Cultura

Payasa en Birmania: “Decíamos que este circo se parecía a Macondo o alguna película de Kusturica”

Josefina Pérez Gardey, "Muruya", escribió un libro en el que recopila el día a día como payasa en el Golden Papillon Circus, en Birmania. "Era todo tan exótico que necesitaba bajarlo a papel para poder creerlo", cuenta sobre por qué se aventuró en su escritura.

Por Paola Galano

“Tenían un trabajo poco usual, sin horarios, lejos de la rutina, bohemios modernos, un poco gitanos, con placeres de humildes burgueses. Argentinos de alma, amantes de los viajes y las aventuras que estos deparaban“. Josefina Pérez Gardey describe así su oficio y el de su compañero Nacho Rey: payasos, artistas circenses, nómades.

En marzo de 2016, la pareja recibió un correo electrónico con la invitación a sumarse a un circo ubicado en el Sudeste Asiático. Birmania o Myanmar, un país “que apenas habían sentido nombrar”, era el destino. Entonces, una zona que salía de una terrible dictadura de más de cuarenta años.

 


“Nos sentíamos visitantes y no turistas como en otros países, donde te ven blanco y creen que sos millonario y por eso no paran de venderte cosas”

 


 

Al aceptar, jamás imaginaron que llevarían al límite aquella descripción del principio. 

En “Un circo en Myanmar”, Pérez Gardey -o Muruya, tal como se llama su personaje- cuenta con lujo de detalles aquella experiencia que ambos vivieron y que estuvo atravesada por el entusiasmo inicial, el calor desbordante, la falta de público, los problemas de dinero, la diáspora de artistas cuando no recibían sus jornales, la convivencia con cirqueros de todo el mundo, más las ratas y las serpientes que invadían los espacios públicos y la carpa y, pese a todo, las ganas de sobrellevar los problemas.

“Nacho sería la estrella principal, la imagen de la gráfica, el payaso de la pista, y Muruya un simpático comodín adaptable a las necesidades de la escena. Ambos llevarían el hilo del espectáculo”, escribió sobre el rol que tuvieron en el Golden Papillon Circus, que primero se levantó en la periferia de la ciudad de Yangón y luego en un espacio más central.

Ya de regreso a Mar del Plata, con su libro bajo el brazo –tiene ilustraciones de Sol Lavítola-, Pérez Gardey se sincera ante LA CAPITAL: “Hoy lo leo, lo pienso y digo, ¿cómo aguantamos?”. La artista decidió relatar la experiencia en tercera persona, para “profundizar en los relatos y descripciones”. Dice que la distancia de esa forma textual le permitió animarse más.

 


“Se respiraba un clima surrealista”, recordó Josefina.

 


“Este libro empezó siendo un diario de catarsis, una forma de expresar la intensidad de los días que estábamos viviendo. Era todo tan exótico que necesitaba bajarlo a papel para poder creerlo. Estos relatos se los mandaba por mail a amigues y familia para compartir el viaje -recuerda-. Seguí escribiendo toda la experiencia y cada vez me gustaba más. ¿Por qué no publicarlo pensé? Me saqué prejuicios acerca de que no era escritora y decidí darme el gusto”.

También quiso hacer “un pequeño aporte a la literatura circense”, al tiempo que contribuyó a contar sobre la vida en Myanmar, un país del que poco se sabe, por la distancia y porque volvió la censura, a partir de tener otra dictadura como forma de gobierno.

-Si para las personas comunes el circo es sinónimo de fantasía, un circo en un país como Myanmar tan exótico y lejano parece una doble fantasía, un delirio. ¿Cuánto de ese clima surrealista tenía el Golden Papillon Circus?

-Se respiraba un clima surrealista, Papillón significa mariposa en francés y una de las chicas se vestía de dorado con unas alas grandes y volaba por los aires. El circo en general siempre tiene esa fantasía, en este caso, se le sumaba lo exótico del país: el público colorido, gente birmana y extranjera, la humedad, el calor tropical, los hongos por todas partes, las goteras en el escenario, las gallinas dando vueltas. Decíamos que parecía Macondo o alguna película de Kusturica también.

-Asimismo, lejos de romantizar la vida en el circo, contás la precaridad del trabajo, los altibajos, las peleas, las traiciones, la falta de público, las serpientes, el calor, ¿se complicaba trabajar?

-Se complicaba trabajar a veces, se suspendieron funciones por apariciones de serpientes y por falta de público también. Hubo muchos compas que se enfermaron y tuvieron que suspender, la humedad, los hongos y el calor traían nuevos virus y nuestros cuerpos no estaban preparados para ese clima. En la carpa se llegaron a registrar 47 °C y laburar a esa temperatura era complicado, recuerdo que una vez no llegué al final de la función, llegué arrastrándome al camarín, no pude hacer la coreografía final. Por suerte, no tuve ninguna enfermedad grave, algunos compas tuvieron pulmonías, o descomposturas durante días. La convivencia tenía sus momentos divertidos y otros difíciles, mucho tiempo juntos, éramos como una familia de muchas nacionalidades.

-Es admirable -o raro- que en esas condiciones no pensaran en abandonar el circo, sino todo lo contrario. ¿Por qué?

-Porque no podíamos volver a casa sin historias que contar. Ya nos habíamos imaginado un viaje largo, habíamos cargado muchos kilos de yerba mate para toda la estadía. Por otro lado, no queríamos volver a Argentina, cuando acababa de asumir un gobierno que permitía el vaciamiento cultural, no teníamos proyectos acá. No había un clima esperanzador para lo artístico. Estábamos inmersos en la aventura y la capacidad de adaptación juega un papel importante. Hoy lo leo, lo pienso y digo, ¿cómo aguantamos? Pero estando allá, si bien por momentos era hostil, también era divertido y nunca dejábamos de sorprendernos. Estábamos trabajando de lo que nos gustaba, con buena gente y eso hace que todo cobre sentido.

-Hablás mucho de Regis en la formación del circo, ¿qué rol tuvo?

-Fue el productor, fue el soñador que imaginó un circo en aquel país tan lejano. Fue el delirio hecho persona. Seguimos en contacto con él y sigue conectado con los birmanos del circo, está ayudando a uno de ellos a salir del país. Un chico homosexual, de 30 años que perdió a su compañero, no tiene futuro en la dictadura birmana que corre otra vez por estos días, está desesperado por dejar el país y Regis lo está ayudando. No hay misiones imposibles para él.

-Mencionás los adioses en el circo, ¿qué generan?

-Generan incertidumbre, no sabés si la vida te va a volver a encontrar. Muchas veces sí, sobre todo con los colegas que también viajan mucho, con varios quedamos en contacto. Por ejemplo con Sarah y Sergio vamos a trabajar en un circo en Alemania este año. Es un circo independiente, Piglet Circus, creado por ellos unos años antes de ir a Myanmar. Nos invitaron antes de la pandemia a participar, este año recién se va a concretar, estamos muy contentos de volver a trabajar con ellos y en el circo. Pero con muchos del grupo no tenemos contacto, de hecho, uno de ellos, Chen el vestuarista birmano, falleció este verano. Muy triste, era una persona hermosa. El quería irse del país, pero nuevamente hay una dictadura militar terrible que les prohíbe irse. Con el resto de los birmanos perdimos un poco el contacto, no hablan mucho inglés y la dictadura también bloquea las redes sociales y la comunicación. Estamos acostumbrados a hacer amigues de viajes, a disfrutar del momento que se presenta para compartir. Es muy hermoso cuando te volves a encontrar.

-Rescatás el respeto de los pobladores, la serenidad, ¿cómo es Myanmar?

-Me gustó mucho su gente, vi las sonrisas más hermosas del mundo, más puras, más humildes. Allí nos sentíamos visitantes y no turistas como en otros países, donde te ven blanco y creen que sos millonario y por eso no paran de venderte cosas. El budismo, creo yo, los hacía muy pacíficos, se respiraba paz en las calles. Me encantaba ir a comprar verduras al mercado callejero y “hablar” como podía con la gente. Las pagodas son hermosas, mucho oro, piedras preciosas y gente meditando adentro. La ciudad-patrimonio de Bagan es alucinante, llena de pagodas y estupas, parecía estar caminando dentro de un sueño. Lo que menos me gustó es la comida, las ratas y el calor diario, se hacía pesado trabajar con tanto calor.

-Tu relato pone el acento en los chakras, en la luna en los signos, en los signos de zodíaco de cada integrante, decís que el llanto evita enfermedades. Tenés una mirada vinculada a una energía universal, ¿puede ser?

-Soy atea y me las rebusco para conservar mi lado espiritual. Creo que somos cíclicos y cíclicas como la luna, me gusta la astrología no predictiva, me gusta pensar que hay energías que nos conectan, que son más elevadas que el cotidiano tangible de todos los días. No me aferro a ninguna religión, ni creencia. Hago lo que siento, leo lo que me gusta y trato de conectar con la espiritualidad para encontrar el equilibrio.

-¿Cómo llegaste a convertirte en payasa?

-Creo que todavía no lo soy. Seré payasa cuando sea vieja y me falten dientes y me ría más de mi misma. Me encanta hacer reír, recolectar sonrisas del público, pero sé que no es tarea sencilla. Empecé a hacer circo a los 16 años, el festival Hazmereir de Mar del Plata fue una gran inspiración. En Argentina tenemos grandes payasos y payasas y grandes profes también. Sigo buscando la forma de hacer reír, me encanta, creo que la risa sana y seguimos por ese camino.

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