Pukkas y el tío Marce siguen avanzando en la decisión de hacer del alumno un gran escritor.
Por Marcelo di Marco
A la hora en que la hija de la mañana, la aurora de rosados dedos, hacía relucir en los límites de Parque Luro el verde techo del kiosco de Natalia, despertábase Pukkas, el sufrido discípulo de Tío Marce. Pukkas se levantó de la cama, se duchó, se vistió, colgó del hombro la mochila con su notebook dentro, y semejante a un dios salió del cuarto y encaminose a desgastar con las suelas de sus borcegos el umbral de la casa de su personal trainer literario.
—¿Le puedo mostrar algunos ejercicios de escritura que estuve practicando en el Word, maestro? —consultole, una vez instalado en su pupitre y con la notebook ya abierta? Antes de seguir analizando su definición de literatura, me gustaría saber si entendí o no entendí lo de la vez pasada. Hablo de eso de jerarquizar la palabra gracias al uso del lenguaje poético.
—Adelante, Pukkas, pero te recomiendo que de vez en cuando le pases una franela a la pantalla de tu notebook. ¿Y qué hacés con esa botella de whisky que veo asomarse tan temprano por el borde de la mochila?
—Un toque de informalidad no viene mal, maestro.
—Ah, ya veo. Seguramente estarás alimentando la fantasía de que tu imagen de escritor necesita de alguno de esos rasgos que caracterizaron a los llamados poetas malditos. Ya veo tu nombre impreso en los titulares de los diarios de toda Iberoamérica: “Francisco Javier Pukkas, el novelista que jamás se dio una ducha ni vio cine norteamericano”. ¿Así pensás erigir tu estatua? Un reventado a lo Bukowski, ¿verdad? Ah, acerté: veo que te pusiste colorado y todo. Tomá, acá tenés una franela y el pomito con que limpio mis anteojos.
—No me verduguee, maestro, que a Bukowski tan mal no le fue.
—Dejame decirte lo obvio, Pukkitas, mientras limpiás tu instrumento de trabajo: ser un borracho o un sucio no te convertirá en un buen escritor. Y ponerte a ejercer esa convulsiva concepción de la vida que pedía el genio-loco de Artaud, tampoco. En mis épocas de estudiante conocí en la universidad a muchos simuladores de talento que incluso fingían malos modales en la mesa y que se las daban de ser lo que hoy se llamaría gente “queer”. Tipos con grasa de pollo en los dedos y barbas enmarañadas, muy artísticos, muy intelectuales y muy revolucionarios, que jamás llegaron a publicar una sola línea. Pura imagen. En estas últimas décadas, parásitos muy parecidos a aquellos andan por ahí ostentando títulos de carreras inventadas, o pegan con cinta scotch una banana en las paredes de los museos, para que otros vagos tan “superados” como ellos les brinden un poco de atención. Así les va. Pero vos estás para más, Pukkas, así que cortala con el mito y contame qué querías mostrarme.
—Busqué en varias carpetas de esta roñosa, que ya no es tan roñosa, y encontré algunas descripciones y escenas que escribí hace rato. Al releerlas me di cuenta de que se parecen mucho a esos textos informativos, escritos en una lengua funcional, que usted señalaba la quincena pasada.
—Veamos. Acá escribiste “Era un paisaje marino muy bello”. Eso seguramente lo redactaste a los piques y antes de que nos conociéramos, quiero suponer.
—Efectivamente, maestro. Entendí que no sirve de nada decirle al lector que el paisaje es bello.
—¿Por qué? Más de una vez me habrás oído explicar que lo más conveniente es ser preciso y conciso.
—Pero eso que yo había escrito sobre el paisaje marítimo no tiene nada que ver con la precisión ni con la concisión. Usted mismo dice que una cosa es ser una persona delgada, y otra, muy distinta, una persona esquelética.
—Me descubriste, Pukkitas: quise tenderte una trampa, por motivos pedagógicos; confundir delgadez con raquitismo es lo mismo que considerar robustez a la gordura. Bien por vos. Ahora mostrame cómo cambiaste esto de “Era un paisaje marino muy bello”.
—Acá tiene la nueva versión, maestro: “El rumor blanco de las olas se volvió gaviotas en la orilla”.
—No está para nada mal. Transmitís belleza sin usar la palabra belleza ni nada que se le parezca. Hay ahí, en la primera mitad de la imagen, una sinestesia…
—¿Y eso que es, maestro?
—Se da cuando unís dos sensaciones que afectan a diferentes sentidos. Un rumor no puede verse, sino que puede oírse. Es como cuando uno dice aquello de “verde chillón” cuando quiere referirse a un verde demasiado farolero.
—Pero se da el caso de que yo no tenía ni idea de que estaba usando una sines… ¿una sinescuánto?
—Una sinestesia. Y eso es lo mejor de todo.
—¿Qué cosa?
—El hecho de que no hayas pensado en los planos del mecanismo del reloj para poner al reloj a funcionar. Hace más de cuarenta años apareció en un taller que yo daba en Quilmes un texto escrito en discurso directo libre. Vos ya conocés esa técnica, que Julio Cortázar usa bastante: los parlamentos de los personajes aparecen de prepo en medio de una oración escrita por el narrador, sin que haya ningún aviso. Dame un ejemplo.
—Me acuerdo de un momento del cuento “La noche boca arriba”, cuando entran al motociclista accidentado en la farmacia.
—Querrás decir “cuando entran en la farmacia al motociclista accidentado”.
—Bueno, es lo mismo.
—¡¡¡No es lo mismo, Pukkas, porque el motociclista se pegó un palo en la calle, y no dentro de la farmacia!!! En las cuestiones semánticas, el orden de los factores altera el producto. Acabás de cometer un hipérbaton involuntario.
—¿Y eso?
—El hipérbaton es la alteración del orden lógico de la frase.
—Tiene razón, ahora que lo pienso. Espere que mejor busco el ejemplo de Cortázar en Ciudad Seva.
—¡“Espere, que mejor busco en Ciudad Seva el ejemplo de Cortázar”!
—Tiene razón de nuevo, máster, pero déjeme tipear en el Google. Vea, acá está: “Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en las piernas. “Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado…”; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio”. Entiendo que acá, donde dice “despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien” se da eso de que las palabras de los personajes se entrometen sin ningún aviso en medio de la voz del narrador.
—Muy buen ejemplo, Pukkitas. Y acá tenés lo que estaba diciéndote. Aquel alumno de hace casi medio siglo trajo al taller un cuento en el que aparecía ese recurso formidable del discurso directo libre. Cuando se lo hice notar, pasó lo mismo que con vos recién: me dijo que había aplicado la herramienta sin saber cómo se llamaba; incluso, sin saber que ya existía.
—¿Y eso por qué se dará, maestro?
—Porque aquel viejo alumno y vos tienen algo en común: como son buenos lectores, han asimilado, con toda naturalidad, usos habituales de herramientas netamente literarias. Así se da el caso de que el monólogo interior, que en la época de Joyce significó toda una revolución de la técnica narrativa, bien puede aparecer, como aparece habitualmente, en los textos de escritores primerizos que jamás han leído el Ulises. A mí eso es lo que me interesa, que la literatura fluya sin ser demasiado craneada. Es evidente que todo escritor necesita conocer el nombre de las herramientas que usa. Pero mucho mejor es que las use. ¿Tenés otro ejemplo de tu paso de la superficialidad de la información a la profundidad de la “mostración”?
—¿Mostración, dice?
—Claro, Pukkas. Vos en el ejemplo de recién me demostraste cómo pasás del decir al mostrar. Cuando solamente decís, el lector no tiene ninguna obligación de creerte. Pero, cuando mostrás, no tiene más remedio que creerte. Incluso no tiene más remedio que identificarse con la mirada de tus personajes y con sus modos de reaccionar cuando les pase lo que les pasa. ¿Tenés otro ejemplo?
—Acá se lo muestro. Yo había escrito primero: “Los hombres lo castigaron brutalmente”. Pero, releyendo esa oración después de nuestro último encuentro, vi que estaba al mismo nivel de aquello de “La estación de servicio estaba al borde del camino”.
—Tenés toda la razón. ¿Y entonces qué hiciste? ¿Le aplicaste la varita mágica?
—Humildemente creo que sí, porque de “Los hombres lo castigaron brutalmente” pasé a esto, lea.
—“A patadas y culatazos, los sicarios lo arrastraron por el barro del potrero”. Pukkas, debo confesar que me sorprendiste para bien. Tus viejos escritos de cinturón blanco han alcanzado rango de literatura. ¿Te parece que cortemos acá, y que la próxima te explique por qué lograste meterme de cabeza en la belleza del mar y en la violencia de esta última acción? Tengo que reservar una mesa para Nomi y para mí en lo del amigo Claudio Siracusano, que cocina como los dioses. Y después seguimos con la definición.
—Estoy de acuerdo, maestro.
—Perfecto. Y acordate: “Con tener talento…
—… no te alcanza”.