Por Gabriela Urrutibehety
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El lector que escribe un diario lee teatro, un ejercicio tan particular que debería, se dice, practicar más a menudo. Lee “Un delicado equilibrio”, de Edward Albee, una obra que nunca ha visto en una puesta. Y ahí está él, solo con el texto, jugando a armar la escena con voz, cuerpo, luces, movimientos. Jugando a ser un pequeño dios limitado a la potestad sobre cinco criaturas y el living de una casa norteamericana.
Un momento, un lugar: la obra alcanza a Tobías y Agnes, un matrimonio que vive con Claire, la hermana de ella, una borracha con la que se lleva bastante mal, en una tarde cualquiera. El recorte, parecido a espiar a través de las cortinas, comienza con Agnes hablando de la posibilidad de volverse loca, aunque en realidad está pensando en que si ella se hundiera -en la locura, en cualquier otra cosa- la familia se derrumbaría.
Como suele suceder, la amenaza viene de afuera: Edna y Harry, sus mejores amigos, vienen a instalarse en la casa de Tobías y Agnes, porque están asustados. Así nomás, asustados, asustadísimos, sin que nadie pregunte -¿lo saben?- por qué o de qué. Y como si esto fuera poco, llega Julia, la hija, que acaba de divorciarse de su cuarto marido, a refugiarse en la casa, casi como una niña perdida.
Seis personas encerradas en un espacio que les queda chico, punto exacto para que estalle cualquier olla puesta a hervir. Receta clásica, piensa el lector que escribe un diario, pero terriblemente efectiva. Y el estallido que propone Albee se da a la medida del título: no vuelan platos ni hay una masacre en masa, porque son gente refinada, rica, culta, que habla en francés. Sin embargo, la tensión es tremenda y se nota cómo brota de entre los diálogos y las didascalias, voz del autor que acompaña la reconstrucción que el lector lleva adelante, incluyendo para sí las modulaciones de las voces y el ritmo de los pasos sobre el escenario.
El lector que escribe un diario siente que cada frase es una navaja. Claire planteándole a Tobías –cuando nada ha ocurrido todavía- si no lamenta tener alguien “ante quien admitir que, de vez en cuando, de pronto tienes miedo y no sabes de qué?”. Agnes recordándole a Claire uno a uno los rescates que le han practicado, mientras ella niega ser una borracha: “Si no eres alcohólica, no tienes perdón”. Tobías y su anécdota con una gata, una mascota: “no sé si era feliz, pero estaba contenta” pero “un día me di cuenta de que yo no le gustaba”. Edna, “con histeria sosegada”, planteando que han huido de su casa porque “estábamos asustados… y no había nada”. Agnes, contestándole a su hija “soy demasiado vieja –según recuerdo- para recordar cómo es ser hija pero estoy segura de que es más simple que ser madre”. Y esto solamente en el primer acto.
Todo la obra gira sobre estas cuestiones: qué se es a cierta altura de la vida, un ratito antes de entrar en la vejez, cuando uno se desespera por conservar lo que mal que mal ha construido. Cuando uno encuentra, como en el cuento infantil, que casi todo está levantado sobre arena, pero que no hay otra cosa que arena donde poner ladrillos. Y que ese territorio movedizo –único posible, único posible- está hecho de los granitos del miedo, el miedo que nos forma a todos aunque, por eso mismo, es lo que más fervorosamente tratamos de esconder.
Como equilibristas rengos.