por Jorge Raventos
La calma cambiaria de la última semana -estimulada por la decisión del Presidente de contener su rol de candidato y por un viaje de Alberto Fernández que redujo la presión mediática sobre él- no debería dar pie a conclusiones prematuramente tranquilizadoras. La “anomalía” política que atraviesa el país lejos está de haberse solucionado.
Aunque la expresión tiene una resonancia alarmante, no es exagerado afirmar que Argentina camina al borde del vacío de poder. Después de las primarias del 11 de agosto la presidencia de Mauricio Macri quedó prendida con alfileres, se agudizó la incidencia de la economía sobre la gobernabilidad y se estableció para el gobierno una dependencia creciente de sus relaciones con el bando victorioso, que no está encabezado por un presidente legalmente electo aún, sino por el candidato que -según la mirada realista de la mayoría de propios y ajenos- lo sucederá… en el mejor de los casos, en el aún lejano mes de diciembre.
La presidencia virtual
Es Alberto Fernández, el triunfador de las PASO, quien empieza a ser considerado y atendido como si el 27 de octubre ya hubiera ocurrido; una diversidad de actores (desde gobiernos extranjeros, hasta el llamado “círculo rojo” y el FMI) lo tratan como virtual presidente, aunque según el protocolo sólo sea por ahora un candidato.
Mauricio Macri está mosqueado por la situación y molesto por la velocidad con la que los intereses se reacomodan; culpa íntimamente a los votantes por la reacción de los mercados y por esas turbulencias, y también las adjudica al miedo a un retorno del kirchnerismo, aunque lo cierto es que -como lo dijo esta semana con todas las letras el ministro de Interior, Rogelio Frigerio- “la economía estaba mal antes de las primarias. Por eso perdimos”.
Los mercados reaccionaron como era previsible: el resultado electoral empeoró lo que ya funcionaba mal; desde el propio oficialismo se había alentado la polarización y la dispersión de terceras opciones y el gobierno terminaba derrotado por la fuerza adversaria que prefería, a la que definía como chavista, autoritaria y restauradora, y a cuyo cuyo candidato a presidente describía como un mero títere de la señora de Kirchner.
Lo imprevisto fue semejante derrota, ante la cual el gobierno no tenía respuestas pensadas.
El nuevo nombre del cepo
Macri todavía sostiene in pectore la ilusión de recuperar en octubre la enorme distancia que lo separó de Fernández, aunque últimamente se contiene forzado por las circunstancias. Demoró en adoptar las medidas de control cambiario que el ministro Hernán Lacunza venía proponiendo desde que se hizo cargo de Economía.
Finalmente, el último domingo se resignó a utilizar el cepo que pretendía evitar, rebautizándolo creativamente como “paraguas cambiario”. Mucho más flexible, en rigor, que el que estableció el gobierno anterior, este cepo intenta, en primera instancia, que los controles sobre el dólar preserven a los ahorristas más modestos y a las empresas pequeñas y medianas. Un cepo benigno. Que por ahora ha detenido la volatilidad cambiaria, pero simultáneamente ha fisurado la coherencia doctrinaria que pretendía ostentar la Casa Rosada.
Si en algo acierta Macri es en que las primarias determinaron consecuencias fuertes. En una situación de creciente vacío de poder -con un presidente extremadamente debilitado, un gobierno surcado por conflictos intestinos, una coalición oficialista marcada por los tironeos internos- la tarea que le cabe ahora al Presidente es estabilizar la situación y preservar la gobernabilidad hasta diciembre, reordenar sus filas para tratar que la retirada no sea desordenada y en todo caso emplear la bandera de la recuperación electoral en octubre para tratar de refidelizar a sus cuadros y votantes.
Fernández y las dudas sobre su poder
El “presidente virtual”, por su parte, procura ejercer con cautela su ascendente, pero todavía irregular y en algún sentido recelado poder.
El triunfador de las PASO tiene que dar pruebas de su autoridad en la coalición que encabeza y de su capacidad para sacar al país de la crisis. Deberá hacerlo sin demasiado prolegómenos: sus propios aliados le ofrecen plazos breves de tolerancia. Juan Grabois, uno de los líderes de los trabajadores informales, anunció esta semana, por ejemplo, que “en 100 días le estaremos reclamando a Alberto lo mismo que hoy le exigimos a Macri”.
El oficialismo “duro” y un cortejo de analistas mediáticos (en número claramente decreciente desde el 11 de agosto) vienen trabajando sobre miedos compartidos por una porción del electorado y sostienen que Fernández será impotente ante “la dueña de los votos” (Cristina Kirchner) y se dejará gobernar por ella y por los sectores más duros, acostumbrados a ganar en la calle o que, si él intenta ejercer efectivamente la presidencia, sobrevendrá un enfrentamiento grave.
Ciertamente, Fernández tiene debajo de él y a su alrededor, una coalición muy amplia y diversa de la cual no es accionista mayoritario. Aunque facilitó un logro que la dueña de la mayor cantidad de votos no estaba en condiciones de concretar (la construcción de una mayoría electoral capaz de triunfar), tejió las alianzas y condujo su coalición al triunfo rotundo de las PASO, él está a la cabeza de la boleta por una gracia de la señora de Kirchner y es así como en octubre podrá alcanzar la presidencia de la Nación.
¿Le escribirán los nombres de su gabinete y le definirán las líneas de su política como le compusieron las listas electorales?, preguntan insidiosamente sus adversarios.
Fernández ya advirtió que su gobierno será uno “del Presidente y 24 gobernadores” (incluyó a la Ciudad de Buenos Aires con ese número; implícitamente: a gobernadores no peronistas). Una señal de que buscará una base federal propia, inclusive por encima de los límites de camiseta política.
También ha dicho que compondrá su gabinete después de formalizar su victoria en octubre, porque quiere elegir “más allá de mi propia fuerza”: muy probablemente convocará a figuras independientes de relieve científico o profesional y también a hombres y mujeres que han participado de los equipos o la atmósfera macrista.
Habrá que esperar para comprobarlo: Fernández no quiere soltar prenda ni sobre nombres ni sobre medidas específicas hasta no contar con la plenitud (o casi) de los atributos presidenciales. Digamos: entre el resultado de octubre y el 10 de diciembre.
Seguramente Fernández, un político cultivado, ha leído a Goethe: “Lo que te ha sido dado, conquístalo para poseerlo”. La designación de su gabinete y la definición efectiva de su rumbo darán muestras de su capacidad para componer equilibrios, manejar pulseadas y encontrar un camino propio.
La inspiración de Fernández
Desde España, donde ha comenzado a estrenar su próximo papel, ofreció esta semana un primer bosquejo del perfil que busca encarnar: un dirigente progresista y compasivo, que promete pagar las deudas del país, pero que asegura también que no lo hará descargando más penurias sobre los argentinos; que afirma su deseo de mantener las relaciones más cordiales con Estados Unidos y trabajar por el acuerdo entre Europa y el Mercosur; un político que también es profesor de derecho e hijo de un juez, que cuestiona la politización de la justicia y menciona como ejemplos la condena que sufre Lula Da Silva y los procesos que acosan a Cristina Kirchner, su compañera de fórmula.
Fernández subrayó que espera que España sea su avalista en el relacionamiento con Europa y también contribuya a encarrilar una buena renegociación con el Fondo Monetario Internacional. También dio una clave sobre lo que puede esperarse de un gobierno que él presida cuando definió elogiosamente la gestión de Antonio Costa, el primer ministro de Portugal, a quien también visitó.
Costa, un socialdemócrata, gobierna su país desde hace casi cuatro años y es responsable de un audaz viraje que se distanció exitosamente de las políticas de ajuste determinadas por el anterior gobierno conservador y la llamada “troika” (Fondo Monetario Internacional, Comisión Europea, Banco Central Europeo). El programa de austeridad había producido drásticos cortes en los presupuestos de salud, educación, jubilaciones y bienestar social, había incrementado los impuestos, congelado sueldos y elevado la desocupación (un índice de 17 por ciento y un desempleo juvenil de 40 por ciento). Al asumir, Costa decidió un cambio radical de estrategia y ahora se encamina a la reelección con una política que recuperó enérgicamente el empleo, los salarios y la inversión pública, estimuló el mercado interno, redujo el déficit fiscal (este año llegará al 0 por ciento), hizo crecer la economía (este año supera la media de la Eurozona) y redujo la deuda. Hoy se habla del “milagro portugués”, que empezó, según The Economist “poniendo dinero en el bolsillo de la gente” y que, según el propio Costa, demostró que “mantener el orden de las cuentas públicas no es incompatible con una política que defienda la cohesión social”. En ese modelo busca inspiración Fernández.
El triunfador de las PASO tiene ante sí un desafío que va más allá de controlar la coalición con la que triunfó, debe atravesar este raro paréntesis político mientras se dispone a gobernar un país que deberá estar activamente en el mundo y cumplir objetivos de unión interna, productividad económica, libertad, equidad y justicia. Una vez en la presidencia, su tablero será mucho más grande que su coalición. Y él deberá jugar con fichas de todos los colores.
Mientras un presidente legal se retira y un “presidente virtual” accede, Argentina debe asomarse al vacío y no caerse. Ni arrojarse.