"Méndez", el primer policial del autor marplatense es la historia de una relación complicada: la de un contador con su cliente. Transcurre entre Santa Clara del Mar y Mar del Plata.
por Paola Galano
Con el ritmo vertiginoso de una “road movie” literaria, “Méndez” (Editorial Vestales) apela a la velocidad para contar la historia de un crimen, un crimen que se produce lejos del mundo del hampa, entre personas comunes. Acaso como metáfora de ese aspecto de la novela, la primera trama policial del marplatense Sebastián Chilano, el libro arranca: “Méndez es un apellido común. No sé qué mierda significa, pero no debe ser nada bueno. Nada importante. Los apellidos importantes son raros o compuestos. Los simples no llegan a nada”.
Entre Mar del Plata –escenario siempre presente en las novelas de Chilano- y Santa Clara del Mar, los personajes se mueven sumidos por un devenir imprevisto. Un contador que parece escapar, su pequeño hijo aparentemente enfermo, un cliente rengo y dueño de una ortopedia que exige evitar el castigo por una estafa, una supuesta pareja de hermanos (Paula y Bruno) y un automóvil forman todo el universo. Pocos elementos para una historia que se lee rápido y que intenta echar una mirada crítica sobre la clase media y la sociedad contemporánea.
“La historia está concebida desde un supuesto: a nadie le gusta pagar impuestos, pensamos que los impuestos son injustos, que deberíamos pagar menos y el Estado hacer más, ¿cómo tratamos a las personas que se encargan de encausar el flujo de dinero e impuestos? Esperamos que los contadores hagan milagros”, desmenuza el escritor, que ya tiene en la calle una nueva novela, “En tres noches la eternidad”.
Prolífico, Chilano no deja de pasar un año sin emitir nuevo libro. Ya tiene en su haber “Riña de gallos”, “Las reglas de Burroughs” y “Tan lejos que es mentira”. En “Méndez” se atreve a una historia policial que no respeta las reglas de oro de ese género: ni detective, ni sospechoso, ni investigación.
“Si bien Méndez se puede ajustar a un catálogo de novela negra, me parece que no se limita a ese casillero”, desliza y apunta a señalar que esa libertad que tuvo al momento de escribir un policial también puede “hablar de un trabajo contraproducente, desleal y mezquino: usar un formato para evadirse del mismo”.
– Gran parte de Méndez está atravesado por la exasperación del protagonista, un contador que se siente exigido, asfixiado por su cliente. ¿Por qué contar la historia en ese tono?
– Porque la exigencia desmedida, la asfixia, la presión y la falta de reconocimiento están presentes en casi todas las profesiones remuneradas: el cliente piensa que por el sólo hecho de pagar tiene derechos y ninguna obligación, ni siquiera la del respeto. Generalizo para darle mayor énfasis, claro que hay excepciones. La prepotencia del dinero es muy grande, nos vivimos quejando de la asfixia de las grandes corporaciones y esa misma asfixia, en menor escala, la ejercemos diariamente donde tenemos un mínimo poder. ¿Qué esperar de una historia centrada en una profesión que sólo existe a partir del dinero? Más exasperación, más enojo y rabia.
– Que el personaje central sea un contador y que durante toda la historia no deje de andar en auto es una buena manera de criticar a la sociedad contemporánea. La economía y el automóvil son las entrañas del capitalismo. ¿Te parece acertado?
– No lo había pensado así, pero me parece acertadísimo. La revolución industrial y el capitalismo del que tanto renegamos tienen la trampa del consumo asegurada, así se sostienen aún en estos dos siglos de motores y nafta que tanto auguramos como perecederos. La sociedad contemporánea es criticable desde tantos frentes que hasta cuando no lo hacés abiertamente (la relación entre el auto y el contador) la estás parodiando y humillando, siempre teniendo en cuenta que uno no puede escapar de la hipocresía: consumimos aquello que moralmente detestamos, ya sea a oscuras, desenvolviendo el caramelo sin que se den cuenta o en la pausa del control remoto o la página web con publicidades diminutas pero siempre presentes.
– ¿Cómo definís al protagonista del libro, al contador, le cabe la denominación “tilingo”?
– Si a alguno de los personajes le cabe esa definición es a Méndez, no al contador. No veo al contador como racista, no lo veo despreciando a otras clases sociales y sí lo veo, claramente, a Méndez en esa postura. Méndez es simple: puso una ortopedia sin tener idea de lo que se trata y quiere ganar plata sin saber cómo. En ese afán se apoya en su contador y los ingresos de ambos suben: el contador puede hacer las vacaciones soñadas de toda la clase media, va al Caribe, pero no hace ostentación como haría un tilingo, es más, hasta parece avergonzado cada vez que Méndez saca el tema. Los dos son burgueses, pero Méndez está lleno de intenciones que nunca concreta y eso, creo, lo convierte en un tilingo. Además es aparatoso para hablar, simple, agrandado, superficial y todo eso que se define como tilingo. Busqué en internet y me quedo con una comparación que Jauretche le atribuye a Yrigoyen: palanganas (las viejas palanganas de loza) que eran algo aparatoso pero muy poca cosa y que hacían mucho ruido al caer.
– Hay un dramatismo fuerte en el libro: la relación que el contador tiene con su hijo, del que se supone enfermo o sufriente de alguna clase de alteración. ¿Por qué vincular a un niño débil con una historia de tanta alienación? Lo deja encerrado en el auto una tarde de verano en Mar del Plata.
– No sé si tal cosa existe: el calor marplatense de una tarde de verano. El viento y las nubes se encargan de descender la temperatura ambiental varios grados por debajo de lo que sería condenatorio: el hijo está encerrado en el auto sí, hace calor, también, ¿hay en eso una perversión? Hay una finalidad, como en todo lo que hace el contador. Como en todo lo que hacen las personas, más aún los escritores. Como escritor disfruto de la historia: el momento de mayor placer sucede cuando se está tan lejos de la premisa original, de la primera idea del primer borrador, del capítulo inicial. En el caso del hijo del contador me pasó algo muy raro: no se me ocurrió cómo podía hablar, pensar, y mucho menos reaccionar ante una situación semejante, los diálogos son algo que me preocupan mucho y en el primer borrador de la historia el hijo del contador hablaba, pero no era creíble, hablaba como un adulto, razonaba igual que su padre. Eso me llevó a cambiar su personaje, a darle otro sentido lejos del policial, quizás más cercar del terror. Y finalmente debo decir que no coincido, no es un niño débil, todo lo contrario.
“No se puede pedir perdón por algo que el lector interpreta”
– ¿Por qué tus personajes femeninos siempre están en situación de seducción? ¿No supone un reduccionismo retratar únicamente así a la mujer?
– ¿Por qué limitar esa circunstancia de seducción solo a la mujer? Mis protagonistas masculinos adultos también están en constante seducción: el contador y el hermano de la mujer también seducen, el primero desde el poder capitalista y el hermano desde su físico y cierto poder transitorio (como tener ropa para meterse al mar y el contador no) ahí hay seducción y eso no cosifica al hombre ni lo reduce al nivel de toro reproductor: me parece que poner el ojo en la seducción femenina y considerarlo como un retrato es reduccionismo y que la mujer seduzca no me parece reducirlo. Todos seducen, es la historia de la humanidad: te seduce la publicidad para que compres, te seduce la muerte, y no quiere decir que la seducción sea sinónimo de sexo y nada más que sexo: eso es reduccionismo. Claro, en esta época en que está mal visto (¿está mal visto o es una cuestión de pose?) porque todo parece estar vinculado a la violencia de género, entonces es mucho más recomendable leer a escritores varones que se la pasan pidiendo perdón por ser hombres y que llenan páginas y páginas con heroínas femeninas que se liberan de la etiqueta sexual y el yugo masculino. En Méndez, los lectores tienen la posibilidad de decidir: ¿es la seducción de Paula un reduccionismo del género femenino a la mínima función reproductiva? Yo no lo creo así, pero si alguien lo cree así, no pido perdón: era lo que la historia necesitaba; y, además, no se puede pedir perdón por algo que el lector interpreta: el escritor pone las palabras y sus intenciones, no es ingenuo en su proceder (y no debería ser un tilingo) pero el laberinto mental del lector es el que genera la compleja interpretación de la seducción, erotismo o una simple interacción humana.