad y reproches. En un primer momento no distinguió si se trataba de una pelea o de una discusión y al acercarse identificó a ese grupo de muchachos que ya había visto antes. Eran los marinos del Garibaldi, el crucero amarrado en la Base Naval, datos precisos que habían llegado a sus oídos por la misma pedantería de ellos, tan preocupados en que todos en la romería se enteraran de esa condición.

Se adivinaba en la escena el germen de un tumulto. Al parecer, los cuatro marinos habían manifestado ciertas frases irrespetuosas hacia algunas señoritas y éstas, entre ofendidas y asombradas, habían hecho saber su descontento. Otros -sea por caballeros o sea por esconder alguna otra intención- buscaron intervenir en favor de las desdichadas lo que fue evaluado como una intromisión por los ofensores. Y en eso estaban, entre gritos y acusaciones, cuando el cabo Ordoñez se presentó con autoridad.

–A ver ustedes cuatro, mantengan la compostura…—dijo dirigiéndose a los marinos.

—Nosotros hacemos lo que queremos… —respondió uno de ellos entre carcajadas desafiantes.

—Es una vergüenza la conducta que están teniendo. Se van a tener que retirar — sugirió con tono imperativo el cabo Ordoñez.

Entonces sucedió algo imprevisto. De entre la multitud (que ya había formado una ronda para vivenciar el desenlace) apareció una especie de justiciero, un redentor por empatía de desgraciados y bebidos, un falso vindicador del hombre de mar. “¡Yo te voy a enseñar a proceder a vos contra marineros! Yo también fui marinero”, gritó. Era Pedro Barragán, un hampón de poca monta, pero de muchos antecedentes, que escondía en su manga derecha un cuchillo. En un movimiento único dejó caer hasta su mano la impiadosa arma para aferrarla con fuerza y ejecutó un lance pendular, de arriba hacia abajo, que hirió severamente a Ordoñez en la cabeza. No satisfecho por su conducta ni amilanado por la impresión de la gente se arrojó contra el policía y completó su faena con un irreversible puntazo al corazón.

Pedro Barragán, sin soltar el cuchillo, se abrió paso entre la gente y después de superar a los primeros ya nadie lo reconoció como parte del problema sino como uno más de los que corrían asustados. Porque muchos allí empezaron a dispersarse, excepto los marineros y otros que, salidos del primer asombro, quisieron asistir al cabo Ordoñez. Todo fue en vano ante la precisión de la puñalada y un par de convulsiones fueron el acto final del malogrado policía.

En una de las carpas de la romería se escondió Pedro Barragán y permaneció allí hasta que consideró que podía salir hacia la avenida Independencia sin ser incriminado. Así fue: caminó sin revelar su condición de homicida hasta perderse en las calles laterales.

El drama dio paso a la congoja y ésta a la investigación. El juez Pizarro, que era oriundo de Dolores pero estaba en Mar del Plata de paseo, se hizo cargo de una pesquisa facilitada por la sed de venganza de la policía. La cacería duró unas pocas horas hasta que Barragán, identificado por el canto de algunos gallos, fue apresado por el propio subcomisario Salomone.

La capilla ardiente montada en el patio interno de la comisaría primera recibió el cuerpo del cabo Ordoñez y los llantos por su injusta muerte resonaron en un calabozo de los fondos donde Barragán maldijo su mala bebida.

Entregas anteriores:

Asesinato en las escaleras del Piso de los Deportes

Un episodio de alcohol y muerte en el bar Francés

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