Nacieron como una delicada forma de aprovechar sobrantes. Se pueden hacer con la mano o, cuando se aprende, con dos cucharas.
por Caius Apicius
La de cocinero o, como les gusta ser llamados, chef, es una profesión de moda; quienes la ejercen se autodenominan artistas, y muchos críticos les dan motivos para creérselo. Pero, como sucede con las artes plásticas, no está clara la frontera entre el arte y lo que es, simplemente, otra cosa.
A nuestros chefs les preocupa muchísimo el diseño, y en su nombre someten a sus creaciones o interpretaciones a un proceso “artístico” que no aporta nada al plato. O sí: una hoja de algún hierbajo, a poder ser exótico, “aporta color”, por supuesto siempre verde, como si en arco iris no hubiera seis más. Si la colocan enhiesta, en vertical, “aporta volumen”.
Ya usan el críptico lenguaje de los artistas plásticos y los diseñadores de moda.
Veamos una cosa de lo más cotidiana: las croquetas. Sí, esas bolitas más o menos esféricas u oblongas que cuando están bien hechas, es decir, con buenos ingredientes y la paciencia necesaria, pueden ser una auténtica delicia. Parece que su nacimiento, al menos de las croquetas tal como las conocemos hoy, data del Segundo Imperio francés, el de Napoleón III y Eugenia de Montijo.
Nacieron como una delicada forma de aprovechar sobrantes, envolviéndolos en una salsa aristocrática, patentada por el marqués Louis de Béchameil, y presentando el resultado en porciones manejables, de un par de bocados (las croquetas grandes resultan bastante bastas), recién salidas de la sartén.
Las croquetas tienen varias fases. Primero hay que hacer una buena bechamel, en cuya elaboración se incorpora el “protagonista” de las croquetas: jamón, gallina, bacalao, marisco… Una bechamel requiere tiempo y trabajo: no es cosa que se liquide en diez minutos.
Si se pasan media hora dándole vueltas en el fuego, sus posibilidades de éxito serán mucho mayores, la habrán ligado bien y, además, habrán evitado que la harina sepa a crudo.
El resto es de manual: se deja enfriar la masa, se divide en porciones del tamaño deseado, ya decimos que mejor pequeñas que grandes, y se modelan, o moldean, las croquetas.
Se puede hacer con la mano o, cuando se aprende, con dos cucharas. Una vez formadas las croquetas, se pasan por huevo y pan rallado y se fríen; yo les recomendaría usar una freidora, pero se puede hacer en sartén.
Bueno, pues ahora proliferan las croquetas cuadradas. Cuestión de variar, dicen unos; puro diseño, alegan otros. Que no les tomen el pelo. Ni variación ni diseño: vagancia. Pocas ganas de perder un rato modelando croquetas.
Simplemente, una vez fría la masa, se corta en porciones rectangulares, se empana y se fríe. Nos hemos saltado un paso, y un paso engorroso, además: todas las grandes “croqueteras”, por mucha práctica que tengan, reconocen que lo del moldeado es lo más latoso del proceso.
Y un chef no está para eso. Está para diseñar, para crear, para mandar, que al fin y al cabo chef significa jefe, y no va un jefe a ponerse a hacer croquetas. Se encarga al último llegado o, sencillamente, se prescinde del moldeado. Pero, claro, hay que vender esa falta de ganas de trabajar en un envoltorio más atractivo: diseño, naturalmente.
En fin, redondas, ovaladas o rectangulares, disfruten de sus croquetas: pueden ser una delicia de verdadera alta cocina. Pero recuerden una de las claves: paciencia. Paciencia para ligar perfectamente la bechamel, y paciencia para hincarles el diente: hay que esperar que se atemperen.
Las croquetas son el alimento sólido que más tiempo guarda el calor, cosa que en los líquidos sucede con las infusiones, las “aguas calientes”. Esperen. Y comprendan a los chefs: no están para hacer bolitas.
EFE.