Segunda entrega del taller literario a cargo del docente y escritor Marcelo di Marco, con ilustraciones de Jorge Estefanía.
Por Marcelo di Marco (*)
A la hora en que la hija de la mañana, la aurora de rosados dedos, ponía brillos de plata en los ganchos de las medias reses de la carnicería del autoservicio Hornero II, despertábase Pukkas, el sufrido discípulo de Tío Marce. Pukkas se levantó de la cama, se duchó, se vistió, colgó del hombro la mochila con su notebook dentro, y semejante a un dios salió del cuarto y encaminose a desgastar con las suelas de sus borcegos el umbral de la casa de su personal trainer literario.
—Estuve dándole vueltas al tema del aburrimiento, maestro —díjole, una vez ya instalado en su pupitre—. Al principio pensé que tenía que ver con lo burro, con las burradas que uno comete. En nuestro caso, con las burradas que cometemos escribiendo. Y me fumé que, gracias a esas burradas, uno terminaba a-burriendo al lector.
—No necesariamente uno tiene que aburrirse con las burradas que lee a cada rato, Pukkitas. Sobre todo con las que se rebuznan en las redes sociales, esos “instrumentos peligrosos”, como las calificaba Umberto Eco. Si uno considera tales burradas imbuido de una buena dosis de sadismo, pueden llegar a resultarle divertidísimas. Los libros están plagados de ellas, incluso si hablamos de libros publicados por las Grandes Editoriales.
—Una vez usted me mencionó la entrada de un tal José Luis Borges en cierta enciclopedia de literatura…
—Ah, sí, lo recuerdo perfectamente porque fue desopilante. Hace unos años me tocó descubrir una serie de burradas relacionadas con Borges en una Historia Universal de la Literatura, de Editorial Sopena. Era evidente que el autor, o a lo mejor el equipo que trabajó en esa Historia de unas mil páginas, no habían leído nada de Borges. Las burradas iban mucho más allá de consignar incorrectamente el nombre de pila de nuestro gran Jorge Luis. Se lo comenté a mi amigo Fernando Sorrentino, quien enseguida puso manos a la obra.
—Recuerdo que usted me dijo que él con ese dato escribió una nota muy divertida para el sitio Letralia. Todavía no la leí.
—No sabés lo que te estás perdiendo, Pukkas. Podés disfrutarla más tarde, googleando el mordaz título de “Facetas ignoradas de Jorge Luis Borges”. Vas a partirte de la risa, ya lo verás.
—O sea que las burradas podrán ser todo lo disparatadas o deprimentes que uno quiera, pero no son aburridas.
—Exacto. Y hay dos muy difundidas en las que me gustaría detenerme. Provienen de falsas etimologías. ¿Vos leíste alguna vez aquello de que “el adolescente adolece”, y lo de que el alumno es alguien sin luz, un a-lumno?
—Mil veces, maestro. Una amiga psicóloga me dijo que en una época no había paper o monografía que no contuviera eso de que el adolescente adolece. Y lo del a-lumno también lo escuché bastante. Hay profesores que prefieren decir “mis estudiantes” en lugar de “mis alumnos”, para no ofender a nadie. ¿Está mal?
—Está pésimo en todo el sentido de la palabra, porque en los dos casos, además de faltar a la verdad, se estaría incurriendo en una especie de demagogia al victimizar implícitamente a los adolescentes y a los alumnos, pobrecitos, con las consecuencias psicológicas y conductuales esperables. Pero vos querés ser escritor, y una de las primeras cosas que conviene que hagas es aprender a usar las palabras con precisión, para enrolarte de entrada en la verdad. La palabra “adolescente” no tiene nada que ver con el sufrir, porque en realidad proviene del latín adolescere, que quiere decir “crecer”, o bien “desarrollarse”. El adolescente es alguien que está empezando a crecer y a desarrollarse. No alguien que padece por definición.
—Se ve que se confunden porque las dos palabras se parecen bastante… ¡y nada que ver una con otra!
—Exacto, Pukkas. De aquel parecido debe de venir ese error, que se comete sobre todo cuando se habla o se escribe acerca de la adolescencia como la edad en que uno adolece de problemas y conflictos. Dicho de paso, una de las cosas que aprenderás conmigo es a desconfiar de generalizaciones, como la que acabo de apuntar sobre la adolescencia. Porque eso es esencial en la formación de un escritor.
—¿Por qué, maestro?
—Porque escribir con mayor precisión te hará pensar mejor, y pensar mejor te hará escribir con mayor precisión. No te lo digo yo, sino Orwell, el autor de aquella profecía que resultó ser la gran novela 1984: cuando te sacás de encima malos hábitos de escritura, podés pensar con mayor claridad. Lo dijo en un ensayo que podés encontrar como “La política y el idioma inglés”. Y termina diciendo, textualmente: “Pensar con claridad es el primer paso hacia la regeneración de la política”. Bioy le dijo algo parecido a mi amigo Sorrentino, según se lee en el libro de entrevistas “Siete conversaciones con Bioy Casares”. Para resumírtelo: cuanto mejor escribas, mejor pensarás.
—¿Puedo cambiar “política” por “literatura”, maestro? ¿Decir, por ejemplo: “Pensar con claridad es el primer paso hacia la regeneración de la literatura”?
—Si esa sustitución te sirve para los fines prácticos de tu formación como escritor, estoy de acuerdo. Pero jamás olvides la política, y siempre diferenciándola de la falsificación ideológica. Vaya a saber, por ejemplo, qué oscuras manipulaciones esconde aquel que, a sabiendas, busca convencer a la gente de que un “alumno” es alguien “sin luz”. Me huele a victimización, como te decía.
—¡Ah, eso del a-lumno!
—Tal cual, Pukkitas. Un a-lumno no es alguien sin-luz o poco iluminado. Según la etimología, “alumno” viene de alo, que en latín significa “alimentar”. De hecho, de ahí viene también la palabra “alto”: si te alimentás, te hacés más alto.
—O sea que el alumnus es alguien a quien se lo alimenta, para que crezca.
—Como hago yo con vos intelectualmente cada quince días en persona, y durante la quincena mandándote a tu casilla lecturas sabrosas y necesarias y en-altecedoras. Pero mejor no me lo agradezcas, y contame qué me estabas diciendo sobre el aburrimiento y lo burro.
—Lo que sospeché en un principio, como le dije, eso que las dos palabras se me hacían muy parecidas. Me dije que ignorar y aburrir deben de ser parte de lo mismo. Fui al diccionario, a buscar “aburrir”, y me encontré con esta definición. ¿Alcanza a ver la pantalla de mi celu?
—No me aburras, Pukkas: seré un poco sordo; pero, como leer, todavía leo bien. Y acá en el Diccionario de la Academia dice: “Molestar, cansar, fastidiar”.
—¿Ve? Ahí me di cuenta que la molestia y el fastidio son bastante diferentes a la ignorancia, a lo burro.
—Pensado el tema desde un ángulo práctico, y al margen de lo que venimos conversando, alguna relación tienen.
—La gente ignorante suele ser bastante aburrida. ¿Por eso lo dice?
—Lamentablemente sí. Y fijate en algo más interesante todavía, en la última acepción de “aburrir”. La de acá, la de abajo de todo. Pero antes de leerla tené en cuenta los dos queísmos que acabás de cometer, escritor.
—¿Queísmo? Y eso qué es.
—Muchas veces la gente, a lo mejor por miedo a caer en el dequeísmo, se va a la otra punta y no usa el “de que” cuando debería usarlo. Como por ejemplo en “Me di cuenta de que”. Eso es un queísmo. Ese fue uno. Y el otro lo cometiste cuando dijiste “eso que las dos palabras”.
—¿Debería haber dicho “eso de que las dos palabras”, maestro?
—Sí, Pukkitas. Y no me mires con semejante cara de cordero degollado, porque al próximo queísmo te mando a la entrada del Museo a contar cuántos envoltorios de Havanna recubren realmente al lobo marino de Marta Minujín. Ahora leé la última acepción de “aburrir”, por favor.
—Aburrir: “Sufrir un estado de ánimo producido por falta de estímulos, diversiones o distracciones”. ¿Quiere que veamos la etimología? En este diccionario etimológico en línea, mire, se muestra que “aburrir” y “aborrecer” vienen de la misma palabra: “horror”.
—Y “horror” viene del latín horror, derivada del verbo latino horrere, que significa “ponerse los pelos en punta”.
—¡¿Cómo?!
—Sí, Pukkas, horri-pilar es justamente eso. Pero, mientras que “aborrecer” significa sentir horror de algo, “aburrir” viene a ser no sentir horror ante algo.
—Entonces, maestro, uno se aburre de lo que no le mueve un pelo.
—¡Vos lo dijiste con mejores palabras que las mías! Pero eso no significa que la única literatura no aburrida sea la de terror, porque últimamente se escriben novelas y cuentos de terror más aburridos que la guía telefónica. Pertenezca al género que fuese, una obra será de todo menos aburrida cuando está escrita con calidad literaria, con alto nivel intelectual.
—¿Y qué determina la calidad literaria y el nivel intelectual de una obra, maestro? ¿No será que hay temas aburridos de por sí?
—Eso es algo que iremos dilucidando a lo largo de nuestros encuentros, Pukkitas. Para la próxima, me gustaría mostrarte una definición propia de eso que llamamos literatura. A mí y a nuestra legión de alumnos nos sirve, y además tiene mucho que ver con el lema de nuestro taller. Acordate: “Con tener talento…
—… no te alcanza”.
*En 1997, Marcelo di Marco (www.tcyc.com.ar) revolucionó la enseñanza de la escritura creativa al publicar Taller de Corte y Corrección. Vigente desde hace más de un cuarto de siglo, la más reciente edición de esta guía para la creación literaria data de 2022: a finales de junio entró en la Colección Best Seller del sello Debolsillo (Penguin Random House), y se agotó en menos de dos meses.
Jorge Estefanía es dibujante, caricaturista, escritor y profesor de Educación Física. En 2022, publicó por Gogol Ediciones “La luz que cayó del monte”, libro de cuentos basados en la obra de H. P. Lovecraft.
Leé la primera entrega de la columna de Marcelo di Marco acá: “Escribo bien, pero aburro”