En el Capítulo 32, Pukkas tratará de asimilar el origen de su nombre tras la revelación del Tío Marce. Deprimido y desorientado, intentará entender con su maestro y Nomi cuál es el sentido de su existencia.
Por Marcelo di Marco
Alejándose de la playa los dos, de regreso a La Anita, a Pukkas le daba vueltas en la cabeza lo último que el viejo le había revelado: ¡el nombre con que lo bautizó estaba inspirado en el de Franz Xaver Kappus, el joven poeta que cruzó correspondencia del tipo maestro-estudiante con Rilke! El austríaco Rainer Maria Rilke, para ser más exactos, uno de los más grandes poetas de la literatura universal. Pukkas / Kappus. Si el asunto no fuera tan tenebroso, hasta tenía gracia. Francisco no paraba de reflexionar sobre eso.
Pero… ¿podía llamarse “reflexionar” a ese desbarrancarse en un escarabajeo constante que le horadaba el pecho, el corazón, el alma entera? A cada paso que daba, sentía que las piernas eran dos moles a las que debía obligar a que se moviesen: arrastrando los pies calle arriba y sin poder hacer nada para remediarlo, Pukkas comprendía que era la viva imagen de la depresión.
¿Qué sentido tiene vivir?, se preguntaba una y otra vez, con toda la desesperación del mundo y cubriéndose la cara para que ninguno de los paseantes advirtiera que no paraba de lagrimear. Y lo peor de todo era que, a la par de la angustia, experimentaba la inefable sensación de que sus “reflexiones” estaban siendo implantadas en su cabeza por una mente parasitaria. ¿Eran sus propias reflexiones, sus propios pensamientos, o en realidad eran reflexiones y pensamientos sugeridos –¡impuestos, mejor dicho!– por el auténtico autor de toda la farsa? Farsa en la que estaban involucrados los editores del suplemento cultural que supieron acoger al máster, al igual que la esposa y toda la comunidad del Taller de Corte y Corrección y todo el círculo de amigos y colegas de los que Tío Marce había sabido rodearse desde su llegada a Mar del Plata. ¡Y ni que hablar de los lectores de las columnas, ahora perpetuadas gracias a Internet hasta que vinieran los marcianos a destruir cada maldita compu del mundo mundial! ¡Qué bochorno! ¡Qué correncia, significara aquella palabra rara lo que significase!
A su lado marchaba el responsable de su desdicha, ufano, orondo y con la expresión de quien se ha sacado de encima un gran peso. Las cartas habían sido puestas sobre la mesa, y no precisamente del modo menos conflictivo.
Ahí está, se dijo Pukkas, desde su más vacía desesperanza. Otra muestra de que el máster me está manejando como si él estuviera al mando de mi cerebro: recién pensé en términos de “correncia”, “ufano” y “orondo”, y ni siquiera conozco el significado de esas palabras; aunque sé que se aplican perfectamente a mi desastroso estado de ánimo y al despreocupado talante que luce el viejo.
Sí: a fin de cuentas, aquel “tío” –¡tío desnaturalizado, evidentemente!– se había comportado con él durante un año entero como un maldito cordyceps, ese hongo parasitario que se mete en el cuerpo de un insecto para invadirlo de toxinas, drogarlo y convertirlo en un zombi obediente. ¿A eso lo había reducido? ¡¿A cumplir el papel de una simple hormiga colonizada que ni siquiera puede actuar como una simple hormiga, precisamente porque está colonizada?!
—¿Sabés que podés revertir esta depre espantosa, Pukkas? —le dijo el viejo, faltando un par de cuadras para llegar a La Anita.
—Qué está diciendo, mal tío. —Pukkas se detuvo, sorprendido en su incredulidad: ¿con qué novedad le saldría ahora el autor de aquella patraña?
—En realidad, estás usando mal el término.
—Qué término.
—“Patraña”. La palabra “patraña”. —A Pukkas ya no le causaba ningún sobresalto el hecho de que aquel le leyera la mente—. Una patraña es un invento que tiene por objetivo engañar.
—¿Y usted a mí no me engañó como a un pobre infeliz? No lo niegue.
—Vamos, Pukkitas, no seas injusto.
—¡Injusto! ¡Encima me dice injusto él a mí!
Tío Marce dejó pasar la moto de Mosalino, que en ese momento doblaba en la esquina, humeante de delicias sin nombre, y después de cruzar la calle le dijo a Pukkas:
—Te propongo un almuerzo de reconciliación, Pukkas. Hay acá nomás un restorán que te va a gus…
—… ¡para qué ir a almorzar, señor Di Marco, si, según usted, yo no necesito alimentarme!
—Vamos, Pukkitas. —El viejo hablaba con tono cariñoso, como quien quiere sacar la pata que metió hasta el cuadril—. Dejame que le mande un whatsapp a Nomi, y vamos a comer los tres y te explico mi plan.
—Es que no tengo nada de hambre, máster.
—¿Ah no?
Cuando Tío Marce dijo eso, a Pukkas le sobrevino un ataque de hambre tan fuerte que se superpuso a su tragedia existencial.
Hasta eso puede digitar este hombre, se dijo. Es capaz de manejar a voluntad, incluso, mis apetitos más recónditos. Recónditos, otra palabra rara.
Al rato estaban sentados los tres, esperando que les sirvieran la comida en una de las mesas del Mosalino, el más barrial de todos los barriales restoranes de Mar del Plata. Una lejana música de radio y los aromas de la típica cocina de abuela amorosa planeaban entrelazados sobre las cabezas de los clientes, que se concentraban en disfrutar del sabor del plato que habían elegido, o bien leían el diario, o bien practicaban las dos actividades a la vez, tinto o blanco o Coca-Cola mediante.
Pukkas tenía tanto apetito que le había entrado a la panera hasta no dejar ni un solo bollo ni grisín, y ahora barría las miguitas del mantel con el dorso de la mano, pensativo.
—¿En qué andás? —le preguntó Nomi, acercándole a Tío Marce su copa para que le sirviera el malbec. Y Pukkas le dijo:
—Pensaba en lo que me hizo su compañe…
—… mi marido —aclaró ella—. Hay diferencias. A este hombre —señaló al máster— lo conozco desde hace más de cuarenta y cinco años, cuando empezó el profesorado de Literatura, que yo terminaba de cursar. Es suficiente tiempo como para no cazarlo al vuelo, ¿no te parece?
—Nomi es la primera en saber todos mis planes, Pukkitas —dijo Tío Marce, abrazándola de costado—. No te quepan dudas.
Todavía resentido, Pukkas alzó hacia la mujer del máster unos ojos tan cargados de decepción que partían el alma:
—Así que usted lo sabía todo.
—Tal cual, Francisco. Y también sé que Marcelo no te “hizo” nada malo.
—¡Directamente lo hice a él! —Acá Tío Marce echó a reír, pero se calló: ni Pukkas ni Nomi le hicieron eco; Pukkas menos que menos, claro está. El máster se sirvió a su vez una copa—. Bueno —dijo, dispuesto a empezar con sus ravioles al filetto, que acababan de llegarle—, disculpen el mal chiste. Pero la verdad es que el autor de un texto es una especie de dios que hace y deshace a su gusto. Y, en el mejor de los casos, pensando siempre en los lectores.
»Fíjense: pienso tanto en los lectores que, en el diálogo que estamos manteniendo, voy apuntando a manera de ejemplo todas las variantes del uso de los guiones. Incluso acabo de poner comillas españolas en este mismo párrafo. ¿Qué me cuentan? Nuestros lectores interesados en ubicar convenientemente los guiones de diálogo en sus narraciones, pueden fotocopiar esta misma página, plastificarla y tenerla bien a mano cuando los asalten las dudas.
—¿Guiones largos? —quiso saber Pukkas, llevándose a la boca un trozo de su milanesa a la napolitana—. ¿’omillas e’añolas?
—También se los llama rayas —dijo Nomi, con su mejor voz de profesora en Letras—. A los guiones largos, digo. En cuanto a las comillas españolas (fijate dos párrafos atrás, donde Marcelo dice “»Fíjense”), en este caso se las llama “comillas de continuación”, y también “comillas de seguir”.
—Y para qué sirven.
—Se usan cuando en un cuento o en una novela el parlamento del personaje que está dialogando ocupa más de un párrafo. Es lo que recién hizo Marcelo cuando quiso llamar mejor nuestra atención al decirnos “Fíjense”: pasó a un nuevo párrafo.
—Necesité pasar a un nuevo párrafo.
—¿Ves? —siguió diciendo Nomi—. Si hubiera encabezado ese párrafo con un guión largo, hubiese dado la impresión de que era otro el que tomaba la palabra. O vos o yo, Francisco, ya que en la escena estamos hablando nosotros tres solamente.
—Ah.
A medida que iban terminando el almuerzo, Tío Marce notó que Pukkas se mostraba más animado. Y aprovechó la sobremesa para decirle:
—¿Te das cuenta, Pukkitas, de que vos no sos un mero monstruo de Frankenstein?
—Por qué lo dice, maestro.
Conque “maestro” en lugar de “mal tío”, se dijo el máster limpiándose los labios con la servilleta. Vamos mejorando.
—Antes de venir para acá te decía que podías revertir la depresión, ¿verdad?
—Y cómo hago, máster, si yo no sirvo para nada.
—Lo hacés tomando consciencia, Francisco —Nomi acarició el brazo del pibe, que no lo retiró—, de que existís por una buena razón.
—Hasta ahora demostraste ser un excelente interlocutor —siguió Tío Marce—. Por lo que me han dicho varios, los estamos ayudando enormemente en su formación como escritores.
—Pero es que yo no existo…
—No existís físicamente —dijo Nomi—, pero sí en el mundo de la ficción. Ahí tenés entidad real.
—Exactamente, Pukkas. Vos, en nuestro coloquio, encarnás la voz de los lectores. Me preguntás cosas que a muchos les gustaría preguntarme, y las consecuentes respuestas jamás las había puesto yo en ningún libro. Hasta ahora. —Tío Marce pidió la cuenta, y se quedó pensando—. Si vamos al caso, vos tenés una existencia más real que esos zombis de carne y hueso que no sirven ni para hervir una papa.
Los capítulos anteriores pueden leerse siguiendo este enlace:
https://www.lacapitalmdp.com/temas/la-columna-de-marcelo-di-marco/