Habría que remontarse hasta 2018, una vez concluido el Mundial de Rusia, cuando Lionel Scaloni asumió como entrenador interino del seleccionado argentino de fútbol, tras el tortuoso ciclo de Jorge Sampaoli. O, mejor, a julio de 2019, cuando luego de haber dirigido seis partidos amistosos al combinado “albiceleste”, el director técnico nacido en Pujato, Santa Fe, fue ratificado en el cargo.
Por ese entonces, sin mayores credenciales, ni pergaminos, ni experiencia, acaso solo Claudio Tapia, el presidente de la AFA, y tal vez un puñado de su círculo más estrecho de colaboradores, tenían la convicción de que había sido una buena decisión.
Enseguida se alzaron voces de protesta, de desacuerdo. Nadie parecía estar alineado con la idea de darle el timón que supieron llevar con maestría César Menotti, Carlos Bilardo, Alejandro Sabella o el mismo Marcelo Bielsa, por nombrar solo a algunos que habían llegado al cargo precedidos de suficientes antecedentes respaldatorios.
Y no estaba tan errado ese análisis. El problema fue que algunas de esas críticas fueron despiadadas y, en ciertos casos, hasta malintencionadas. Como si a esos disidentes extremos les hubiera asistido algún derecho de propiedad sobre el equipo argentino. La Selección no es de nadie. O es de todos. Pero los derechos y obligaciones de tomar las decisiones recaen en una sola persona (o en grupo muy reducido) que afronta y asume las consecuencias.
Y contra (casi) todo, Tapia se mantuvo firme en su postura de “bancar” a Scaloni. Y lo supo guiar para rodearlo de la mejor manera en la conformación de su cuerpo técnico: Pablo Aimar, Walter Samuel, Roberto Ayala. Gente capacitada, de bajo perfil, que conoce su función y sabe desempeñarla. Que opina pero no invade; que conoce de qué se trata pero no se la cree; que suma, en definitiva.
La primera prueba importante fue en la Copa América de Brasil 2019. El tercer puesto dejó una sensación ambivalente y sembró -o extendió- ciertas dudas, si bien la mirada comenzó a cambiar para dejar asomar algo parecido al respeto.
El crédito comenzó a aparecer con la sucesión de partidos invicto (tras la última derrota ante Brasil, 2 a 0, en las semifinales de esa mencionada Copa América de 2019). Es cierto, en esa larga lista de 36 partidos y más de tres años sin caídas aparecen algunos rivales menores (Honduras, Jamaica, Venezuela, Estonia, Emiratos Árabes Unidos) pero también algunos “pesos pesados” como Uruguay, Brasil e Italia.
Y podría decirse que la redención empezó con el postergado festejo de campeón en la Copa América de 2021, nada menos que en la casa del rival histórico, el Maracaná, al que más nos gusta derrotar.
De ahí a llegar como un gran candidato al Mundial de Qatar 2022, hubo un paso. Pero había que refrendarlo en la cancha. Apenas al primer partido, el sonoro cachetazo ante Arabia Saudita reinició el sistema de las dudas y las incógnitas. Y muchos de aquellos que habían tenido que dar marcha atrás en sus cuestionamientos, aunque parezca insólito, volvieron a restregar sus manos imaginando un triste y abrupto final.
Por suerte, esas miserias fueron rápidamente sepultadas. Al influjo de un equipo que supo reponerse de aquel duro golpe inicial y terminó ganando la Copa con un fútbol de alto vuelo. Con rebeldía desde el juego y también con grandeza y humildad para nunca pagar con la misma moneda a sus detractores. Por eso, también, el equipo enamoró a todos. Más allá de sus virtudes deportivas, supo comportarse y acercarse a la gente. Y la ansiada Copa fue la frutilla del postre que coronó un ciclo que sin dudas quedará marcado a fuego en la historia del fútbol mundial.