Por María Marta Ferro
Enfrascada en tristes pensamientos, llorosa, cabizbaja y sin mirar a nadie viajaba en el colectivo urbano que la llevaría al centro. El dolor por la pérdida de su amado compañero era intenso.
Con el tiempo se fue lentamente consolando y el mundo ya no le resultó indiferente, negro, vacío.
El traqueteo del vehículo, que antes la sumía en un adormecimiento melancólico, ahora la tenía despierta, atenta. Disfrutaba de los días soleados y del mar que, a su izquierda, se extendía luminoso a lo largo de la costa.
Para su sorpresa, su cuerpo, hasta hacía poco tiempo olvidado, comenzó a anoticiarla de su existencia de manera contundente.
No sabía si porque había demasiados baches en la calzada, el vehículo iba a más velocidad o, simplemente se anunciaba la primavera y las hormonas dormidas despertaban todas juntas y a los gritos, pero de golpe se vio envuelta en un movimiento involuntario de la pelvis, de adelante para atrás y de atrás para delante.
Un fuego la recorrió toda, sus mejillas se colorearon y los enormes ojos miel, se llenaron de chispitas. Era toda vitalidad.
Cuando, a fuerza de voluntad, se controlaba, piernas y pies se le iban solos, como acompañados por una música celestial.
La secuencia era así: al principio permanecía bien sentada y con la espalda muy tiesa. Lentamente se iba relajando y se deslizaba hacia abajo para disimular ante los demás pasajeros, aquel juego que iba in crescendo. Si el asiento para dos en el que estaba no tenía acompañante, podía deleitarse sin pudor y sin tener que salvar las apariencias o hacer una sonrisa forzada hacia su vecino o vecina ocasional, que le echaban una mirada entre sorprendida y reprobatoria.
Cuando llegaba a su casa, corría al cuarto y besaba, con vergüenza las imágenes de la Virgen María, de Jesús y de santos en estampitas. Estaban allí por milagrosos. Sabían escuchar y satisfacer pedidos asociados a promesas y oraciones. Entre sus preferidos: San Cayetano, con varias espigas, para que nunca le faltara trabajo, San Antonio, el que consigue novio, (eso sí, cama afuera y con algunos dinerillos en el bolsillo), San Cristóbal, patrono de los automovilistas, a quien dedicaba mucho tiempo.
Deseaba que la llevara siempre el mismo chofer y que nada le ocurriera al morocho simpático y buen mozo que, a las diez en punto, pasaba por la parada con ese Mercedes Benz que brillaba como ninguno.
Conocía de memoria el zapatito blanco de bebé y el chupete rosa que colgaban del espejo, la calcomanía con la lengua larga de los Rolling Stones, la del Zorzal Criollo ¡grande Gardel! y la radio de color nacarado, anticuada, que su vieja le había regalado cuando pasó a trabajar en la actual línea de colectivos, con recorrido más largo y mejor sueldo.
Cierta vez, de regreso a su casa, le impactó ver al mismo conductor de la mañana. El, también sorprendido de encontrarla dos veces en el mismo día (la espiaba con frecuencia por el espejo retrovisor) se atrevió, cuando estaba a punto de bajar, a hacerle una sonrisa de dientes blancos y parejos y a decirle un piropo procaz.
Ella bajó, apuró el paso, casi corriendo atravesó el jardín delantero y llegó a la entrada. Abrió como pudo; hecha una exhalación subió las escaleras. Ni se enteró de si sus hijos habían llegado. De un portazo cerró la puerta de su habitación y se sacó apresuradamente la ropa.
El calzón de encaje negro fue a tapar, a medias, las figuras religiosas que la esperaban sobre la mesa de luz.
Sintió pudor. Ahí estaban la Virgen, Jesús y los santos a los que rezaba cada noche, arrodillada, con la cabeza gacha, las manos juntas, creyente y devota.
Ansió que su bombacha fuera más grande y menos sensual, que no la vieran frente a tan descontrolado frenesí ante el espejo.
Se sentía pecadora.
Pidió perdón, pero no pudo dejar de acariciarse las partes íntimas, esos pechos cuyos pezones se endurecían cuando eran recorridos por movimientos circulares.
La humedad en la entrepierna se acentuó, sus dedos se introdujeron más profundamente en su cuerpo. Cayó sobre la cama y comenzó a contorsionarse. Sus movimientos fueron cada vez más rápidos, acompañados de quejidos de distinta intensidad, hasta que llegó al clímax, sudorosa y feliz.
La virgencita, apenas oculta detrás de aquella prenda íntima, no pudo dejar de guiñar un ojo y hacer una sonrisa traviesa.