Opinión

Disparos contra la democracia

Por Oscar Moscariello

Podemos estar en desacuerdo con todo lo que nuestros adversarios dicen, pero defenderemos hasta el límite su derecho a decirlo. Así pensaba Voltaire y todos los verdaderos demócratas que vivieron después de él. ¿Cuál es ese límite? ¿Dónde está la línea roja en la disputa democrática? Justamente en la tormenta traumática que reapareció hace unos días en Estados Unidos: la violencia política.

Nosotros, los demócratas, nunca toleraremos el intento de asesinar a un candidato, sea quien sea. Para los principios irrenunciables de nuestra forma de vivir y de estar en la política, es completamente indiferente su nombre o sus características.

¿Se trata de un incitador nato al divisionismo? ¿De un agitador de masas con un largo historial de insurrección y de desprecio por sus rivales? ¿De un político procesado o incluso condenado por la Justicia? Poco o nada importa.

La libertad vale tanto para santos como para pecadores, y el juicio político final constituye una prerrogativa exclusiva de los electores.

En efecto, recordar la universalidad del derecho liberal ofrece el mejor punto de partida para una reflexión sobre el declive de la democracia norteamericana.

Si Tocqueville repitiera el célebre viaje que realizó a América del Norte en el siglo XIX, difícilmente repetiría hoy las palabras de aclamación.

Ese declive es frecuentemente incomprendido, fruto de la visión sesgada desde el exterior. Los latinoamericanos tienden a confundir Estados Unidos con Miami, los europeos con Nueva York y los indianos con las tecnologías de California.

Unos y otros toman el país únicamente por sus estados ricos, aventureros y vencedores.

Seamos claros: los disparos contra Donald Trump dejan a las democracias en estado de alerta.

Habrá sido un acto aislado e individual de un tirador sin antecedentes criminales.

Sin embargo, el camino que nos trajo este delirio en directo, que descontroló la temperatura política, no fue seguramente recorrido por un solo hombre delirante.

Una de las fuerzas negativas ha sido -y sigue siendo- indiscutiblemente la desigualdad, agravada por la crisis financiera de 2008 y la recuperación asimétrica de la pandemia.

Hay algo estructuralmente errado, fuera de lugar, cuando en un país democrático el 10% de la población detiene el 70% de la riqueza.

Ante esta realidad crónica, se vuelve cada vez más difícil convencer a la gente de los méritos del ascensor social liberal.

Los más jóvenes, en particular, se convirtieron en presas fáciles del radicalismo.

Otro foco de erosión democrática es, sin duda, las redes sociales, un auténtico acelerador de la balcanización política.

Podría esperarse alguna conmoción colectiva, algún bajar de las armas, ante lo sucedido con Trump.

Pero lo que encontramos en los feeds fue más bien una explosión del divisionismo, con rápidos señalamientos de culpa al partido demócrata, avalanchas de teorías de la conspiración e incluso críticas a la actuación de los servicios secretos presentes en el lugar, pero circunscritas a las agentes femeninas.

No tengamos dudas: el mundo sería ya hoy un lugar diferente si Trump, en lugar de candidato, se hubiera convertido en mártir. Qué aterrador es pensar que ese salto al caos no ocurrió por meros dos centímetros.

(*): Secretario General del Partido Demócrata Progresista (PDP) y ex embajador argentino en Portugal. Especial para NA.

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