Pukkas pregunta a su maestro por qué estas columnas se han convertido en capítulos de una novela. Además, el Tío Marce explica los conceptos 'suspense' y 'cliffhanger' y presenta "El arte de escribir en veinte lecciones" de Antoine Albalat.
Por Marcelo di Marco
Aquella mañana, después de un sueño intranquilo y despertándose con la sensación de que se avecinaba una bruta tormenta, Pukkas se revolvía entre las sábanas. Ahora, con la vista puesta en el cielorraso, recordó que la noche anterior se había bajado más de una birra, sí. Pero estaba seguro de que su malestar no tenía nada que ver con eso.
La cosa venía, más bien, por el lado del ánimo. Padecía, digamos, una especie de temporal del alma. Desde hacía días repasaba mentalmente su despedida de Tío Marce, la última vez que había pisado La Anita. La Anita, sí. Esa Casa del Lobo, como le gusta llamar al pensador José Bonetti al chalet en que el máster vive con Nomi, su esposa y coautora. Un viril paraíso desbordante de libros y de aceros, y siempre abierto para recibir amigos, escritores, artistas.
Bonetti. José Bonetti.
¿Por qué a él le sonaba tanto ese nombre?
Ah, claro: en las pasadas semanas, José Andrés Bonetti había publicado en la sección Cultura de LA CAPITAL un par de ensayos. De jugosos ensayos, como dice Tío Marce.
Pukkas tomó la decisión de levantarse de una vez —El máster odia la impuntualidad, se dijo—, y lo primero que hizo fue alzar la persiana de su cuarto. No, no se había equivocado. Esta vez la aurora de rosados dedos no se presentó en Parque Luro: amenazantes nubarrones avanzaban desde el mar, y el viento sacudía las copas de los fresnos de la vereda.
Durante el desayuno le mandó a su novia un corazoncito y un sticker de “buen día”.
Pero él sabía que aquel no sería un buen día.
Para nada.
Ya pedaleando en su bici rumbo a La Anita y bajo un coral de truenos, se dio a pensar en aquello que le había dicho el máster quince días atrás, lo de que ellos dos estaban protagonizando una historia. ¿Cómo fue que dijo? Ah, sí: “Una novela, mejor dicho, cuyos capítulos son estas mismas columnas quincenales”.
Vaya a saber qué se le habrá cruzado por la cabeza al viejo, pensó. Una cosa es una novela, y otra, muy distinta, una serie de columnas periodísticas. ¿O no es cierto?
Como fuese, se lo preguntaría de entrada.
Y eso fue lo que hizo no bien Nomi le abrió la puerta y lo invitó a pasar al estudio:
—¿Cómo es eso de que usted y yo estamos protagonizando una novela, Tío Marce? Que yo sepa, vengo acompañándolo desde hace casi un año para que los lectores de LA CAPITAL aprovechen lo que decimos en nuestras clases, porque usted después lo escribe en sus columnas. ¿Por qué llamar entonces capítulos a esas columnas, como me sugirió la última vez?
Pero enseguida se arrepintió de haber hablado: la mirada del máster se había ensombrecido.
—¿Qué tal si mejor seguimos con lo de la vez pasada? —dijo Di Marco cargando una de sus pipas, y pronto la llama del fósforo iluminó la severa atmósfera del estudio—. Sabés a qué me refiero, ¿verdad?
—Al tema del aprovechamiento de los sentidos. Pero…
—Exacto, Pukkas. Según venimos comprobándolo, comprometer en la narración los sentidos de nuestros personajes es la llave maestra que le permite al escritor pasar del borrador a la literatura, de lo abstracto a lo concreto, de lo “ideico” a lo “cósico”. ¿Seguimos con eso, o no? Es un tema fascinante. Porque de eso se trata, de fascinar al lector.
—Como prefiera, maestro, pero… ¿Me va a dejar así de intrigado con lo de la novela?
—Ya hablaremos de ese asunto, Pukkitas. Y te aseguro que tus dudas serán debidamente despejadas, porque vos te merecés saber la verdad. Lo que no sé es si te gustará recibir tal verdad.
—¡Ufa, máster, ahora sí que me preocupó en serio! Qué vocación para el suspenso tiene.
—Para el suspense, para ser más precisos. Para el uso del ‘cliffhanger’, para ser mucho más precisos.
—¿Hay diferencia entre suspenso y suspense, máster? Primera vez que oigo tal palabra, “suspense”. Y lo mismo me pasa con “cliffhanger”.
—Los españoles llaman “suspense” a lo que nosotros en Iberoamérica llamamos “suspenso”. En realidad, Pukkitas, es más clara la palabra “suspense”, porque “suspenso” puede significar, como sustantivo, “calificación que no llega al aprobado en un examen o una materia”, y, como adjetivo, “admirado” y “perplejo”. Y el “Diccionario” dice, también, que “suspenso” es algo o alguien “que está suspendido”. En ese sentido, ahí tenemos en nuestro arsenal de narradores al cliffhanger.
—Que vendría a ser…
—Según la Wikipedia, literalmente significa “quedar colgando del acantilado”. La inscripción “continuará” con que cerramos el capítulo anterior refuerza el cliffhanger, por ser esta herramienta, siempre según la Wikipedia, “un recurso narrativo que consiste en colocar a uno de los personajes principales (o a un grupo de ellos) de la historia en una situación extrema al final de un capítulo o parte de la historia, generando con ello una tensión psicológica en el espectador, que aumenta su deseo de avanzar en la misma”. Prácticamente todos los capítulos de mis dos novelas publicadas, “Victoria entre las sombras” y “Victoria en el infierno de las pesadillas vivientes”, terminan con un cliffhanger. Pero no nos apartemos de aquella consigna que le di a Gabriela Di Giácomo.
—Recuerdo que le pidió que le agregara “olores” a la descripción de la oficina.
—Y sonidos y voces, Pukkas. Y hay que aclarar que, según me comentó el doctor Leonardo Petersen, destacado narrador de nuestra comunidad del Taller de Corte y Corrección, las reacciones a los estímulos de los sentidos del olfato y del gusto son las más vívidas y recordables. No sé qué trabajo habrán hecho nuestros lectores, pero acá te muestro cómo quedó el texto después que nos metimos en él con Gaby:
—Enrique ponele.
—¿Solamente Enrique? —La rubia se rasca la cabeza, las uñas larguísimas escarban entre las raíces negras del pelo.
—Solamente Enrique.
La rubia se alza de hombros, y anota en la compu.
Atento a todo, en medio de aquella oficina despojada, Quique escucha carraspeos que vienen del otro lado de ese biombo de cuerina raída. Después, silencio. Y después una puerta que se abre, más allá. Un inconfundible olor a coliflor hervido le da náuseas. Le llegan voces. Hablan tan bajo que no entiende qué dicen. Pero sí se da cuenta de que son tres los que hablan: dos tipos y una mujer.
—¡Qué buen cambio, maestro! Y también el sentido del tacto está involucrado: le cuento que sentí en mi propia cabeza ese escarbar de las “uñas larguísimas”.
—Gracias a esa técnica, Pukkas, todo cobra realidad en la sensibilidad del lector. Y si a la enseñanza le sumamos un ejercicio que propone Antoine Albalat en su clásico “El arte de escribir en veinte lecciones”, estaremos perfeccionando la herramienta. ¿Te suena Albalat?
—Me suena a una lata de esas de veinte litros que vendemos en la pinturería, maestro.
—Sin embargo, pedazo de zambumbia, con aquel libro Antoine Albalat enseñó escritura creativa aun antes de que ese concepto se conociera. Es más, Pukkitas: Albalat logró instalar y difundir la idea de que la creación literaria puede enseñarse, y así contradijo tanto a los puristas del academicismo como a quienes pensaban que escribir literatura era un deporte exclusivo practicado por encumbrados semidioses.
—Todavía hay muchos que lo piensan, maestro.
—Exacto. Son los que creen que “artista y escritor se nace”, elitismo que necesariamente los hunde en la parálisis creativa. En su libro, publicado en 1899 y que hoy muchos de nosotros recordamos con cariño y admiración, Albalat fue bien al hueso mostrando por primera vez qué tienen en común los textos de los grandes escritores. Particularmente, yo lo recuerdo también con mucho agradecimiento, porque es el antecesor directo de Taller de Corte y Corrección.
Cuando leí “El arte de escribir”, me dije que sería maravilloso contar con un libro como ese, pero actualizado. Como no existía, me puse a escribirlo yo mismo. Lo pensé como un manual que le acercara a la gente la posibilidad de escribir sacándose de encima todos los complejos propios de una época como la nuestra, ganada por una crítica proclive a generar una parafernalia incomprensible de textos que más parecen una jerga estúpida que ensayos sobre literatura. Escribiendo por lo menos una nota diaria, en unos dos meses y pico ya tenía en mis manos las primeras ochenta notas de cien. Las mostré en Sudamericana, y el resto ya es historia conocida.
—¿Y en qué consiste aquel ejercicio que propone su notable antepasado, Tío Marce?
—¿Qué tal si te lo muestro la próxima quincena, Pukkitas, así consolidamos la técnica de hacer que el lector viva en nuestros escritos?
—De acuerdo, maestro. Y será mejor así, porque ya tengo la cabeza que se me parte.
Minutos después, cuando Pukkas se alejaba de La Anita montado en su bici, ahora bajo un cielo espléndido, un oscuro pensamiento le sobrevino: ¿por qué el viejo se mostró tan sospechosamente reacio a responder a las preguntas que él se había atrevido a dispararle sin pelos en la lengua.