Dos historias sobre la incomodidad.
Por Luciana Acosta (*)
—A la edad de ustedes, con Nora ya teníamos dos hijos.
—…
—Un consejo: no hagan como nosotros: primero disfruten, viajen mucho, vivan solos. Siempre hay tiempo para juntarse y esas cosas.
Después de cortar su última relación, Romina había jurado que haría todo lo posible para demorar el momento de conocer a la familia de su próxima pareja: la pasaba realmente mal. En eso pensaba ahora que estaba ahí, con la servilleta de tela sobre la falda, sentada a la mesa, justo frente al padre de Claudio, tratando de ocultar su incomodidad.
La casa tenía un living comedor con un hogar y encima, un altar pequeño, con más fotos que santos y vírgenes; una cocina con espacio para otra mesa y dos habitaciones a las que se accedía a través de un pasillo angosto, oscuro. Al menos eso fue lo que alcanzó a ver Romina tras echar una mirada rápida a su alrededor mientras aceptaba el vaso con Gancia que le alcanzaba Mario, sentado en la cabecera de la mesa. Desde ese lugar clave, el hombre —la espalda ancha, calvicie avanzada sobre las sienes y el abdomen apenas contenido en una camisa con los dos primeros botones desprendidos—, distribuía bebidas, evaluaba las necesidades de cada comensal y organizaba la charla familiar. Además de lanzar máximas incomprobables al aire, una tras otra. A saber: cortarse las uñas de noche quita años de vida, comer cítricos después de las cinco de la tarde aumenta el riesgo de cáncer, nunca hay que usar los zapatos de un finado; tener peces o tortugas de mascotas atrae la mala suerte y si un perro aúlla de noche, alguien se va a morir. Otras: la cantidad de estornudos siempre debe ser impar, hay que desconfiar de los judíos y si no te acordás del nombre de alguien, seguro es amarrete. Mario, aparte, jugaba con una carta a su favor: nadie jamás cuestionaba ni contradecía semejantes afirmaciones.
La mano ejecutora de cada una de sus órdenes era Nora —directora de escuela jubilada, mujer de gestos duros y pocas palabras—, su esposa desde hace más de veinte años, a esta altura, acostumbrada a las demandas de su marido.
—¿Querés más hielo, piba?
—Está bien así, gracias.
—Nori, traele más hielo a la piba, que más que Gancia eso es mate cocido.
Al lado de Nora, Daiana, la hermana de Claudio, miraba historias de Instagram y Facebook como si fuese lo último que iba a hacer esa noche. Hasta que el padre le dijo que la cortara con el telefonito, vas a quedar estúpida. Romina se preguntó si la había registrado en algún momento y le clavó los ojos para obligarla a girar la cabeza. Mirame, mirame, mirame. Nada.
—Romi, te puedo decir así, ¿no?, Claudito nos dijo que estudiás Derecho, contame un poco, que la Dai ya tiene catorce y debería ir viendo qué va a hacer cuando termine el secundario. Tuteame tranquila y decime Marito, mejor.
—¿Hasta dónde vas? Pasá tranquila, ya está oscuro.
—Gracias, la verdad no sabía que la tarjeta estudiantil dejaba de andar.
—Claro, funciona de ocho de la mañana a siete de la tarde, después hay que pagar cash. Pasá, ya sabés para la próxima.
—Gracias, señor.
Ella se sienta en el fondo del colectivo y respira aliviada. Salió de la escuela a las cinco y se fue a pasar la tarde a la panadería de los padres de Marianela, en donde suelen juntarse a estudiar o a escuchar música.
A ella le gusta Esteban, el hermano de su amiga, pero no quiere decir nada, no porque Marianela se vaya a enojar, al contrario, porque sabe que ella va a tratar de hacerle gancho con su hermano y se muere de vergüenza. En eso piensa cuando sin querer se le dibuja una sonrisa y advierte que el chofer la observa desde el espejo retrovisor. Le sostiene la mirada y vuelve a sonreír, esta vez, agradecida. Si no fuera porque la dejó pasar, ahora seguiría varada en la otra punta de la ciudad.
Chequea la hora: 20.47. Su mamá la va a matar.
—No comiste nada, gorda.
Era cierto: Romina no había tocado su plato y a Claudio ya le empezaba a incomodar la actitud de su novia. Le preguntó por lo bajo si se sentía bien y no le creyó cuando ella le dijo que sí, no te preocupes.
—Permiso, ¿puedo pasar al baño?
—Sí, es la segunda puerta, a la izquierda.
Apenas se levantó de la silla, Romina creyó que el mundo se le venía abajo. Sintió una puntada intensa que le provenía desde atrás de los ojos pero, todavía enceguecida, siguió adelante.
Mario la vio pasar de reojo y apenas escuchó que la puerta se cerraba, le dijo a su hijo:
—¿Siempre es así de calladita? Vos sí que tenés suerte, eh.
A Claudio no le causó gracia el chiste pero se lo dejó pasar como hacía con todo lo que le molestaba de su padre. Aparte, lo último que quería esa noche era pelearse con él.
—Debe estar cansada, arranca temprano y todavía no le dieron franco en el laburo nuevo— la defendió, inquieto.
Del otro lado de la puerta, con las dos manos que le sostenían el pelo para evitar que tocara el agua del inodoro, Romina trataba de controlar la respiración para alejar las náuseas. Quería pensar en algo que la sacara por un momento de ese baño, de ese chalé de la periferia marplatense, pero el olor que desprendía la pastilla desodorante pegada en una pared del inodoro no le permitía volver a abstraerse de la realidad. Hasta que sobrevino el reflujo y confirmó su sospecha: en el estómago no tenía nada para vomitar.
Como la primera vez, el chofer la deja pasar sin pagar el boleto. Tienen un acuerdo tácito: él le permite viajar sin marcar el pasaje, ella le conversa el tiempo que dure el recorrido. No hablan de nada del otro mundo: cómo le va en el cole, si tiene novio, a dónde va a bailar, qué onda sus amigas de la escuela. Si bien cree que los dos salen beneficiados, ella por ahora prefiere que su mamá no sepa del pacto. No piensa que lo que hace está mal pero con el dinero que se ahorra compra cigarrillos sueltos para aprender a fumar con las chicas y teme que su maniobra quede al descubierto.
—Te bajás en Colón y Tres Arroyos, ¿no?
—Sí, voy para casa.
La mano del chofer abandona la palanca de cambios y queda apoyada sobre la máquina monedera, bien cerca de donde la joven se sostiene para mantener el equilibrio. Ella le dice que no lo escucha, que si le puede repetir. Él le guiña un ojo y le dice que nada, no dije nada.
—Disculpen, creo que me bajó la presión. Bueno, sí, un vaso con agua está bien. No, no hace falta, con un poco de aire es suficiente.
Romina salió del baño y al ver que todos la miraban, sintió que debía dar una explicación. Enseguida Nora corrió a abrir la ventana del living y Claudio la empezó a abanicar con una revista de ofertas, lo primero que tuvo a mano. Mario llenó un vaso con soda y se lo dejó sobre la mesa, lo más cerca que pudo. Le impresionó la piel blanca, transparente de Romina.
El viento había rotado al sur y dio paso a una lluvia torrencial que en pocos minutos dejó la avenida intransitable. Ella justo había encontrado refugio de- bajo del cartel de un maxikiosco, cuando el chofer del 562 la divisó entre el aguacero y la levantó a mitad de cuadra.
El colectivo lleva solo dos asientos ocupados y pese a que va a baja velocidad, provoca olas que golpean con fuerza contra las puertas de los negocios y las casas.
Ella sube salteando un escalón y ya hace rato que ni siquiera amaga con pagarle el boleto. El chofer le ofrece un buzo para ponerse encima de ropa empapada pero a ella le da vergüenza y le dice que mejor no, total no hace tanto frío. Él no insiste y en cambio le ofrece, una vez que termine el recorrido, dejarla en la puerta de su casa para que no se moje aún más. Ella, que sólo quiere llegar, dice que bueno, que le viene bien, el barrio debe estar todo inundado.
Los dos pasajeros que iban acomodados a mitad del colectivo se levantan y piden bajarse en la próxima parada, por favor. El chofer se detiene lo más cerca que puede del cordón y les abre la puerta. Ahora la chica sigue parada junto al asiento del conductor, tirita de frío y de pronto le surgen de adentro unas inexplicables ganas de bajarse, de alcanzar la vereda antes de que la puerta plegadiza se vuelva a extender. Pero se queda ahí y el colectivo retoma la marcha lenta contra la corriente. Falta menos.
—¿Seguro que no querés abrigarte? Te vas a pescar una gripe.
—No, no pasa nada, ahora en casa me doy una buena ducha.
La lluvia, ahora, es una cortina fina de agua a través de la que se puede ver sin mayor dificultad y ya no la mantiene alerta, expectante. Entonces ahí por primera vez lo ve todo: está él con la bragueta apenas abierta, porque apenas puede contener la erección; lo ve manosearse sobre el pantalón mientras la mira a ella a través del espejo retrovisor. Le sonríe entre escudos de Boca y stickers del Pato Lucas; le sonríe y se toca, hasta que por fin dice:
—¿Se te ocurre qué podemos hacer?
Romina agarra el vaso con soda que le dejó ahí Mario, toma un apenas un sorbo y lo vuelve a dejar en el mismo lugar. Su novio le pregunta si le trae algo más, otra cosa y ella dice que no, nada, en serio y se queda así, quieta, quietísima, como paralizada. Ahora no puede dejar de mirarlos, a los dos, uno al lado del otro, a Claudio y a su padre, Mario; los requisa, compara contornos, colores y pestañas; los mira aun cuando las náuseas la obligan a inspirar profundo. Los mira y confirma que sí, su novio heredó esos ojos de su papá, desde hace un rato su futuro suegro, o Marito, el colectivero de la línea 562.
(*) Es periodista y autora de “Los rotos”, libro que incluye este cuento.