por Gastón Julián Gil (*)
Cierto saber popular define como nacionalista al sujeto que odia a aquellos que desconoce y que está orgulloso de cosas que no hizo. Más allá de esta definición por supuesto incompleta, la frase encuadra con bastante aproximación al espíritu nacionalista deportivo que se enciende ante cada cita olímpica.
Del orgullo nacional por las medallas obtenidas hasta la vergüenza de no lograrlas y ser superados por países a los que se considera “inferiores”, la Argentina se ve invadida periódicamente por esos arrebatos de exigencia algo peculiares para un país al que un ex-presidente definió como “condenado al éxito”.
Pero estos peculiares Juegos Olímpicos, en el marco de lo que para el público deportivo argentino sería una “magra” cosecha de medallas, una de las aristas definitorias es la omnipresencia de las redes sociales. Lejos de demonizarlas, las redes se han transformado en vehículos de expresión amplificada de las expectativas desmedidas y, sobre todo, de la vara “futbolística” para medir el éxito o el “fracaso” en las actividades deportivas. Por supuesto, esos “mensajes de odio” no constituyen novedad alguna, sólo que ahora tienen una capacidad de diseminación que les permite llegar a destinatarios antes impensados. Las quejas de algunos atletas que se consideraron agraviados ha estimulado editoriales y demás intentos de concientización para moderar esa violencia simbólica cuya causalidad se le asigna a una redes sociales cada vez más antropomorfizadas. Sin embargo, tal vez el problema debería buscarse en el marco de interpretación hegemónico que domina al deporte y que ya en épocas algo lejanas nos mostraba un escenario en el que no se podía soportar que una atleta de excepción como Gabriela Sabatini no alcanzara el n°1 del mundo en tenis.
La participación de los atletas olímpicos argentinos admite una amplia diversidad de lecturas desde sus potenciales aristas sociológicas, políticas, económicas o estrictamente “deportivas”, entre muchas otras posibles. Se podrían intentar establecer relaciones causales entre el rendimiento de algunos atletas de elite mundial (como la nadadora Delfina Pignatello) y el confinamiento de los sanos que se implementó en la Argentina o las relaciones entre las crisis económicas, los mecanismos de financiamiento del deporte amateur y los éxitos deportivos. Incluso podría generarse un debate honesto sobre las prioridades para una política deportiva, sobre todo el sentido de orientar los recursos en un país como la Argentina a los deportistas de elite o privilegiar el desarrollo del deporte de base.
Pero más allá de todas esas cuestiones, en cada Juego Olímpico se replica el mismo problema de un público, más o menos informado, que se siente decepcionado por las pocas medallas. La transmisión de deportes cuya cotidianidad el público desconoce genera mágicas expectativas de ver cristalizadas en el medallero olímpico ese sentimiento nacionalista deportivo.
Y es allí en donde se impone una lógica de evaluación cooptada por una sociedad futbolizada que impide entender el contexto deportivo general o las posibilidades reales de cada equipo y deportista y, sobre todo, que no deja espacio para reflexionar acerca de lo que como sociedad estamos dispuestos a hacer para contar con atletas de elite internacional en disciplinas completamente olvidadas durante los cuatro años que median entre las citas olímpicas.
Pero ello no será posible si el acercamiento al deporte olímpico se realiza sobre una base de valores de un deporte como el fútbol en la Argentina cuyos referentes y modelos más notorios han enseñado que “salir segundo” y “perder una final” (incluso por penales) implican una claudicación moral que nos llena de vergüenza.
(*) Profesor de Antropología (UNMdP) e investigador independiente del CONICET.