Cultura

Diario de lector: Apocalipsis argento

Por Gabriela Urrutibehety

gabrielaurruti.blogspot.com.ar

El lector que escribe un diario lee dos novelas postapocalípticas: Plop, de Rafael Pinedo y El Año del Desierto, de Pedro Mairal. Las dos son de autores argentinos, escritas al inicio del siglo que todavía no se acostumbra a calificar como “nuestro” en oposición al XX.

Las dos narran un futuro –más o menos distante, según el caso- en el que la humanidad (los hombres) han sufrido una regresión cultural, una vuelta a modos de vida historizados como primitivos. Con la diferencia de que la novela de Mairal se centra en el relato del retroceso y la de Pinedo, en la vida de un personaje instalado en el modo de vida de su mundo, sin que haya explicaciones de cómo se llegó hasta allí.

En el caso de Mairal, la novela se hilvana en torno a la literatura argentina: en una Buenos Aires muy contemporánea, en medio de hechos similares a los de diciembre 2001, se van teniendo noticias del avance del desierto, término connotado si los hay desde el siglo XIX vernáculo, llamado la “intemperie”. Las civilización va desapareciendo mientras llega la barbarie: físicamente, porque el campo va avanzando hacia la metrópoli; simbólicamente, porque todos leímos a Sarmiento.

A partir de estos cambios, la joven protagonista de la historia, ubicada en el microcentro porteño, verá retroceder la vida cotidiana en torno a una organización centrada en referencias a la historia de la literatura argentina: será Ema Zunz, figura de sainete criollo, transeúnte de ambiente arltiano, prostituta del tuñonesco Paseo de Julio, cautiva echevarriana, hasta llegar a los barcos de regreso a España, con la sombra del hambre a lo Ulrico Schmidl detrás.

Por su parte, Plop sólo está anclada en la Argentina por el lenguaje de los diálogos, por cierta sombra del vos y uno que otro apelativo. Nadie habla mucho en Plop, es cierto. Ni siquiera el narrador. Porque la novela es breve y filosa, y cada palabra está dispuesta de modo que al salir, salga cortando.

El mundo de Plop es un mundo de basura: la civilización ha sido y sólo quedan residuos y contaminación. El universo previo apenas sobrevive en el recuerdo de algunos viejos y en cierto hallazgo que hace el protagonista. Lo demás, es antropología: tribus vagando en un campo podrido, donde la única agua que se puede beber es la que cae de la lluvia. Y donde siempre llueve.

Plop, el protagonista, se llama así porque su madre lo parió caminando y fue a caer al barro. El relato va, entonces, desde su nacimiento a su fin. Ascenso y caída, Plop se convierte en jefe de la tribu a través de una serie de acciones que incluyen la casualidad, cierta perversa ingenuidad y una brutalidad de acciones que se justifican por el único valor presente en ese entorno: la supervivencia.

No hay otra cuestión que importe, porque no hay alternativa: la tribu ha estado construyendo una organización deshilachada y proponiendo valores y tabúes. Al variar el eje de lo bueno y lo malo, Pinedo enfrenta al lector con un accionar –vivir, bah- que le pone en cuestión los propios valores y tabúes, marcándolos con una única característica: provisoriedad. Lo bueno y lo malo, lo perverso y lo apreciado, lo púdico y lo impúdico: nada es otra cosa que la deriva de las condiciones de la existencia, lo único que se impone como real. El resto, viene añadido, como reacción, como alternativa de poder seguir obedeciendo el único mandato válido: sobrevivir.

En torno a él se articulan la vida, las relaciones entre los seres y las vinculaciones con el pasado: rituales y mitos se proponen como un modo de sentir cierto territorio firme bajo unos pies que solamente viven pisando barro y desperdicios. Literalmente.

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