El 84% de los marplatenses saca el auto para hacer cinco cuadras. Salir del encierro cotidiano es una decisión de impacto social profundo. El cambio de rutina incluso puede bajar los índices de inseguridad.
por Agustín Marangoni
Todas las mañanas camino con mi hijo hasta el jardín de infantes. Son cuatro cuadras. Salimos juntos a las siete y media. Volvemos juntos a las doce y veinte. Hacemos el mismo camino, pero vemos siempre situaciones distintas. Por ejemplo, en una casa con jardín adelante, desde la semana pasada, hay un cachorrito. Y claro, cada vez que pasamos el perro se asoma feliz por la reja y mi hijo lo acaricia. Otras veces vemos piedras, bicicletas, charcos, hojas secas, el colectivo que pasa, entre otras mil cosas. Es un rato nomás, diez minutos que caminamos juntos por la vereda, pero en esos diez minutos mi hijito de tres años reconoce el barrio, lo interpela.
Me di cuenta de la importancia de caminar esas cuatro cuadras por sus comentarios cuando las hacemos en auto los días de lluvia. Si pasamos por enfrente de la casa del perrito, mi hijo la señala y saluda. Lo mismo con la veterinaria donde atienden a nuestra gata y la puerta con flecos de la dietética. Algunas veces hasta hace comentarios sobre las esquinas y la basura que alguien dejó desparramada. Me queda claro: es fundamental ese paseo. De hecho, buscando información, me encontré con trabajos de especialistas de todo el mundo que analizaron en profundidad el valor social de que los chicos caminen de la casa a la escuela. Entre ellos, el pedagogo italiano Francesco Tonucci, autor de un proyecto para que los chicos caminen juntos y solos por la calle. Sí, solos. En sus análisis suelta frases sobre la industria del miedo, la necesidad de recuperar los espacios públicos y el daño irreversible que hacen los padres cuando le recortan autonomía y le inculcan inseguridad a sus hijos.
En Mar del Plata no sólo no caminan los chicos. Tampoco caminan los adultos. De acuerdo con las cifras del Plan Maestro de Transporte y Tránsito –el último estudio real que se realizó en la ciudad, hace tres años– apenas un 15,2% del total de los viajes se realizan caminando. Se entiende por viaje un trayecto de al menos cinco cuadras. Es decir, hay un 84% de la población que usa un vehículo si tiene que trasladarse cinco cuadras. O más, por supuesto. Pero si son sólo cinco, también se sube al auto y maneja.
Los beneficios físicos de caminar son conocidos, ni hace falta recordarlos. La cuestión central está en la interacción con el contexto. Caminar es un radar infalible para detectar problemas en una comunidad. Y al mismo tiempo reflexionar sobre sus posibles soluciones. Los viajes turísticos son momentos que se construyen en base a largas caminatas. Es lógico: recorrer en auto una ciudad que no conocemos es como no estar ahí. O si nos quedamos adentro del hotel. Estamos en esa ciudad, pero no la vemos. La ignoramos. Con nuestra ciudad de todos los días pasa exactamente lo mismo.
Caminar es una señal de seguridad urbana. Cualquier estudio urbanístico actual indica que las ciudades más seguras son las que tienen más gente en la calle. En este punto suele surgir una confusión. Supongamos que hay dos, tres o quince personas en un barrio que saldrían de noche caminando, por ejemplo, a tomar un helado. Pero como nadie sale, por miedo o por una cuestión de contexto equis, la calle queda vacía y la heladería cerrada. El error es creer que el lugar es peligroso. Es al revés: que nadie salga facilita las condiciones para que el lugar sea potencialmente peligroso. La inseguridad comienza con el miedo, muchas veces construido por los medios, por los políticos, por la inercia social. El miedo es una industria de alta rentabilidad, desde hace miles de años. Mucho más que una heladería. Es matemático entonces: la heladería se apaga, el miedo se enciende. Estoy convencido de que el verdadero negocio no está en que efectivamente nos roben sino en que uno sienta todo el tiempo que nos van a robar.
Además de los beneficios físicos y urbanísticos de caminar, está comprobado que las capacidades creativas del cerebro funcionan mejor en movimiento, puntualmente a la velocidad orgánica de nuestros pasos. Es una relación personal, íntima. Un ritmo propio que conecta cuerpo y mente e impacta en el estado de ánimo. Muchos grandes genios pensaban caminando. Están los viejos y queridísimos peripatéticos, allá lejos, en la antigua Grecia. También Jean jaques Rousseau y Steve Jobs revelaron que sus ideas más brillantes surgieron pensando y caminando. Sin necesidad de encontrar comparación en esas figuras, el hecho de caminar nos permite incorporar sensaciones, estímulos visuales, auditivos, táctiles y corporales que abren nuevos puntos de vista para resolver ideas. Es un hecho científico.
El fin de semana pasado salimos a caminar en familia, había una brisa fresca, nada que no se pudiera resolver con una campera. Mientras avanzábamos, miraba a la gente en las casas, atrás de las ventanas, atrás de las rejas; a los que pasaban a treinta kilómetros por hora adentro de un auto. Todos encerrados. Pensé en los grandes conquistadores de la antigüedad, dominaron el mundo caminando. Eran otros tiempos, sí. Fundamentalmente eso: eran otros tiempos. La idea del primer paso como comienzo de algo: la exploración del mundo se inicia con una caminata. Andar y pensar, en nuestra ciudad, tiene que volver a ser una actividad novedosa. Para beneficio de todos.