El arquero marplatense tiene poderes especiales cuando juega con la Selección Argentina.
Vuela como Superman. Tiene la fuerza brutal del Increíble Hulk. Vive entre las redes como Spider-Man. Saltó a la fama con la velocidad supersónica de Flash. Cuida con absoluta lealtad a la Hormiga Atómica.
No tiene capa ni espada. Lleva un simple traje de arquero. Pero posee poderes especiales cuando luce en el pecho el escudo de la Selección Argentina.
Ocurrente, insolente. Amigo de los suyos, enemigo de los rivales. Impulsivo, frío. Pasional, equilibrado. Provocador, encantador. Loco, genio. Villano, superhéroe.
Salió del barro. Creció en los arcos de dos piedritas. Armó el bolso con 12 años y se metió en una pensión en Avellaneda para ir detrás de la redonda. La que lo llevó, a los 17, del otro lado del océano. Se topó con un mundo diferente, construyó una familia y se adaptó a la vida en Inglaterra. Pero, todavía hoy, es más argentino que el asado.
Era eterno suplente en su club y prometía ser arquero de la Selección. Cuando conquistó América, se propuso levantar la Copa del Mundo. Porque siempre persiguió grandes sueños. No los ocultó por miedo al fracaso. Los exteriorizó con una seguridad inusual que contagió a sus compañeros.
Se ganó la simpatía de más de 40 millones con sus atajadas decisivas. Apariciones heroicas. Pero también por el desparpajo y las frases inolvidables.
Es amado por los niños. El número 23 con la leyenda Martínez se mezcla en las plazas con el infinito “10” de Messi. Ya no hay largas discusiones para ver quién patea y quién se pone entre los dos árboles para aguardar el “fusilamiento”. Ahora, en la inmensidad, los pequeños guardianes esperan el momento crucial con la ilusión de volar hacia la pelota y, antes de tocar el piso, gritar bien fuerte “El Diiiiibu”. Ese superhéroe con traje de arquero que llenó de alegría a un país entero.